Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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– ¿San Petersburgo?

– Se ha ido unos treinta minutos antes de que tú llegaras.

– Nicholas Marten está en San Petersburgo.

– De eso no puedes estar seguro. La única información de que dispones es que un detective del Ministerio de Justicia ha llegado a San Petersburgo en un tren procedente de Moscú, y puede que alguien lo acompañara.

– ¿Cómo os habéis enterado? -Alexander estaba atónito.

– Trato de mantenerme informada de lo que sucede a mi alrededor.

– El FSO tenía órdenes expresas de no dejarla salir de palacio.

– Es una mujer tenaz. -Una leve sonrisa cruzó el rostro de la baronesa.

Alexander reaccionó bruscamente:

– Vos sois la única persona lo bastante tenaz para esto. Fuisteis vos quien dio el permiso para que se marchara.

– Ella no es prisionera de tu imaginación -dijo la baronesa, eligiendo las palabras con cuidado-, ni de tus preocupaciones.

De pronto, Alexander se dio cuenta de todo:

– Vos sabíais que yo estaba de camino.

– Sí, lo sabía, y no quería que ella estuviera aquí cuando llegaras porque su presencia habría complicado las cosas todavía más. Que quisiera salir se adaptaba perfectamente a mis planes. -La mirada de la baronesa se volvió gélida-. La absoluta estupidez de tu viaje hasta aquí. Eres el zarevich, y con la cita más importante de tu vida a unas pocas horas, actúas como un colegial caprichoso que tiene un helicóptero del ejército con el que jugar.

Alexander ignoró su comentario.

– ¿Adonde ha ido?

– De compras. Al menos, eso es lo que me ha dicho.

Alexander se volvió hacia la puerta bruscamente.

– El coronel Murzin se pondrá en contacto por radio con los agentes del FSO que están con ella y ordenará que la vuelvan a llevar al palacio.

– No lo creo.

– ¿Qué?

– Ya tienes muchas posibilidades de llegar tarde a tu «té» con el presidente tal y como vas ahora; no voy a permitir que arriesgues todo lo que hemos planeado durante tantos años esperando a que te devuelvan a tu «zarina».

– ¡Está de compras! -Alexander estaba indignado-. ¡Atraerá a la muchedumbre! La gente sabrá que está en la calle. ¿Y si…?

– ¿Su hermano la encuentra? -Con frialdad, con serenidad, la baronesa le completó la frase.

– Sí.

– Entonces el coronel Murzin tendría que hacer algo, ¿no? -dijo ella, directamente, con la mirada todavía clavada en su hijo-. ¿Sabes lo que significa? -preguntó, con una voz que de pronto era amable, hasta distante, y que tenía la textura de la seda-. ¿Sabes lo que significa ser zar? -Sus ojos mantenían la mirada clavada en él hasta que dio media vuelta y se acercó a la ventana, para mirar a lo lejos-. Saber que tienes poder absoluto. Saber que la tierra y todo lo que hay en ella, sus ciudades, sus gentes, sus ejércitos, sus ríos y sus bosques, te pertenece.

La baronesa dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire. Luego, poco a poco, se volvió a mirarlo:

– Una vez coronado, querido, este poder será tuyo para siempre, para que jamás pueda arrebatártelo nadie, porque has tenido la formación y has vivido la orgía de sangre, y tendrás la fuerza y los medios para garantizarlo.

»Para mí, haberte dado la vida, haberte concebido con la semilla más noble de Rusia, ha sido la voluntad de Dios. Con el tiempo tendrás tus propios hijos y, a su vez, ellos tendrán los suyos. Ellos serán nuestros descendientes, todos ellos, querido, tuyos y míos. Hemos resucitado una dinastía. Una dinastía que será temida y adorada, y obedecida sin rechistar. Una dinastía que un día convertirá Rusia en la nación más poderosa de la Tierra. -Los labios de la baronesa dibujaron una sonrisa discreta. Luego, bruscamente, apretó los ojos y su voz se agudizó-. Pero, por todo esto, todavía no eres el zar. Dios todavía te está poniendo a prueba. Y Gitinov es su sable.

Lenta, casi imperceptiblemente, la baronesa se puso a cruzar el salón hacia Alexander, sin dejar de mirarlo ni un segundo.

– Un zar es un rey, y un rey ha de ser lo bastante sabio para conocer a sus enemigos. Para comprender que no puede arriesgar su futuro y el futuro de sus hijos por la desconfianza o la ambición de un simple político. Para darse cuenta de que hasta que el trato esté hecho y la corona repose totalmente sobre su cabeza, el futuro rey está todavía a la merced del político.

»El presidente Gitinov es poderoso y astuto y muy peligroso. Se debe jugar con él como el instrumento cruel que es. Ha de ser mimado y acariciado, hay que darle vueltas como si fuera una marioneta hasta que confíe totalmente en que no eres ninguna amenaza para él, en que no serás nunca más que una figura simbólica contento con permanecer a su sombra.

La baronesa llegó hasta Alexander y se detuvo delante de él, con los ojos todavía clavados en los suyos, poderosa e inquebrantable:

– Una vez esto superado, la corona será nuestra -susurró-. ¿Lo entiendes, mi amor?

Alexander quería dar media vuelta y alejarse de ella, pero no podía hacerlo; la fuerza de la baronesa era demasiado potente.

– Sí, baronesa -sintió que decían sus labios, y su voz, como amortiguada-. Lo entiendo.

– Pues entonces deja a Murzin aquí conmigo y regresa de inmediato a Moscú -le dijo, tajante.

Durante un rato largo Alexander no hizo nada más que quedarse allí de pie, mirándola envuelto de un silencio adormecido, con todo su ser superado por dos pensamientos, uno tal vil como el otro. ¿Quién acabaría llevando la corona, en realidad? ¿Él o ella? ¿Y quién era realmente la marioneta: Gitinov o él mismo?

– ¿Me has oído, cariño? -el tono enfadado de su voz lo sacudió.

– Yo… -empezó a decir, a reaccionar.

Alexander la miró un instante más, deseando ser claro con ella de una vez, decirle de una vez por todas que estaba harto de sus manipulaciones y todo lo que las acompañaba. Pero sabía, por su experiencia de toda la vida, que una reacción tal no haría más que desencadenar una nueva tormenta. Aquí, como siempre, frente a ella no había ninguna posibilidad de ganar.

– Nada, baronesa -dijo, finalmente, antes de girar sobre sus talones y marcharse.

39

San Petersburgo, 15:18 h

El Ford beis cruzó en puente de Anichkov y prosiguió por la concurrida Nevsky Prospekt, los Campos Elíseos de San Petersburgo, su Quinta Avenida. El coche no tenía nada de especial, era uno de los miles de vehículos que circulaban por la ciudad. Dentro de unos minutos aparecería la aguja dorada del edificio del Almirantazgo a orillas del río Neva. Y entonces, directamente enfrente del mismo, el inmenso edificio barroco del Ermitage.

– Déjeme en Dvortsovy Prospekt, justo delante del río. -Lady Clem miró a Kovalenko, tras el volante, desde el asiento del copiloto-. Hay una entrada lateral en la que le he pedido a Rebecca que me esperara. Allí habrá un guía personal que nos hará una visita privada por el museo. Eso debería bastar para deshacernos del FSO, al menos durante un buen rato.

– Eso suponiendo que llegue hasta aquí. -Marten se inclinó nerviosamente hacia delante, desde el asiento de atrás.

Tovarich -dijo Kovalenko, mientras reducía velocidad detrás de un abarrotado autobús urbano-, en algún momento tendremos que confiar en la suerte.

– Sí -dijo Marten, antes de reclinarse otra vez. Clem también se reclinó, y Kovalenko permaneció atento a la conducción.

Clem estaba todavía más guapa de lo que Marten recordaba. Se le cortó la respiración cuando la vio acercarse desde la cola de los pasaportes en el aeropuerto de Pulkovo, andando hacia ellos con las gafas de sol, un jersey de cuello alto de cashmere, pantalones negros y gabardina ocre Burberry, con el gran bolso de piel negra colgado estilosamente al hombro.

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