– ¡Fuera, todos fuera! -La voz de la baronesa irrumpió en el salón como un látigo.
Alexander levantó la vista y la vio frente a la puerta, con Murzin detrás de ella.
– ¡Fuera, he dicho! -repitió.
Murzin asintió y los FSO salieron rápidamente.
– ¡Usted también! -espetó, y Murzin salió y cerró la puerta detrás de él.
Tres escalinatas con alfombras rojas llevaban hasta el trono dorado de Pedro el Grande, y Alexander estaba arriba de ellas, observándola acercarse.
– Se ha ido. -Los ojos de Alexander estaban ausentes, como si no viera nada o no tuviera ni idea de dónde estaba. Lo único que había, lo único que existía, era el terrible bum, bum, bum, bum del metrónomo que lo atormentaba.
– La encontrarán, por supuesto. -La voz de la baronesa era tranquila, incluso balsámica-. Y cuando la encuentren… -su voz se arrastró y ella sonrió levemente-. Ya sabes que la quiero como a una hija, pero si tuviera que morir, el pueblo te adoraría incluso más.
– ¿Qué? -Alexander fue devuelto al presente de golpe.
La baronesa se le acercó un poco más hasta quedarse, finalmente, al pie de las escaleras, con la mirada levantada hacia él.
– Ha sido secuestrada, por supuesto -afirmó-. Los ojos del mundo se concentrarán en este hecho. El presidente Gitinov no puede decir nada, sólo sumarse al horror nacional. Y luego, al final, encontraremos su cuerpo, ¿Lo entiendes, mi amor? Los corazones del mundo estarán en tus manos. No habíamos podido tener mejor suerte.
Alexander la miraba incrédulo. Tembloroso, incapaz de moverse, como si sus pies, de pronto, se hubieran fundido con el suelo.
– Todo esto forma parte de tu destino. Nosotros somos los últimos Romanov. ¿Sabes cuántos fueron destruidos después de convertirse en zares? Cinco. -Subió un peldaño, acercándose más a él, con su voz tan suave de siempre-. Alejandro I, Nicolás I, Alejandro II, Alejandro III, y tu bisabuelo, Nicolás II. Pero a ti no te ocurrirá. No lo permitiré. Serás coronado zar y no serás destruido. Dímelo… -Subió el segundo peldaño y sonrió delicada, cálidamente.
Alexander la miraba fijamente.
– No -murmuró-, no lo haré.
– Dímelo, mi amor… dilo como lo has dicho desde que tienes el don de la palabra. Dímelo en ruso.
– Yo…
– ¡Dímelo!
– Vsay -Alexander inició el mantra. Era un autómata, incapaz de hacer nada más que lo que ella ordenaba-. Vsay… ego… sudba… V rukah… Gospodnih.
Vsay ego sudba V rukah Gospodnih. Todo su destino en las manos de Dios.
– Otra vez, mi amor.
– Vsay ego sudba V rukah Gospodnih -repitió él, como un niño cediendo a las exigencias de su madre.
– Otra vez -le susurró ella, mientras subía el último peldaño hasta quedarse frente a él.
– ¡Vsay ego sudba V rukah Gospodnih! -dijo con energía y convicción, como un juramento hacia Dios y hacia él mismo. Del mismo modo en que lo hizo cuando cayó en manos de la policía de Los Ángeles. - ¡Vsay ego sudba V rukah Gospodnih!
De pronto tenía los ojos desorbitados y sacó el cuchillo del bolsillo de su chaqueta, con su hoja afilada resplandeciendo en su mano. El primer corte le seccionó la yugular. Luego vino otro corte. Y el tercero. Y el cuarto. ¡Y el quinto! Su sangre estaba por todas partes, por el suelo, por las manos de él, por su chaqueta, por su cara, por sus pantalones. La sintió deslizarse por su cuerpo y caer al suelo, a sus pies, con un brazo sobre el reposapiés del trono dorado.
De alguna manera alcanzó a cruzar el salón y abrió la puerta de un manotazo. Murzin estaba allí, a solas. Se miraron a los ojos. Alexander lo cogió por las solapas y lo metió en el salón.
Murzin miró horrorizado.
– Dios mío…
El cuchillo volvió a brillar. Murzin se llevó las manos a la garganta. La última mueca de su vida fue de asombro.
Con un gesto mecánico, Alexander se arrodilló y sacó el rifle automático Grach de 9 mm de la pistolera de Murzin. Luego se levantó, retrocedió y salió por la puerta, con el rifle embutido dentro de su cinturón y el cuchillo ensangrentado otra vez dentro de la chaqueta.
Marten avanzaba hacia el Salón del Trono, subiendo la escalinata principal del Ermitage en medio de una muchedumbre de visitantes del museo, cuando oyó el grito horrorizado de una mujer en el piso de arriba. Todo el mundo se quedó quieto, mirando hacia arriba.
– El zarevich -murmuró un hombre a su lado.
Alexander estaba de pie encima de la escalinata, mirando hacia abajo, aparentemente tan sobresaltado por el grito de la mujer como toda la gente allí aglomerada. Tenía las manos medio levantadas al aire, como si fuera un cirujano esperando a que le pusieran los guantes, y las tenía empapadas de sangre. Tenía también una mancha grande de sangre en la cara, y otra en la cazadora de piel.
– Dios del Cielo -masculló Marten, antes de empezar a moverse, lenta, cuidadosamente, subiendo la escalinata, usando a la gente que miraba a Alexander para ocultar su avance. De pronto, Alexander giró la cabeza y sus ojos se clavaron en los de Marten. Por un instante se quedaron quietos y luego, rápidamente, Alexander dio media vuelta y desapareció.
Alexander empujó una puerta y corrió hacia una escalera interior. Con el corazón acelerado, la mente ofuscada, apenas sentía los peldaños debajo de los pies mientras los bajaba a la carrera. Al pie había otra puerta. Por un instante brevísimo vaciló, luego tiró de ella y salió a un pasillo central de la primera planta. En una dirección estaba la Puerta de los Inválidos, por la que había entrado. En la otra, la escalinata principal en la que el hombre que estaba convencido que era Marten había estado en medio de la muchedumbre, mirándolo. En medio estaban los lavabos.
Alexander abrió la puerta del cubículo y se metió dentro. La cerró detrás de él y pasó el candado. Luego, abatido, apoyó una rodilla sobre el retrete y vomitó. Estuvo allí arrodillado, sintiendo las náuseas y vomitando, vaciando todo el contenido de su estómago, durante dos minutos enteros. Finalmente, con la garganta irritada, logró levantarse y tiró de la cadena, antes de enjugarse la boca y la nariz con papel higiénico. Luego trató de tirar el papel al retrete pero no pudo; lo tenía pegado a las manos y, por primera vez, se dio cuenta de la sangre que tenía en ellas.
De pronto se oyó una oleada de agitación y oyó a varias personas entrando en el baño desde el pasillo. El zarevich había sido visto en el edificio, arriba de la escalinata principal, decían. Iba ensangrentado, o al menos manchado de algo que parecía ser sangre. Había rumores de que habían asesinado a dos personas. Los equipos de seguridad habían precintado todo el segundo piso. El asesino podía estar en cualquier parte.
Lentamente, Alexander se inclinó hacia el retrete y metió las manos en el agua fría. Rápida, frenéticamente, se las frotó, tratando de limpiarse la sangre. De alguna manera hasta le parecía divertido, porque no sabía de quién era aquella sangre, si de Murzin o de la baronesa, o de ambos. Se frotó con más fuerza. La sangre se deshizo con la humedad, o al menos gran parte de ella. Era suficiente. Luego vio que tenía más sangre en los pantalones y en su chaqueta de aviador. Oyó que se abría la puerta de los lavabos y una persona, y luego otra, salieron.
Alexander entreabrió la puerta del cubículo un poco. Había un solo hombre, peinándose ante el espejo. Debía de tener treinta años, una altura y una complexión medias, e iba elegantemente vestido con un traje de cuadros de color crudo y una bufanda grande, azul marino, envuelta elegantemente en el cuello. Curiosamente, hasta en la escasa luz del lavabo, llevaba puestas unas gafas de sol tipo mosca.
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