Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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De pronto, Clem cruzó el salón y abrió la puerta principal.

– Svetlana, la zarina desea ver al Salón del Trono.

– Por supuesto.

El recorrido por el pasillo que llevaba del Salón Malaquita hasta el Salón del Trono era corto y no les llevó casi tiempo. Un cartel advertía que el salón se encontraba cerrado durante toda la tarde.

– Svetlana -dijo Clem, deteniéndose frente a la puerta-. La zarina y yo deseamos estar un rato a solas.

Svetlana vaciló y miró a Rebecca, quien asintió con la cabeza.

– Las espero aquí-dijo Svetlana.

Spasiba -dijo lady Clem con una sonrisa, y luego abrió la puerta y ella y Rebecca entraron.

43

Alexander pudo ver la aguja dorada del enorme y extenso viejo edificio del Almirantazgo enfrente de ellos. En el extremo más alejado del mismo estaba el río Neva, y directamente en frente, la plaza del Palacio, con un acceso trasero al Ermitage dentro de su círculo de edificaciones.

– Mande un mensaje por radio a los FSO que custodian a la zarina -le dijo a su chofer-. Que la bajen a la Puerta de los Inválidos de inmediato.

– Sí, zarevich. -El chofer redujo la velocidad, se accedió a la plaza y cogió su receptor de radio.

Nicholas Marten advirtió un aluvión de movimiento al entrar las dos mujeres; luego Clem cerró la puerta y ella y Rebecca los miraron, a él y a Kovalenko, que las estaban esperando.

Marten vio como a Rebecca se le cortaba la respiración al verlo. El momento fue increíble y, por un brevísimo instante, el tiempo pareció detenerse.

– ¡Lo sabía! -gritó Rebecca, antes de cruzar el salón apresuradamente. Y lo abrazaba, lo miraba, lloraba y se reía-. ¡Nicholas! ¿Cómo? ¿Cómo, Nicholas?

De pronto, como si recordara ahora con quién había venido, se dio la vuelta y miró a Clem:

– ¿Cómo lo sabías? ¿Cuándo? ¿Por qué ha tenido que ser a escondidas del FSO?

– Tenemos que irnos. -Kovalenko se puso al lado de Marten. Entrar en el Salón del Trono era una cosa (lo único que tuvo que hacer fue mostrar su documento del Ministerio de Justicia) pero salir de allí y llegar a la embarcación sería muy distinto si no actuaban con rapidez.

Al verlo, el rostro de Rebecca se llenó de perplejidad.

– ¿Quién es? -preguntó, mirando a su hermano.

– El inspector Kovalenko. Detective de homicidios para el Ministerio de Justicia ruso.

– Nicholas -intervino bruscamente Clem-. Alexander ha viajado de Moscú a Tsarkoe Selo hace poco rato. Sabe dónde está Rebecca. Viene de camino hacia aquí.

Rebecca miró preocupada de Marten a Clem. Advirtió el miedo y la aprensión en ambos.

– ¿Qué ocurre?

Marten le tomó la mano con fuerza.

– En París te dije que Raymond podía estar todavía vivo.

– Sí…

– Rebecca -Marten quería decírselo con cuidado, pero no había tiempo-, Alexander es Raymond.

– ¿Qué? -Rebecca reaccionó como si no lo hubiera oído bien.

– Es cierto.

– No puede ser -dijo, y dio un paso hacia atrás, horrorizada.

– Rebecca, por favor, escúchame. Tenemos muy poco tiempo antes de que el FSO aparezca por esta puerta. Alexander llevaba un paquete envuelto para regalo cuando él y yo salimos a pasear en la finca de Davos, ¿te acuerdas?

– Sí -susurró Rebecca. Se acordaba. Hasta le había preguntado a Alexander por aquel paquete. Entonces había sido solamente una idea que le había venido a la cabeza y la había intrigado, pero él reaccionó enojado a su pregunta, de modo que decidió no volver a hablarle del tema.

– Cuando estábamos lejos de todos y en aquel puente, de pronto lo desenvolvió. Dentro había un cuchillo grande y muy afilado. -Súbitamente, Marten se abrió la chaqueta de pana y se levantó el jersey-. Mira.

– No. -Rebecca se volvió de espaldas, espeluznada ante la visión de la cicatriz irregular y sinuosa encima de la cintura de Marten. Aquél era el motivo por el cual Alexander había reaccionado de manera extraña cuando ella le mencionó el paquete. Creyó que había supuesto lo que había dentro.

– Intentó matarme, Rebecca. Del mismo modo que mató a Dan Ford y a Jimmy Halliday.

– Lo que le está diciendo es la verdad -dijo Kovalenko, con cautela.

Rebecca temblaba. Trataba de luchar contra la realidad, hacía lo imposible por no creérselo. Miró a Clem, deseando que le dijera que se equivocaban.

– Lo siento, cariño -le dijo Clem sincera, cariñosamente-. Lo siento muchísimo.

La boca de Rebecca se retorció y sus ojos se llenaron de dolor e incredulidad. Lo único que podía ver era a Alexander, cómo la miraba, cómo siempre la había mirado. Con toda su delicadeza, su respeto y su amor incondicional.

La estancia en la que se encontraba le daba vueltas. Aquí, en este salón, en este edificio espléndido, estaba la inmensa e imponente historia de la Rusia imperial. Detrás de ella, tan cerca que casi podía tocarla, estaba el trono dorado de Pedro el Grande. Todo, todo aquello, pertenecía a Alexander por derecho dinástico. Formaba parte de él y ella tenía que compartirlo. Sin embargo, delante de ella estaba su amado hermano y, con él, su mejor amiga. Y con ambos, un policía ruso. Pero Rebecca seguía sin querer creérselo. Tenía que haber alguna respuesta, alguna explicación distinta, pero ahora sabía que no la había.

Marten vio la pálida fragilidad, la horrible y agónica inquietud, la misma mirada de terror, de pérdida y de horror que le había visto en la masacre del almacén ferroviario, cuando Polchak la tenía como rehén mientras intentaba matar a su hermano. Si Rebecca tenía que hundirse en aquel estado traumático por tercera vez en su vida, sería ahora, pero él no podía permitir que ocurriera.

Mirando a Clem rodeó a Rebecca con un brazo, guiándola hacia la puerta.

– Tenemos una embarcación esperándonos -dijo, con voz autoritaria-. Nos va a sacar de aquí. A ti, a Clem y a mí. El inspector Kovalenko se asegurará de que así sea y de que todos estamos a salvo.

– Puede que tengamos un barco, puede que no -dijo Clem en voz baja.

– ¿Qué quieres decir? -se sobresaltó Marten.

– ¿No está en el muelle? -preguntó Kovalenko-Bueno, está, eso sí, y tu marinero de la melena gris está dentro. Pero es una lancha de río, y si crees que Rebecca y yo vamos a cruzar el golfo de Finlandia lleno de hielo en ella en medio de la noche, será mejor que te lo replantees.

Se oyeron unos golpes bruscos a la puerta y apareció Svetlana.

– ¿Qué ocurre? -dijo Clem.

– Los del FSO suben a llevarse a la zarina. El zarevich la está esperando.

De pronto Rebecca se recuperó:

– Por favor, déjenos solos y dígale al FSO que bajaré en un instante -dijo, mirando a Svetlana, con aire majestuoso y sin demostrar ninguna emoción.

– Sí, zarina. -Svetlana salió de inmediato y cerró la puerta detrás de ella.

Rebecca miró a Marten.

– Por muy grave que sea lo que Alexander ha hecho, no puedo dejarle sin decirle nada. -Se volvió rápidamente y se acercó al trono. A su lado había un libro de invitados abierto y ella arrancó una página en blanco y cogió el bolígrafo que había al lado.

Marten miró a Kovalenko.

– Vigila la puerta -le dijo, y luego se acercó rápidamente a su hermana-. Rebecca, no nos queda tiempo.

Ella levantó la vista. Era una mujer fuerte y con voluntad propia. -No puedo marcharme sin hacerlo, Nicholas. Por favor.

44

Alexander corrió desde el Volga hasta la Puerta de los Inválidos del museo.

Dentro no había nadie, ni siquiera el guardia que acostumbraba a vigilar la puerta. Corrió por un pasillo. Los visitantes del museo se paraban, boquiabiertos, a medida que lo iban reconociendo.

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