– Es la primera noticia que tengo.
– En absoluto, te lo comenté, estoy seguro.
– Pues yo estoy segura de que no.
– ¿Vamos a discutir por eso?
– Me parece un buen motivo.
– ¿Por qué?
– Está bien, dejémoslo; pero deberías procurar no ser tan despistado.
– Y tú no estar siempre tan ensimismada cuando te hablo.
Me quedé sola frente a un café que ya estaba frío. La fragilidad de la armonía doméstica es llamativa, pensé, y acto seguido me pregunté cómo me vestiría aquella noche.
Mientras íbamos a la fiesta en nuestro coche, Marcos me sacó de mi oscuro mutismo.
– Hueles a naranjas verdes.
– Sí, es un nuevo perfume. Sueños de Levante o Brisas de Levante… no sé, nunca acierto con los nombres. De todas maneras tengo la sensación de que huele a chinches de campo.
– ¿Por qué estás enfadada, Petra?
– No estoy enfadada, estoy preocupada.
– ¿Por qué?
– Por todo.
– Ése es un índice alto de preocupación.
– No bromeo. Estoy preocupada por tus hijos, y también por la cena a la que vamos.
– Sí, me imagino que los chicos te han sometido a un tercer grado esta mañana, no tuve más remedio que contarles algo, lo mínimo. Pero ¿la cena?
– Temo que tus colegas me miren con curiosidad malsana. ¿Saben que soy policía?
– Supongo que unos sí, otros no… ¿Eso es importante?
– Desde luego. Pensarán qué hace alguien como tú casado con una tía de la bofia.
Soltó una leve carcajada.
– Mira, Petra, si nos preocupáramos por todo lo que la gente puede pensar o decir nos pasaríamos la vida sumidos en un pozo de angustia. Olvídate, sólo tienes que preocuparte por las cosas que tú puedes controlar.
– ¡Joder!, ¿por qué no escribes libros de autoayuda en vez de proyectar casas? Pareces budista o algo así.
Me miró de reojo. No parecía dispuesto a iniciar una discusión conyugal. Yo tampoco. Hubiera sido injusto. Él llevaba razón, no puedes pretender que todas las facetas de tu vida encajen milimétricamente formando un ingenioso puzzle . Aunque lo cierto era que el matrimonio había complicado mi puzzle y me sobraban piezas por todos lados. De modo que seguí preocupándome un rato más. Estaba convencida de que muchos de los colegas de mi marido sabían que era policía y me mirarían con expectación. ¿Por qué un policía excita la curiosidad de la gente más que ningún otro oficio? ¿Porque tenemos fama de estar encallecidos y ser un poco cabrones? ¿Porque nos ocupamos del mal? Sería más lógico que la sociedad se intrigara frente a un entomólogo, una cantante de fados, un investigador de células madre. Pero no, en cuestión de interés morboso los polis estamos a la cabeza de la clasificación.
Tras la cena tuve que reconocer que se trató de una velada discreta, con invitados de modales amables y conversaciones anodinas. Todo estaba estudiado para que nadie incomodara a nadie, para que las palabras pasaran como soplos de brisa sin fuerza ninguna. Nadie preguntaba lo que en realidad deseaba saber y las mentes de todos parecían vagar lejos, por cualquier otro lugar. Aquél no era mi mundo, pero ¿dónde estaba mi mundo? Podía afirmar con rotundidad que tampoco en las cenas de comisaría. Quizá no perteneciera a ningún mundo. En cualquier caso, la extrema corrección de las reglas burguesas que allí ejercitábamos permitía decir sin decir, pensar sin pensar, estar sin estar. Un limbo cómodo.
A la vuelta, no pude por menos de comentarle a Marcos:
– Creo que yo no pinto nada en las reuniones de tu vida profesional.
Con gesto contrariado me preguntó:
– ¿Y pinto yo algo en las tuyas?
– Tampoco.
– Entonces, ¿qué sugieres que hagamos?
– Dejar de asistir a los compromisos que el otro tiene.
– Las cosas no funcionan así. Ambos tenemos nuestro trabajo, nuestra historia pasada, pero habrá que compartir algo, ¿no te parece?
– ¿Una cena social?
– Me gusta que la gente te conozca. Estoy orgulloso de ti.
– ¡Ya compartimos otras cosas!
– ¿Cuántas, y quién determina si son suficientes o no?
Estaba compungido, pero firme y sereno. De pronto me vi a mí misma como una niña egoísta y caprichosa.
– Marcos, no quiero que te enfades conmigo.
– No lo estoy.
– Sí lo estás, y te aseguro que no lo soportaré. Si te enfadas me matricularé en tibetano para poder largarme a uno de esos putos santuarios donde no se pega ni golpe.
– Petra, eres una maldita guripa grosera y mal hablada.
– Ah, ¿sí, y qué más?
– Tu perfume huele fatal.
Intercambiamos una mirada sonriente y amorosa.
Dos días de insistencia fueron suficientes. Debió tratarse de una tozudez delirante, o bien fue ejercida sobre los centros neurálgicos de la cuestión; fuera como fuese, dos días más tarde el caso del asesinato en el convento había sido transferido desde la policía autonómica a la Policía Nacional y, una vez allí, se nos había asignado a Garzón y a mí. No podía creerlo, cuando el comisario Coronas nos lo comunicó, como si fuera la cosa más natural del mundo, no supe si atribuir el hecho a los siglos de consecuciones de la Iglesia católica o a la singularidad de la madre Guillermina. Supuse que ambas cosas habían sido copartícipes. Lo más curioso fue que no sabía si alegrarme o no de aquel giro imprevisto. Por una parte, la intriga del asunto no había dejado de ocupar un lugar en mi mente. Por otra, nos enfrentábamos a un asesinato que tenía todo el aspecto de ser endemoniadamente complicado. Por si fuera poco, la peculiaridad del caso, con momia robada incluida, atraería a los medios de comunicación y tampoco era desdeñable como incordio la presión que las comunidades cistercienses y corazonianas ejercerían sobre las pesquisas. Garzón había escuchado el encargo de Coronas como si estuviera sonado. Ni siquiera añadió sus preguntas a las mías cuando planteé:
– Pero, comisario, la investigación ya debe haber comenzado.
– Ahora les daré el nombre de los responsables de los Mossos que la llevan. Tienen que pasarles a ustedes toda la información.
– Pues no estarán precisamente contentos.
– No les quedarán más cáscaras. El pacto se ha gestado en las alturas políticas. No subestimen nunca la fuerza del elemento eclesiástico. Eso sirve también para advertirles de que quiero un trabajo bien hecho y, sobre todo, rápido. Con esta coña del traspaso tendremos a todo el mundo pendiente de nosotros, al margen de lo llamativo que el caso pueda ser.
– Oiga, comisario, ¿y Asercio?
– ¿Y quién coño es Asercio?
– La momia desaparecida.
– ¡Joder, Petra!, no tenía ni idea de que se llamara así. Pues Asercio… ¿qué es lo que quiere saber exactamente?
– Se trata de un robo. ¿Eso también tenemos que investigarlo nosotros?
– A nadie se le ha ocurrido que pueda estar desvinculado del asesinato de fray Cristóbal; de modo que…
– De modo que la momia va en el lote.
– En estas circunstancias no sé si valoro demasiado su sentido del humor, Petra. ¿Por qué no se ponen a trabajar de una maldita vez? Supongo que no tengo ni que mencionarles que los informes diarios deben estar puntualmente registrados en el ordenador. Piensen que el jefe superior se ha interesado en el caso. ¿Me explico?
Se había explicado bastante bien, pero mientras caminábamos por el pasillo, Garzón no daba síntomas de haber entendido ni sus palabras ni ninguna otra comunicación humana. Decidí ejecutar una intervención de urgencia en su cerebro.
– ¿Se encuentra usted mal o anda solidarizándose con la momia?
Se paró en seco y me miró con gesto bobalicón.
– ¿Por qué me dice eso?
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