Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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Eso era todo. Ninguna nota adicional, ninguna firma. Lo único que contenía. Pero era obvio que lo había mandado Kovalenko. Marten no le había hablado nunca de I.M. ni de las llaves de la caja fuerte, pero la información estaba allí de todos modos. Maltsev era obviamente el I.M. con quien Raymond/Alexander debía encontrarse en el Penrith's Bar de Londres. Las especialidades letales de Maltev dejaban muy claro que el plan original desarrollado por la baronesa y Alexander un año atrás debían de haber consistido en que Maltsev se cargara a Kitner y su familia muy poco después de que éste hubiera sido presentado oficialmente a la familia Romanov y luego obligado a abdicar, de manera que quedaba eliminada cualquier posibilidad de replanteamiento que pudiera haber surgido a posteriori.

Hasta sin la nota de identificación, Kovalenko se había revelado como un hombre exhaustivo y que se preocupaba. Era su manera de atar las cosas y dar credibilidad documental a lo que habían pasado juntos. Cómo se las había arreglado para obtener la huella del LAPD, no había manera de saberlo, excepto que tenía que venir del disquete de Halliday, que Kovalenko se vio obligado a entregar a su superior. Lo más probable era que hubiera pensado que algo así podía ocurrir y se hubiera preparado haciendo una copia del disquete de antemano, sin decírselo a nadie, ni siquiera a Marten.

El cómo, cuándo o por qué de las acciones de Kovalenko ya no importaba. Era su información, y su generosidad de compartirla, lo que importaba. El resultado era que Marten tenía en su posesión una prueba irrefutable de que Alexander Cabrera y Raymond Oliver Thorne eran una y la misma persona. Además sabía que, con toda posibilidad, Alexander había sido entrenado en el arte de matar por Murzin y Maltsev, y que Murzin, y tal vez Maltsev también, habían sido empleados directamente por la baronesa. Eso llevó a Marten -y, estaba convencido, a Kovalenko- a creer que había sido la baronesa quien había ordenado el asesinato de Peter Kitner y su familia, por no decir nada de encargarle a Alexander que asesinara a Neuss, a Curtay y a los Romanov de América.

¿Qué le había dicho Marten a Kovalenko cuatro meses atrás, cuando el ruso lo acompañó a pasar el control de pasaportes en Pulkovo, para tomar su vuelo nocturno a Helsinki?

– Hay algo que no comprendo. ¿Por qué robó el bolso de la mujer? ¿Por dinero? ¿Cuánto podría haber sacado, y para qué lo necesitaba? Si no llega a hacerlo y hubiera seguido andando, es casi seguro que habría logrado escapar.

Kovalenko se limitó a mirarlo y a responder:

– ¿Por qué mató a su madre?

Estas ideas y preguntas llevaron a otras. Y a lo que Kovalenko había dicho casi al mismo tiempo. Era sobre lo que hay que tener para ser policía y «la crueldad que a veces es necesaria, el hecho de matar sin remordimientos y pasando por encima de la ley que han jurado respetar cuando las circunstancias lo requieren».

Kovalenko hablaba de los policías en general, pero Marten sabía que no lo decía en ese sentido. La mayoría de policías, los que él había conocido y con los que había trabajado en Los Ángeles, primero en el coche patrulla y luego como detective de Robos y Homicidios, creían como él que estaban para hacer respetar la ley y no para crear la suya. Al hacerlo, trabajaban duro muchas horas, a veces sin que nadie se lo agradeciera, para ser considerados a menudo, por la prensa y por la opinión pública, como seres corruptos o ineficientes, o ambas cosas a la vez. La mayoría no eran ni lo uno ni lo otro. Sencillamente, tenían un trabajo increíblemente difícil y peligroso por el que recibían una atención irracionalmente cruel. Lo que Kovalenko quiso decir era algo más y estaba guiado por la misma línea de razonamiento que pertenecía a Red McClatchy. Un razonamiento profundo, complejo y muy oscuro. Y aunque estuvieran separados por miles de kilómetros y ejercieran en esferas políticas totalmente distintas, ambos hombres trataban con lo que consideraban la misma verdad: que había personas y situaciones que la ley, el público y los legisladores no estaban preparados para tratar, de modo que el problema de qué hacer con ellos caía en sus manos. Hombres como McClatchy y Polchak, Lee y Valparaiso, y hasta Halliday, y, por supuesto, Kovalenko, que asumían este tipo de responsabilidad en sus manos y se apeaban de la ley para hacerlo. En eso, Kovalenko estaba en lo cierto cuando dijo que Marten no era este tipo de policía. No lo había sido entonces ni lo sería nunca. Él no era como ellos.

Eso, por sí mismo, planteaba una pregunta: ¿quién era Kovalenko y para quién trabajaba? Dudaba de que jamás lograra saberlo, y tal vez tampoco quería hacerlo. Se preguntaba, también, si las cosas hubieran sido distintas en San Petersburgo y Alexander no se hubiera escapado como lo hizo, si Marten le hubiera matado en el Ermitage como Kovalenko deseaba y luego hubiera salido por la puerta lateral, en la que Kovalenko lo esperaba, si el ruso no lo habría matado allí mismo, liquidando al asesino del zarevich cuando intentaba escapar y, de esa manera, hubiera puesto punto y final a la historia. Era algo, pensaba ahora, que le preguntaría en persona si alguna vez se volvían a ver.

Se estaba haciendo de noche y Marten sintió el tirón de la marea bajo los pies mientras andaba por el agua a la orilla del mar. La única luz que había era la proveniente de los últimos rayos de sol en el horizonte, y entonces dio media vuelta sobre el oleaje y se encaminó de regreso a su coche. Rebecca había reaccionado con una fuerza admirable. Incluso apareció ante las dos cámaras del Parlamento ruso para darles las gracias por su amabilidad y apoyo en el terrible periodo posterior al asesinato del zarevich. Luego mantuvo una reunión privada con el presidente Gitinov, durante la cual recibió su pésame personal y también le dio las gracias. Luego, sencillamente pidió poder volver a su vida anterior en Suiza, y eso fue exactamente lo que hizo. Ahora se encontraba allí sana y salva, protegida por agentes especiales de la policía cantonal de Neuchâtel y cuidando de nuevo a los hijos de los Rothfels.

Después de todo aquello, Marten sabía que tenía que estar agradecido y lo estaba. Sin embargo, había una cosa que todavía seguía resultándole difícil de aceptar, y ésta era el auténtico linaje de Rebecca. La confirmación estaba toda en la oficina de Alexander de Lausana, como él mismo le había prometido, el expediente completo -obtenido, en sus propias palabras, a base de dinero e insistencia- que seguía su rastro hasta su infancia, en los archivos de la residencia House of Sarah para madres solteras en Los Ángeles. Este rastro llevaba hasta alguien llamada Marlene J. en un lugar desconocido, y luego hasta alguien llamado Houdremont en Port of Spain, Trinidad, y luego hasta un tal Ramón, en Palma de Mallorca, y luego a una tal Gloria, también en Palma. Y, finalmente, a su familia real en Copenhague. El informe del ADN estaba también allí, y había visto los suficientes para saber que era auténtico, o al menos, lo parecía mucho. Sin embargo, conociendo a Alexander -o Raymond, o como quisiera llamarse- y conociendo a la baronesa y lo que había hecho y lo que era capaz de hacer, ¿quién podía estar seguro de nada? Podía ser que todo fuera cierto, o podía ser que todo hubiera sido tramado astutamente para fabricarle a Rebecca el linaje real necesario para convertirla en la esposa del zar de Todas las Rusias. Pero ¿qué podía hacer ahora? ¿Pedirles a Rebecca y al príncipe y a su esposa que se sometieran de nuevo a una prueba del ADN? ¿Con qué fin, aparte de su propia satisfacción? Rebecca tenía ahora un padre y una madre a los que consideraba suyos y a los que quería, y dos personas que habían perdido una hija habían recibido lo que creían un milagro. ¿Cómo podía arriesgarse a destruir algo así? La respuesta era que no podía hacerlo.

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