Podía parecer una locura, pero de momento estaba funcionando. Clem, que esperaba para cambiar de avión en Copenhague, había llamado a Marten con el móvil para decirle que ya había hablado con Rebecca justo antes de desayunar. La había localizado llamando sencillamente al Kremlin y diciendo quién era y, después de haber facilitado al Kremlin la información suficiente para que pudieran comprobar su linaje aristocrático, su llamada fue transferida a la secretaria de Rebecca en Tsarkoe Selo. Al instante Rebecca accedió a encontrarse con ella a solas en el Ermitage, del que lord Prestbury había sido patrono muchos años y en el que lady Clem, como su hija, tenía acceso a los salones privados.
Era casi la una del mediodía. En un poco más de noventa minutos Clem aterrizaría en el aeropuerto de Pulkovo y Marten y Kovalenko la recogerían con el coche alquilado y la llevarían a San Petersburgo. A las tres y media se encontraría con Rebecca en el Ermitage y empezaría a visitar el museo. A las cuatro, Clem y Rebecca entrarían en el salón del trono de Pedro el Grande, donde Marten y Kovalenko las estarían esperando. Si todo iba bien, a las cuatro y cuarto abandonarían el edificio por una puerta lateral e irían andando directamente hasta el muelle que había frente al museo donde, suponiendo que Kovalenko hubiera triunfado con el marinero de la melena gris, el tipo del bar, una embarcación fiable los estaría esperando. Marten, Clem y Rebecca subirían a bordo de inmediato y se meterían en la cabina para que nadie los viera. A los pocos minutos, el barco zarparía del muelle, descendería por el río Neva hasta el puerto de San Petersburgo y saldría al golfo de Finlandia, para hacer la travesía nocturna hasta Helsinki. Kovalenko se limitaría a devolver el coche de alquiler y a marcharse en el primer tren que saliera con destino Moscú.
Cuando el FSO se diera cuento de que Rebecca había desaparecido y diera la señal de alarma ya sería demasiado tarde. Podrían poner en alerta a todos los aeropuertos, registrar todos los trenes y detener a todos los coches si querían, pero no encontrarían a nadie. Incluso si sospecharan que se había fugado por mar, ¿cómo podían saber en cuál de los cientos de barcos que surcaban las aguas estaba? ¿Qué harían, pararlos a todos? Imposible. Aunque lo intentaran, para cuando la alarma hubiera sonado y los guardacostas rusos puestos a actuar la noche estaría ya cayendo y Rebecca, Clem y Marten se encontrarían ya al abrigo, o muy cerca, de las aguas internacionales.
Así que, con Clem de camino y Kovalenko negociando la disponibilidad del barco, el reloj había empezado la cuenta atrás. El enigma era ahora cómo y si el resto de las piezas del plan funcionarían sin desmontarse. El elemento más problemático era la propia Rebecca. La sencilla acción de salir de Tsarkoe Selo para trasladarse a San Petersburgo podía llegar a ser muy complicada si los agentes de seguridad protestaban. Pero suponiendo que llegara a San Petersburgo sin problema, no había manera de predecir lo que ocurriría una vez llegara al Ermitage y se encontrara con lady Clem, pensando que se encontraba allí para una sencilla y agradable reunión con una amiga y, de pronto, se encontrara cara a cara con Nicholas. Sería un momento con una alta concentración de emoción. Y cómo reaccionaría ante la verdad que tenía que contarle sobre Alexander al cabo de unos instantes, y si tendría la fuerza y el coraje de creerle y de marcharse de San Petersburgo en aquel momento, era algo totalmente distinto. Sin embargo, su huida dependía totalmente de esa reacción.
– Tovarich, quiere que le pagues ahora. -Kovalenko caminaba hacia él, con el marinero pisándole los talones-. Pensé que se fiaba de mí y que le podrías pagar más tarde. Tiene un barco y una tripulación que no hará preguntas, pero como se trata de un asunto arriesgado tiene miedo de que pase algo y luego no le pagues. Y desde luego, yo no dispongo del dinero que él pide.
– Yo… -Marten tartamudeó. Lo único que llevaba encima eran sus dos tarjetas de crédito y, por ahora, menos de cien euros en efectivo.
– ¿Cuánto pide?
– Dos mil dólares.
– ¿Dos mil?
– Da. -El marinero se puso al lado de Kovalenko-. Efectivo y por adelantado -le dijo, en inglés.
– Tarjeta de crédito -dijo Marten, rotundo.
El marinero hizo una mueca y movió la cabeza:
– Niet. Dólares en efectivo.
Marten miró a Kovalenko:
– Dile que es lo único que tengo.
Kovalenko se volvió hacia el marinero pero no llegó a hablar.
– Cajero -dijo el marinero bruscamente-. Cajero.
– Quiere… -empezó a explicar Kovalenko.
– Ya sé lo que quiere. -Marten miró al marinero-. Cajero. De acuerdo, de acuerdo -dijo, rezando para que entre las dos tarjetas dispusiera de bastante dinero en efectivo para cubrir aquel gasto.
Tsarkoe Selo, 14:16 h
Los jardineros levantaron la cabeza ante el repentino estruendo de hélices cuando el Kamov Ka-60 se acercaba apenas a unos cuantos palmos de las copas de los árboles para sobrevolar los pastos ocres de las enormes extensiones y las primeras plantaciones de los inmensos jardines formales. Volando por encima de un mar de fuentes y obeliscos, viró de pronto encima de una esquina del enorme palacio de Catalina y luego se dirigió directamente por encima de un denso bosquecillo de robles y arces, para aterrizar en medio de una humareda frente al imponente palacio de Alexander, de dos alas, fachada con columnas y cien habitaciones.
Los motores se apagaron de inmediato y Alexander bajó de la nave. Agachado bajo las hélices que todavía giraban, corrió ansioso hacia la puerta que llevaba al ala oeste del edificio. Durante la última hora se habían enfrentado a un viento de frente especialmente fuerte que los obligó a consumir mucho combustible y les redujo velocidad, lo cual había retrasado considerablemente su llegada y los forzaba a repostar fuel antes de regresar a Moscú. Eso significaba que disponía de poco tiempo para recoger a Rebecca y regresar a Moscú a tiempo para su cita con Gitinov.
Cuando llegó a la entrada, los dos agentes del FSO recién apostados en la misma se pusieron rígidos. Uno de ellos tiró de la puerta y Alexander entró.
– ¿Dónde está la zarina? -les preguntó a los dos agentes del FSO apostados justo en el interior-. ¿Dónde? -insistió.
– Zarevich -la voz de la baronesa retumbó aguda al fondo del largo pasillo de paredes blancas que tenían detrás. Inmediatamente, Alexander dio media vuelta. La baronesa estaba frente a una puerta abierta, a medio pasillo, bajo un fuerte haz de luz solar. Con el pelo recogido en un moño severo, llevaba una chaqueta ligera de visón sobre un traje pantalón tipo sastre, blanco y amarillo como siempre.
– ¿Dónde está Rebecca? -dijo, andando rápidamente hacia ella.
– Se ha ido.
– ¿Cómo? -el horror inundó el rostro de Alexander.
– He dicho que se ha ido.
La baronesa guió a Alexander a través de un dormitorio y luego por unas puertas dobles con grandes cortinajes que daban acceso al Salón Malva, el salón favorito de la esposa del zar Nicolás II, su propia Alexandra. Para la baronesa, la atracción singular de aquel salón no eran ni su color ni su historia, sino el hecho de que sólo se pudiera acceder a ella a través de un dormitorio y luego por aquellas puertas con cortinas, y por lo tanto era un salón protegido de las miradas y de los oídos indiscretos. Para estar todavía más protegidos, cerró la puerta detrás de ellos una vez dentro.
– ¿Qué queréis decir, que no está? -Alexander había aguantado el temple todo el tiempo que pudo.
– Le ha pedido a un FSO que la llevara a San Petersburgo.
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