Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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El hecho que estuviera allí contra los dictados de la baronesa no era un problema porque ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Por lo que ella sabía, sencillamente había dejado a Murzin atrás, como ella le exigió, y había subido al helicóptero rumbo a Moscú.

Había subido al helicóptero, desde luego, pero no para volver a Moscú y no antes de pedirle a Murzin que averiguara el paradero de Rebecca, y luego mandar personalmente un mensaje por radio a los FSO que la acompañaban para que no se separaran de ella hasta que Alexander llegara. Cuando se marchó del palacio, Murzin le advirtió que no llamara la atención de la gente aterrizando en la misma ciudad. Una maniobra así no haría más que complicar las cosas cuando el zarevich y Rebecca se marcharan de San Petersburgo. Rzhevka había sido la propuesta del piloto: necesitaban repostar, la ciudad se encontraba a poca distancia en coche del aeródromo y Murzin. Pudo arreglar que un coche del FSO estuviera esperando a Alexander cuando aterrizaran.

El propio Murzin había recibido instrucciones para que informara a la baronesa cuando hubiera localizado a la zarina en el Ermitage de San Petersburgo y luego fuera con un coche desde Tsarkoe Selo hasta la ciudad para recogerla y volverla a llevar al palacio. Una vez de vuelta con Rebecca, Murzin debería decirle a la baronesa que el zarevich había solicitado que Rebecca fuera trasladada directamente a Moscú para acudir a su cita con el presidente. Era un plan simple y conciso para sacarse a la baronesa y sus incesantes intromisiones de encima.

25:50 h

El Volga cruzó el puente de Alexander Nevsky y se metió por Nevsky Prospekt, sumergiéndose en la congestión de tráfico creciente de la hora punta. La caravana de vehículos era claustrofóbica. Alexander se sentía atrapado e incapaz de moverse, y ahora mismo el movimiento lo era todo para él, porque le mantenía el metrónomo interior en silencio. Si él se movía, el metrónomo no lo hacía. Pero allí sentado, totalmente indefenso en medio de aquel caos de camiones, autocares y turismos, empezaba a notarlo en movimiento dentro de él.

Bum, bum. Bum, bum.

El latido de su corazón como un leitmotiv de la fatalidad.

15:25 h

El tráfico avanzaba a rastras.

¡Él era el zarévich!. ¿Por qué no le abrían un carril para él solo? ¿No veía la gente su coche? No, ¿cómo iban a verlo? Iba en un simple Volga negro, no en una limusina. Ni tampoco iba en comitiva.

El latido de su metrónomo se hacía cada vez más fuerte.

¿Por qué había tenido Rebecca que ir de pronto a la ciudad? Y si era sólo para ir de compras, ¿por qué había ido al Ermitage? ¿Para comprar regalos? Tal vez, pero, ¿para quién? El gobierno se encargaba de los regalos de Estado, y si quería algo para ella, podía haberle pedido a un asesor que fuera al palacio. Era la zarina. Lo único que tenía que hacer era pedirlo.

De pronto se acordó de su pregunta sobre el paquete que se había llevado cuando salió a pasear con Marten en Davos.

– Llevabas un regalo contigo -le había dicho Rebecca-, un paquete envuelto bajo el brazo. ¿Qué era?

– No lo sé, no me acuerdo -le había mentido él.

Pero tal vez ella lo sabía, y por eso se lo preguntó, tratando de que negara su conocimiento. ¿Y si, de alguna manera, Marten había estado en contacto con ella mucho antes de su regreso a Rusia, y le había contado lo del cuchillo? Tal vez ésta fuera la razón por la que se había mostrado tan tajante al negarse a creer que su hermano estaba muerto, porque había hablado con él.

Por otro lado, tal vez ella no le hubiera preguntado nada del paquete. Tal vez sólo fuera su imaginación. Tal vez estuviera tan aterrorizado ante la idea de poder perderla que se estaba creando escenas imaginarias. Tal vez la baronesa tenía razón y el hombre al que habían visto en la estación con Kovalenko no fuera Marten.

Se tocó la cazadora de piel distraídamente, de la misma manera que lo había hecho en su vuelo desde Moscú a Tsarkoe Selo, para tranquilizarse y comprobar que la navaja seguía en su bolsillo interior, a mano.

– ¡Adelante el tráfico! ¡Adelántelo! -ordenó de pronto.

– Sí, zarevich -dijo su chofer del FSO, sacando de inmediato el Volga de su carril y acelerando. Rodeó un camión grande, le cortó el paso a un autobús y estuvo a punto de arrollar a un muchacho que iba en bicicleta hacia ellos, en la dirección contraria. Rápidamente, el chofer cortó hacia la derecha y subió por el lado interior mientras alcanzaban la rotonda de la plaza Vosstania.

25:55 h

El cuchillo. ¿Por qué había empezado otra vez a utilizar la navaja, después de haber matado a su medio hermano Paul con ella hacía veintiún años? ¿Sencillamente porque la había recuperado después de tantos años? ¿Era éste el motivo? ¿Una retribución de su propio amago de muerte en manos de la policía de Los Ángeles? ¿Una furiosa reacción al complicado juego de mantenerle alejado al que su padre y Albert Neuss habían jugado durante décadas? ¿O había algo más? ¿Lo utilizaba para exorcizar sus demonios? En vez de atacar a su madre, que se había pasado toda la vida de Alexander obsesiva y egoístamente retorciendo, manipulando y convirtiendo a su hijo en arma de venganza y en instrumento de sus ambiciones, Alexander había desatado su pasión homicida y había masacrado a sus víctimas cada vez con más encarnizamiento.

¿Y qué había de Marten, que seguía vivo sólo gracias al amor de Alexander por su hermana?

Tenía que ser el hombre al que el fartsovchik había visto con Kovalenko en la estación de tren. Alexander sabía el aspecto que Marten tenía la última vez que se vieron, en Davos. ¿Qué aspecto tendría ahora? ¿El pelo largo y una barba como en la foto de su visado, o flaco y afeitado como lo había descrito el fartsovchik? ¿Sería capaz de reconocer a Marten, si se encontraban cara a cara? Tal vez pudiera reconocerlo por los ojos, como lo había hecho en la foto del visado, pero tal vez no.

De pronto lo invadió una temible ironía. No sería más capaz de reconocer a Marten de lo que Marten lo habría reconocido a él en París, si Marten lo hubiera visto, o lo hubiera reconocido en el momento en que se encontraron cerca y cara a cara en Davos, tanto en la mansión como en el sendero de montaña. Si Marten estaba en San Petersburgo, si estaba en el Ermitage, podía estar a pocos palmos y Alexander jamás lo sabría.

El metrónomo batió con más fuerza.

15:59 h

42

Salón Malaquita. Museo del Ermitage, a la misma hora

Svetlana y una de las mujeres ancianas cuyo trabajo era vigilar las obras de arte mantenían a la gente alejada y miraban embobadas desde la puerta cómo la zarina y lady Clementine Simpson hacían una visita privada del que era probablemente el salón más imponente del Ermitage: una estancia de magníficas columnas de malaquita, tachonadas con figurillas de oro y malaquita, cuencos y urnas.

– Clem -sonrió Rebecca-. ¿Qué está ocurriendo? Tenías una sorpresa, ¿no? -Se mostraba coqueta, hasta boba, como si esperara que Clem le hubiera preparado algo muy frívolo y femenino.

– Ten paciencia -le dijo lady Clem con una sonrisa, y se acercó distraídamente a mirar por la ventana hacia el río Neva. Ahora, el sol de antes se había ocultado y el cielo aparecía gris y cubierto. Desde donde estaba tenía una buena vista del río y del muelle que había enfrente del Ermitage. Mientras miraba, una única embarcación se separó del tráfico del río y se acercó al muelle. Si ése era el barco que le habían dicho que esperara, desde luego no tenía que ver con la nave que Marten le había descrito. Ésta era una sencilla lancha de río, con asientos descubiertos y una pequeña cabina cubierta, y entonces miró más allá, río arriba, en busca de una embarcación más grande. Lo único que vio fue la hilera de tráfico fluvial y nada que se acercara al muelle, y entonces volvió a concentrarse en la lancha. A medida que se acercaba pudo ver a un hombre solo que estaba en popa. Era alto y tenía una melena de pelo gris y rizado. Era el hombre al que buscaba.

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