Pasaron más caras. Hombres, mujeres, Alexander podía ser cualquiera. De pronto recordó los trucos y las astucias funestas de Alexander en Los Ángeles. Al mismo tiempo, recordó la advertencia de Dan Ford en París. «No sabrás lo que trata de hacer hasta que sea demasiado tarde. Porque, para entonces, tú estarás en el mismo agujero que él y luego… ya está.»Marten se llevó la mano al Makarov de su cinturón y siguió andando, pasando con la mirada de un rostro a otro. Alexander estaba allí, en algún lugar, lo sabía.
De pronto, el cielo tapado y acerado que había cubierto San Petersburgo durante casi toda la tarde dio paso a un sol brillante justo cuando se estaba poniendo por el horizonte. En pocos segundos la ciudad entera quedó bañada en una impresionante luz dorada. Cogió a Marten por sorpresa y se detuvo a mirarla. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en el mismo puente por el que había visto cruzar a Alexander, y miró a su alrededor. El movimiento que había debajo le llamó la atención y vio a un hombre con traje de cuadros que avanzaba rápidamente a lo largo del canal y que se acercaba a las escaleras que llevaban hasta el lugar donde él estaba.
Alexander tenía la mano en la barandilla de las escaleras y miraba hacia arriba cuando se quedó petrificado. Marten estaba arriba, mirando hacia él. Una brisa ligera revolvía el pelo de Marten, y él, la ciudad y el cielo estaban teñidos de un amarillo brillante.
Tranquila, hasta fríamente, Alexander dio media vuelta y volvió a marcharse por donde había venido. Al fondo del canal, la catedral de Nuestra Señora del Kazan resplandecía, bañada en la misma luz dorada. Unos peldaños bajaban del puente también por ese lado, y le pareció ver a alguien vagamente familiar descender por ellos.
Aceleró el paso. No había necesidad de mirar. Sabía que Marten bajaba por las escaleras detrás de él. Caminaba, no corría, con pasos calculados, manteniéndolo en el punto de mira, pero sin forzarlo. Si corría, Marten correría. Sí, cabía la posibilidad de perderlo, pero había muchas más posibilidades de que dos hombres corriendo llamaran la atención, y sabía que la policía rondaba por ahí porque todavía podía oír sus sirenas. Estaban buscando a la persona que había matado a la baronesa y al coronel Murzin del FSO, y al hombre de los lavabos del Ermitage. No debían de tener ni idea de quién era, ni de qué aspecto tenía. Pero ahora también estarían buscando a otra persona, un hombre con traje de cuadros que acababa de matar a dos muchachos en Nevsky Prospekt.
De modo que había que seguir andando, pensó, dejar que Marten se acercara. Finalmente lo comprendió. Marten estaba aquí ahora, igual que había estado tras cada uno de sus movimientos. Estaba aquí porque era donde tenía que estar. Era el motivo por el cual se habían enfrentado en Los Ángeles, por el cual Alexander se había enamorado de su hermana, tal vez incluso por el cual había dejado las huellas sangrientas. Marten era una parte integral de su sudba, su destino. Rebecca le había dicho más de una vez lo mucho que se parecían él y su hermano. Sus habilidades y su coraje estaban a un mismo nivel excepcional; lo mismo que su valentía, voluntad y tenacidad. Y los dos habían regresado de la muerte. Marten era el último guante que Dios le echaba, un guante feroz, la última prueba de su capacidad para alcanzar la grandeza que Dios esperaba de él.
Esta vez, y de una vez por todas, Alexander lo conseguiría, le demostraría a Dios que era capaz de volver de la inconsciencia en la que se encontraba.
Debería ser fácil. Todavía tenía el revólver y la navaja. Marten había estado en el Ermitage. Lo único que tenía que hacer era matarle, luego poner sus huellas en la navaja y la navaja en su bolsillo, y el pueblo ruso vería de qué material estaba hecho su zarevich. Se convertiría en el héroe que, él solo, había perseguido al asesino de la baronesa y del coronel Murzin por las calles de San Petersburgo y finalmente lo había matado. Después de eso ya no habría más preguntas sobre el traje de cuadros o los hombres muertos en Nevsky Prospekt o en el lavabo del museo. Todos ellos, afirmaría, eran cómplices del asesino que había intentado matarlo. Ni tampoco tendría ninguna necesidad de llegar hasta el helicóptero. El helicóptero iría hasta él.
Más adelante había otro puente que cruzaba el canal. Era un puente para peatones. El Bankovski Most, el puente de la orilla, se llamaba. Era precioso, antiguo, clásico, con dos grifones de grandes alas doradas a ambos lados. A la izquierda había una serie de edificios de tres y cuatro plantas, de piedra y ladrillo. Nada más. Siguió andando, de espaldas a Marten.
Tardó poco tiempo en llegar al puente. Cuando lo hiciera, sacaría el arma automática de Murzin de su cinturón, luego lanzaría el bolso hacia un lado como medida de distracción, se volvería y dispararía.
Marten estaba a veinte metros detrás de él cuando vio a Alexander que se cambiaba de mano en bolso robado y miraba directamente delante de él, al puente que cruzaba al otro lado del canal. Entonces fue cuando vio a Kovalenko. Estaba en la otra orilla y se mantenía un poco por detrás de él, sin perderlo de vista. Marten sabía que Kovalenko era listo, pero no lo había visto nunca disparar y no sabía si era consciente de la rapidez letal y la extrema puntería de Alexander con las armas de fuego. Si Alexander tomaba el puente y reconocía a Kovalenko, éste era hombre muerto.
– ¡Raymond!
Alexander oyó a Marten gritar detrás de él. Siguió andando. Cinco pasos más y estaría en el puente. Los grifones eran unas estatuas enormes de bronce y resultarían una protección excelente. Marten estaría solo en la pasarela sin cubierta posible. Sentía el Grach ligero, hasta hábil en su mano. Tan sólo le llevaría un disparo, y sería entre los ojos.
Marten se detuvo y levantó el Makarov con las dos manos, entrenando el ojo en la nuca de Alexander.
– ¡Raymond! ¡Alto! ¡Ahora!
Alexander puso una media sonrisa y siguió andando.
– ¡Raymond! -volvió a ordenar Marten-. ¡Última oportunidad! ¡Quieto! ¡O disparo ahora mismo!
Durante un instante brevísimo Marten no hizo nada. Luego, lentamente, su dedo se apoyó en el gatillo del Makarov. Una sola explosión atronadora resonó por todo el canal y los edificios de alrededor. Cascotes del pavimento resquebrajado explotaron a los pies de Alexander.
Pero Alexander lo ignoró y siguió andando. Estaba casi en el puente. En su mente, Marten ya estaba muerto. Deslizó la mano derecha dentro del pantalón y tomó el Gracht en su cintura.
Tres pasos, dos.
Ya estaba en el puente.
Dejó caer el bolso de su mano.
Marten ya estaba en el suelo y rodando de lado cuando Alexander se volvió, con el Grach en la mano. Marten se levantó sobre los codos, apuntando a Alexander con el Makarov, mientras las ideas se le agolpaban en la cabeza, todos los botones que Kovalenko había tocado antes: «Por Red, por Dan, por Halliday. Por la brigada».
Apretó el gatillo justo en el momento en que Alexander disparaba. Se oyó un rugido atronador de disparos. Trozos de cemento le saltaron a la cara y por un momento se quedó ciego. Luego se le aclaró la vista y vio a Alexander tambaleándose hacia atrás, con la pierna izquierda hecha un picadillo de sangre y cuadros. Entonces su pierna cedió y todo él cayó al suelo, con el arma automática deslizándose sobre el pavimento.
Alexander vio a Marten levantarse y dirigirse hacia él, con el Makarov entre las dos manos. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que estaba en el suelo y de que el Grach había caído delante de él. Trató de levantarse a recoger el arma, pero no pudo. Tenía la sensación de que estaba tumbado sobre algo mullido, como si hubiera caído sobre una cama de hojas secas. De pronto vio a Marten detenerse y mirar más allá de él. Rápidamente, se volvió para saber qué era lo que había atraído la atención de Marten.
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