Abandonó bruscamente el barracón en el que trabajaba y fue en busca de Adolfo. Lo encontró en su despacho, con un montón de papeles sobre la mesa. Entró sin llamar, sin saludar.
– Adolfo, por lo que se ve ya estás enterado de la movida, así que no hace falta que disimulemos, ¿de acuerdo?
El tono era tan agresivo que Adolfo se asustó. Bien, se dijo, era inevitable, debía bregar con aquello. Intentó que su voz se oyera serena:
– Siéntate, Ramón, por favor.
– No hace falta. Dime cómo te has enterado.
– Santiago vino a verme. Dejará la obra dentro de quince días.
– ¡Vaya, ya sabes más que yo! Dicen que el marido es siempre el último en tener noticias.
– No lo sabe nadie más.
– Pues que se enteren, que se enteren de cómo las gasta ese hijo de puta seduciendo a la mujer de un compañero.
– Ramón, siéntate y tranquilízate un poco, te lo ruego.
Se sentó con violencia. Adolfo no recordaba haberlo visto nunca tan alterado.
– Ya has visto qué mujer tiene, una especie de borracha crónica que no lo deja en paz. Se ve que la mía le pareció mejor. Así son las cosas.
– Mira, Ramón, el trago es duro, nadie lo duda. Y todo lo que yo te diga no te va a servir de mucho. Pero me gustaría que tuvieras presente una cosa: todos somos gente civilizada. Por eso, para que nunca tengas que arrepentirte de alguna acción irreflexiva o alguna palabra mal dicha, lo mejor es conservar el control de ti mismo.
– No te preocupes, no voy a manchar la reputación de nuestra magnífica empresa con escándalos.
– No lo digo por eso, Ramón, la empresa me importa tres cojones en estos momentos. Pero no quiero que te precipites actuando o hablando mientras estás tan dolido. Lo más razonable es intentar serenarse, afrontar todo esto con la mayor frialdad posible. Y te aseguro que comprendo muy bien lo que sientes.
– ¡Ah, no, eso no, es el último lugar común que esperaba oír de ti! ¿Es que Manuela va a abandonarte, te ha amenazado siquiera alguna vez con hacerlo? Nunca, ¿verdad? ¿Te has visto alguna vez en la tesitura de aparecer ante tus compañeros de trabajo como un gilipollas a quien le birlan la mujer en sus propios morros? Bueno, pues no me digas que sabes cómo me siento, porque no es verdad. Tú no sabes qué es sentirse como una mierda, Adolfo, y así es como me siento yo.
Se levantó bruscamente y salió. Adolfo no intentó retenerlo, era inútil. Suspiró profundamente y se pasó las manos por la cara en un gesto de desolada preocupación. «Los hombres tranquilos es lo que tienen -pensó-, van callando, van callando y al final las tensiones acumuladas los hacen saltar con más violencia que al resto. Y no hay nadie inmune a la tensión, nadie. Todos somos más parecidos de lo que creemos. Somos todos prácticamente iguales.» Ramón se equivocaba al pensar que él no imaginaba cómo debía de sentirse. Era muy consciente del viacrucis por el que debía de estar pasando. Todos somos iguales, un sueco y un italiano, un chino y un senegalés. Reaccionaba igual un peón que un ingeniero. Claro que la base cultural del ingeniero acabaría por hacer su aparición y moderaría sus reacciones. Si bien en el caso del peón sería el sentido común lo que se manifestaría, haciéndole también rebajar la fuerza del incendio interior. Nunca llegaba la sangre al río entre gente normal. Él esperaba que la sangre se quedara bien lejos en aquella ocasión.
Miró los papeles que tenía delante, llenos de cálculos, los planos, el ordenador encendido que palpitaba, con un salvapantallas de pececitos expuesto. Trabajar se iba a hacer complicado durante unos días. Confiaba en que la obra no se resintiera demasiado. Era verdad que la empresa le importaba tres cojones en aquel momento, pero no tanto como para poder permitirse aguantar que le pegaran una bronca desde España cuando enviara los resultados de aquel último mes.
¡Joder, allí estaban los ingenieros, todos menos don Ramón! ¡Y eso que los lunes no solían pisar El Cielito! Daba lo mismo, como solía concluir siempre en aquellos casos, estaba fuera de su horario laboral. Se dirigieron a una mesa y los saludó levantando la jarra de cerveza. Por fortuna, nadie se acercó a la barra a tomarle el pelo haciéndose el simpático. Perfecto, siguió charlando con Rosita sin preocuparse más de su presencia. Pero, para su sorpresa, una hora más tarde entró Ramón Navarro y, contra toda costumbre, se sentó a su lado. Al principio creyó que sólo iba a pedir una bebida para llevársela a la mesa de sus compañeros, pero no fue así. Pidió, en efecto, un tequila y se sentó para, aparentemente, degustarlo en amable conversación. Rosita se retiró.
– ¿Qué tal, Darío, cómo va tu vida?
– Pues ya ve, echando una canita al aire.
– Es lo mejor que puedes hacer, muchacho.
O estaba volviéndose loco o el ingeniero se encontraba bastante bebido. Le extrañó sobremanera, era el menos bebedor de todos, pero luego pensó filosóficamente que siempre existe una primera vez, o al menos una excepción. Continuó desgranando tópicos que dieran la impresión de estar manteniendo una charla animada.
– Ni que lo diga, don Ramón, correrse una juerga cada tanto es básico, por lo menos mientras siga estando soltero.
– ¿Y después te portarás bien?
– Desde luego. Esto lo tomo como una especie de vacaciones previas al matrimonio. Porque yo nunca he sido un juerguista, no vaya usted a pensar. En España lo máximo que hacía era tomar una copa muy de tarde en tarde con los amigos. Debe de ser este país, que pone la sangre caliente.
Vio cómo su interlocutor se quedaba callado, mirando fijamente el interior de la jarra como si fuera una bola de cristal que fuera a revelarle el futuro. Entonces se levantó y se dirigió a la mesa donde estaban sus colegas. Una vez allí, se plantó ante Santiago y se quedó mirándolo sin pronunciar palabra. Santiago se puso en pie y, en ese momento, sin un solo grito, sin una sola emisión de voz, recibió un tremendo puñetazo en la cara que estuvo a punto de derribarlo. Hubo un estremecimiento general y los clientes de El Cielito fijaron la vista en la escena. Darío, paralizado por lo que acababa de presenciar, se quedó inmóvil en la barra, con los ojos redondos e inexpresivos como dos relojes. Desde allí contempló cómo Adolfo y Henry se levantaban inmediatamente y sujetaban a Ramón, aunque éste no hizo ademán de intentar nuevas agresiones. Santiago se limpió la boca, y en un tono de voz tranquilo se dirigió a Ramón:
– Por favor, escúchame, te ruego que hablemos.
Estas palabras tuvieron la facultad de volver a excitar al receptor, que intentó abalanzarse sobre Santiago, pero fue sujetado por Henry y Adolfo. Éste se volvió hacia Darío con cara furiosa y le hizo una seña enérgica para que acudiera. El joven lo hizo, pero Ramón estaba cada vez menos combativo y no fue necesaria una tercera persona para inmovilizarlo. Entonces, el jefe, intentando que su voz sonara imperativa pero no se oyera demasiado en el local, resopló:
– Señores, ya es suficiente. No quiero ni un gesto más. Esto se ha acabado. Y si tenéis que hablar ya lo haréis otro día y en otro lugar. Ahora nos vamos.
Sujetando aún a Ramón, Henry y él comenzaron a caminar hacia la salida, pero era un simple acompañamiento porque ya no forcejeaba para soltarse. Adolfo le dijo a Santiago en voz baja:
– No tardes menos de una hora en volver al campamento.
Éste asintió, recogió una de las sillas, caídas durante la confusión del momento, volvió a sentarse y miró a Darío, que seguía perplejo.
– ¿Te importa traerme una cerveza, Darío? O mejor trae dos y te sientas un rato conmigo.
Tenía sangre en el labio. Darío se lo hizo notar con un leve gesto. Los clientes mexicanos, que habían dejado cualquier actividad para observar qué sucedía, reemprendieron sus partidas de cartas, sus charlas y sus tragos sin el menor signo de haber sido interrumpidos. Darío fue a la barra, y Rosita, mientras le servía las cervezas, le preguntó en un susurro:
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