Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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– El zarevich, el zarevich.

Alexander ignoraba las caras que lo miraban y el murmullo creciente de su nombre y seguía avanzando. ¿Dónde estaba el FSO? ¿Dónde estaba Rebecca? Justo enfrente vio a una mujer uniformada que salía de la tienda de recuerdos.

– ¿Dónde está la zarina? -le preguntó, autoritario, con el rostro ruborizado de furia-. ¿Dónde está el FSO?

No lo sabía, le balbució la mujer, horrorizada de que el zarevich se estuviera dirigiendo a ella directamente y absolutamente paralizada.

– ¡Olvídese! -Siguió corriendo. ¿Dónde estaban? ¿Por qué habían desobedecido sus órdenes? El metrónomo palpitaba más fuerte; algo horrible estaba pasando. Estaba a punto de perderla, ¡lo sabía!

¡Zarevich! -gritó una voz fuerte desde detrás de él. Se detuvo y se volvió.

– ¡Todos los agentes del FSO han subido al Salón del Trono! -Su chofer del FSO corría hacia él, con el radio receptor en la mano que bullía con una tormenta de comunicaciones solapadas del FSO.

– ¿Por qué? ¡Está ella allí? ¿Qué ha pasado?

– No lo sé, zarevich.

– ¡Por aquí! -dijo Kovalenko tajante cuando salían por la puerta lateral del museo, la misma puerta por la que había entrado lady Clem. El ruso iba delante, luego Clem, y luego Marten con Rebecca. Marten rodeaba a su hermana con un brazo, y la gabardina de Clem le servía para cubrirle los hombros y la cabeza, tanto para protegerla de las miradas públicas como para abrigarla del viento frío que procedía del río.

A los pocos segundos, Kovalenko los había hecho cruzar Dvortsovaya Naberezhnaya, el boulevard que había entre el museo y el río, y los llevaba apresuradamente hasta el muelle, donde el marinero del pelo gris los esperaba fumando junto a una lancha de río amarrada.

– ¡Ey! -le gritó Kovalenko cuando se acercaban.

El marinero tiró el cigarrillo al agua y se dirigió rápidamente en la popa para destensar las amarras.

– ¿No piensa usted llevar a la zarina por alta mar en este trasto, supongo? -Kovalenko estaba plantado ante el marinero, señalando la lancha con un dedo-. ¿Dónde coño está el barco que habíamos pactado?

– Tenemos una barca pesquera anclada en el puerto, pero no podíamos amarrarla aquí arriba sin que todos los policías de San Petersburgo se preguntaran qué demonios estábamos haciendo. Ya debería usted saberlo, amigo -dijo el marinero, levantando una ceja-. ¿Qué pasa, no se fía de mí?

Una levísima sonrisa cruzó el rostro de Kovalenko; luego, bruscamente, se volvió hacia los otros:

– ¡Abordo!

El marinero equilibró la lancha contra el muelle mientras Marten ayudaba a Rebecca y a lady Clem por la pasarela y las observaba desaparecer dentro de la cabina. Luego el marinero tiró del amarre y se encaramó por la pasarela delantera.

– ¡Vamos! -le gritó a Marten.

– Por la mañana estarán en Helsinki. -Kovalenko estaba tan cerca de Marten que ninguno de los otros podía oírlo, ni ver el Makarov automático que tenía en la mano, ofreciéndoselo a Marten por el mango-. ¿Y tú qué piensas hacer?

– ¿Yo qué pienso…? -Marten se lo quedó mirando. Así que esto era lo que había planeado desde hacía tanto tiempo. Los tanteos sobre su pasado, la amistad cuidadosamente trabada, la rapidez y facilidad con la que Kovalenko le había tramitado el pasaporte y el visado, la conversación sobre el cáncer terminal de Halliday y su extraordinaria dedicación a la brigada. Alexander era Raymond, y sabía que Kovalenko lo había sabido desde hacía mucho tiempo. Pero la única manera de demostrarlo era probar que sus huellas digitales coincidían con las que había en el disquete de Halliday, y ahora esto había desaparecido, víctima del protocolo y la política. Sin embargo, todavía había que hacer algo con Raymond como zarevich de Todas las Rusias. El cómo y el qué debían de haber estado rondando por la cabeza de Kovalenko desde París. Éste era el motivo por el cual había tanteado tanto sobre el pasado de Marten. Sin tener más remedio que contestar, Marten le había dicho pequeñas mentiras, informaciones que podían ser comprobadas. Y al final le había dado a Kovalenko lo que necesitaba: un hombre que protegía su verdadera identidad, que sabía cómo matar y que tenía varias razones muy personales para ejecutar a Raymond.

– Tú sabes quién soy. -La voz de Marten era apenas un susurro.

Kovalenko asintió lentamente con la cabeza.

– Llamé a la Universidad de California en Los Ángeles. No había ningún Nicholas Marten que hubiera asistido a la universidad en el período que tú dijiste haber estudiado. Sin embargo, sí hubo un John Barron matriculado. Además, tovarich, la brigada tenía seis hombres. Se sabía qué había sucedido con sólo cinco de ellos, de modo que, ¿qué había sucedido con el sexto? Juntar las piezas no es muy difícil, en especial si estás donde yo estoy.

– ¡Nicholas! -gritó Rebecca detrás de ellos. Al mismo tiempo, se oyó un ruido estridente del motor, mientras el marinero lo arrancaba.

Kovalenko ignoró a los dos.

– El Ermitage está lleno de gente. El zarevich no sabrá el aspecto que tienes, ni tampoco el FSO.

Los ojos de Marten se dirigieron hacia el arma automática que Kovalenko tenía en la mano. Tenía la sensación de que un giro enorme del destino lo había transportado desde un garaje vacío de Los Ángeles hasta el corazón de San Petersburgo.

Kovalenko podía estar exigiendo lo que Roosevelt Lee había pedido. Podía haber dicho tranquilamente, «por Red», o «por Halliday», o «por Dan Ford». O, incluso, «por la brigada».

– ¿Para quién demonios trabajas? -masculló Marten.

Kovalenko no le contestó. En vez de hacerlo, miró hacia el Ermitage.

– Está ahí, probablemente en el Salón del Trono en el que hemos estado, o al menos, cerca de él. Estará furioso por lo de la zarina y amonestando a los FSO asignados a su custodia. Ni él ni ellos prestarán demasiada atención a lo que sucede a su alrededor. El museo está lleno de gente. Luego no será tan difícil escapar entre la muchedumbre, en especial si uno sabe exactamente adonde tiene que ir.

Tendré el coche esperándote en Dvortsovy Prospekt, en la puerta por la que acabamos de salir.

La mirada de Marten cortó al ruso por la mitad.

– Serás hijo de puta… -murmuró.

– Tú decides, tovarich.

– ¡Nicholas! -volvió a gritar Rebecca-. ¡Vamos!

De pronto Marten alargó el brazo, cogió el Makarov con una mano y se lo metió dentro del cinturón, por debajo de la chaqueta. Luego se volvió, mirando primero a Rebecca y luego a Clem.

– ¡Llévatela a Manchester, yo me reuniré allí con vosotras! -Marten las miró unos segundos más, tratando de grabar aquella imagen en su memoria. Luego se volvió y se empezó a alejar por el muelle.

– ¡Nicholas! -oyó gritar a lady Clem detrás de él-. ¡Sube al maldito barco! -Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba cruzando Dvortsovaya Naberezhnaya y se dirigía hacia el Ermitage.

45

Mi querido Alexander,

Con toda la tristeza de mi corazón te comunico que no volveremos a vernos nunca más. Este destino no nos pertenecía. Echaré siempre de menos lo que pudo haber sido.

Rebecca

El latido del metrónomo retumbaba. Alexander se quedó helado, mirando fijamente aquella hoja de papel arrancada del libro de invitados con la caligrafía que tan bien conocía.

Los tres FSO asignados a Rebecca, más el que lo había llevado en el Volga hasta el museo, estaban apartados y en silencio, observando, temerosos por su propio futuro. Lo único que sabían era que cuando habían llegado al Salón del Trono, lo habían encontrado vacío. Se hizo sonar una alarma general y el edificio fue registrado por el personal de seguridad. A los cuatro agentes del FSO se les ordenó que permanecieran junto al zarevich. Sólo Dios sabía lo que pasaría a continuación.

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