Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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»¿Quién se ha trabajado al triunvirato durante casi dos décadas enteras, juntos y por separado, obtenido su confianza, metiéndose dentro de sus mentes, escuchando sus problemas, entregándoles dinero, mucho dinero, para sus causas? ¿Quién les convenció de que la única manera de dar estabilidad al país y construir un espíritu nacional duradero era restaurar la monarquía? ¿Quién los convenció para que exigieran que Peter Kitner se apartara a favor tuyo? -dijo, con una furia creciente-. ¿Quién?

– Vos -susurró él.

– Exacto, yo. Así que escúchame cuando te digo que todavía ahora existe mucha amargura entre el Presidente y el triunvirato. Te recuerdo que fueron ellos los que presionaron a los miembros de las dos cámaras del Parlamento para que restauraran la monarquía. Y lo hicieron porque yo convencí a cada uno de ellos que hacerlo no era sólo por el interés de Rusia, sino en el de su propia institución. Y fue por esto que ellos, y su influencia, lo arreglaron.

»El presidente, por otro lado, temió secretamente desde el principio que tú le hicieras sombra a ojos del pueblo. Y este temor ya ha sido traducido en realidad con la atención que el público te ha dispensado. Él sabe lo que significa ser un personaje célebre, y cree que ya acumulas demasiado poder.

»Ya es lo bastante grave que, a tres semanas de la coronación, le hayas dado motivos para sentirse incómodo. Pero si puede convertir su propia preocupación en temor por la seguridad nacional, convenciéndolos de que eres una fuerza presuntuosa y perturbadora, y si esta preocupación llega al Parlamento o a alguno de los tres, ni siquiera mi influencia y tu popularidad podrán evitar que nuestro plan se debilite hasta el punto que podría convocarse una nueva votación parlamentaria que podría llegar a disolver la monarquía antes de que llegue a reinstaurarse. Sería una votación que para el presidente Gitinov -su voz adquirió un tono gélido- sería un regalo de Dios.

– ¿Qué queréis que haga?

– El presidente ha accedido amablemente a tomar el té contigo a las seis de esta tarde en el Kremlin, donde, se le ha dicho, le presentarás tus disculpas por cualquier malentendido que ayer se hubiera podido producir y le tranquilizarás, en términos muy directos, sobre tu falta de ambición respecto a cualquier asunto que no ataña al bien del pueblo ruso. ¿Está claro -vaciló un segundo, y luego suavizó el tono-, cariño?

– Sí. -Alexander tenía la mirada perdida, humillado, no veía nada.

– Pues entonces ocúpate de que así sea.

– Sí -Alexander respiró con fuerza-, madre.

La oyó colgar el teléfono y por unos instantes se quedó allí quieto, furioso de rabia. La odiaba, odiaba a Gitinov, los odiaba a todos. Era él el zarevich, no ellos. ¿Cómo se atrevían a ponerlo en duda, a él o a sus motivos? En especial cuando había hecho todo lo que le habían pedido y había accedido a todo.

Al otro lado de la azotea podía ver la silueta oscura del helicóptero, con las puertas abiertas y las hélices girando al ralentí. ¿Qué tenía que hacer, olvidarse de Marten y devolver el helicóptero? De pronto vio un movimiento en la puerta de la nave; luego Murzin salió de la misma y se le acercó rápidamente, con una radio de dos bandas en la mano. Estaba claro que algo había ocurrido.

– ¿Qué ocurre?

– Kovalenko, el inspector de homicidios del Ministerio de Justicia que acompañaba a Marten en Davos, ha sido visto bajando de un tren a las ocho y veinticinco en San Petersburgo, procedente de Moscú.

– ¿Lo acompañaba Marten?

– Al principio se le vio solo, pero luego otro hombre se ha reunido con él dentro de la estación.

– ¿Marten?

– Es posible, pero este hombre iba afeitado y llevaba el pelo corto, y Marten pasó por el control de pasaportes con barba y el pelo largo.

– ¿Cuánto cuestan unas tijeras y unas maquinillas de afeitar? -Alexander podía sentir el latido de su corazón y con él la desagradable oleada de angustia que lo invadía al sentir que el metrónomo se le disparaba de nuevo-. ¿Dónde están ahora Kovalenko y su amigo?

– No lo sabemos, zarevich. El fartsovchik que lo ha visto no sabía ni siquiera si valía la pena avisar sobre Kovalenko, y ni tan solo lo ha seguido. Al fin y al cabo, Kovalenko no era el hombre que le habían mandado buscar. Y si se consulta con el Ministerio de Justicia, resulta que Kovalenko está de vacaciones. Su esposa lo ha confirmado, y ha dicho que se marchó sin compañía ayer para acampar y hacer montañismo por los Urales. Al parecer está siguiendo un programa para recuperar la forma física.

– San Petersburgo no está en los Urales. -Alexander se ruborizó de rabia-. Kovalenko ya fue retirado de la investigación una vez, ¿por qué ha vuelto?

– Lo ignoro, zarevich.

– Pues entérese. Y esta vez averigüe exactamente en qué departamento del ministerio está y el nombre de la persona que le da las órdenes.

– Sí, zarevich.

Alexander miró a Murzin durante una décima de segundo. Luego desvió la vista y Murzin pudo ver la mueca que le cruzaba el rostro, como si sufriera algún tipo de dolor interno. Al cabo de un instante Alexander volvió a mirarlo:

– Quiero a todos los avtoritet, fartsovchik, blatnye y patsani de San Petersburgo alertados -dijo con frialdad-. Quiero que encuentren de inmediato a Kovalenko y al tipo que lo acompaña.

36

10:57 h

Moscú desapareció bajo las nubes cuando el helicóptero Ka-60 se elevó bruscamente y luego se estabilizó para poner rumbo fijo al palacio de Tsarkoe Selo.

Madre, había llamado Alexander a la baronesa. Era un término que no había utilizado desde la infancia, y no sabía por qué lo había hecho ahora, excepto que estaba enfadado y lo hizo. Pero ni su rabia ni la de ella, mientras lo aleccionaba sobre Gitinov, serían nada al lado de la furia que podía esperar cuando lo viera llegar a Tsarkoe Selo. El motivo por el que había ido no le interesaría para nada, ni siquiera le preocuparía. Sus sentimientos y preocupaciones personales no tenían ninguna importancia y, ahora que lo pensaba, nunca la habían tenido. Ella ya había perpetrado su venganza sobre Peter Kitner. Lo único que importaba ahora, y tal vez siempre, era la monarquía y sólo la monarquía.

Maldita sea Rebecca, había dicho la baronesa. Pues bien, Rebecca no sería maldita. Ni por la baronesa ni por nadie. Ni tampoco la perdería por culpa de su hermano.

De pronto se volvió hacia Murzin, levantando la voz por encima el rugido de los motores.

– Hay que quitarle de inmediato el teléfono móvil a la zarina. Si pregunta por qué, hay que decirle que le volvemos a cambiar el número y necesitamos el aparato para reprogramarlo. Tampoco hay que pasarle ninguna llamada de ningún otro teléfono, móvil o fijo.

»En caso de que decida hacer ella una llamada, habrá que decirle que hay un problema con la centralita principal y que se está reparando. Bajo ningún concepto hay que permitirle que tenga contacto con nadie de fuera de palacio, ni tampoco ha de permitírsele que salga del recinto.

»Por otro lado, no hay que alarmarla ni dejar que crea que ocurre nada fuera de lo normal, ¿está claro?

– Por supuesto, zarevich.

– Otra cosa. Doble el número de guardias en la muralla del perímetro del palacio y adjunte una unidad canina a cada patrulla. Al mismo tiempo, aposte cuatro agentes del FSO en cada entrada y salida del palacio, dos dentro y dos fuera. No se debe permitir la entrada de nadie al palacio que no cuente con la autorización directa mía o de usted, y sólo previa identificación. Esta orden incluye a todos los proveedores, empleados del servicio, personal del palacio y miembros del FSO, a quien hay que decir sencillamente que hemos aumentado la seguridad a medida que se acerca la fecha de la coronación. ¿Alguna pregunta, coronel?

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