– ¡Coño, Petra, ahora sí que me has jodido! He preguntado un par de veces y no habéis averiguado una puta mierda. ¿Qué quieres que haga, que me invente yo las jodidas basuras que se inventan ellos?
– ¡Dijiste que los mantendrías ocupados con declaraciones que no contuvieran nada sustancial! Teóricamente tú sabías hacerlo.
– Oye, Petra, ¿pero tú qué te crees, que los tíos a los que debo enfrentarme son monjas de la caridad como las del convento de la momia de los cojones? ¡Son plumillas de sucesos, lo más tirado que hay dentro de la profesión, y te aseguro que tienen el culo pelado de ruedas de prensa y que si no les dices nada con chicha se ponen de un borde que no hay quien los aguante! Entonces es peor que no convocarlos; también se inventan cosas pero a mala hostia.
– ¡Basta, Villamagna, cierra la compuerta de las groserías que ya te he entendido!
– De acuerdo, ¿pues qué quieres que les diga? A ver. Si al capullo ése del juez no le pasa por la polla declarar el sumario secreto ya me contarás. Pero yo les digo lo que tú me mandes. Ahora mismo nos pegamos una sentada tú y yo y voy apuntando.
Era un enfrentamiento meramente nominal, sin verdadera acritud, pero en él nos encontró Garzón cuando vino a buscarme. Como si se tratara de un mayordomo británico de los de la antigua escuela me dejó caer un suavísimo:
– Inspectora Delicado. El comisario Coronas desea vernos en su despacho a la mayor brevedad posible.
Segura de que estaba pitorreándose lo miré con enojo:
– Ya voy, querido colega, transmítale al comisario mi intención de personarme inmediatamente.
– ¡Joder! -masculló Villamagna-. ¿Y yo qué hago mientras tanto, me la casco?
– Es una opción -dije quedamente mientras salía.
Coronas estaba como siempre, es decir, sobrepasado o aparentando estarlo por causa del trabajo y las responsabilidades.
– Siéntense, por favor -concedió como una prima donna dispuesta al sacrificio. Cuando lo hubimos hecho, levantó la vista de su ordenador y dio un suspiro de madre abnegada.
– Y bien, señores, veo que sus progresos, si es que los hay, son lentos y titubeantes. No es mi intención apresurarlos ni agobiarlos demasiado porque comprendo que este caso es mucho más endiablado de lo que aparentaba en un principio. Sin embargo, nos encontramos con el problema de la presión mediática, que no sólo no ha cedido sino que va incrementándose más a cada día que pasa. Supongo que han leído ustedes las soplapolleces que se han publicado últimamente.
– Así es -afirmó Garzón de modo innecesario.
– Muy bien, ustedes pueden permitirse el lujo de ignorarlas, pero yo, cada vez que aparece una historia publicada, tengo que dar la cara frente a mis superiores que, dicho sea sin ánimo de crítica, suelen ponerse histéricos.
– Sí, señor, acabo de hablar con el inspector Villamagna, pero…
– Quieta, Petra, aún no he acabado. Quería informarles de que, tal y como les anuncié, he contratado la ayuda externa de un psiquiatra de lujo: el doctor Beltrán.
– ¿Y con quién debe pasar consulta: con nosotros, con los periodistas, con los superiores?
– No se haga la graciosa, Petra. El doctor Beltrán es especialista en mentes perturbadas con delirios de tipo religioso.
– Pero señor, hicieron falta dos tipos para levantar la urna donde estaba la momia robada, y dos fueron las personas que, según la testigo, transportaron la momia hasta una furgoneta. ¿Usted cree que eso concuerda con la figura de un psicópata que actúa en la sombra obsesionado con su idea?
– Según el doctor hay psicópatas, siempre de gran inteligencia, que son capaces de convencer a personas de escasa voluntad para que los secunden en sus propósitos.
Di un suspiro de desánimo que Coronas fingió no haber oído.
– Además… -prosiguió-… y aquí enlazo con la primera parte de mi discurso, este psiquiatra nos ayudará a dar explicaciones a los periodistas porque, hasta donde sé, posee un estilo muy didáctico ya que acaba de publicar un libro de divulgación psicológica en una importante editorial.
– ¿Quiere esto decir que debemos abrir una línea de investigación que contemple la posibilidad de un psicópata asesino y ladrón de reliquias? ¿Y con qué pruebas, señor?
– Bueno, deberán escuchar lo que vaya determinando el doctor Beltrán después de haber contemplado el caso a la luz de sus conocimientos. De todas maneras les recuerdo que siguen ustedes trabajando sin que exista la más mínima hipótesis consistente y que la única prueba fiable es un cartel del asesino proponiendo un juego; lo cual se trata de un proceder típico psicopático.
Iba a decir algo, pero me callé. Coronas, encantado de verme tan modosa, sonrió levemente.
– ¿Alguna pregunta? -dijo para echarnos pronto. Descubrí por el rabillo del ojo que Garzón se rascaba tras la oreja como solía hacer cuando se estrujaba las meninges y, antes de que hubiera preguntado cualquier cosa insensata, lo atajé poniéndome en pie.
– ¿Y cuándo se incorpora el doctor Beltrán?
– Mañana, a partir de mañana -respondió el comisario abismándose de nuevo en las profundidades de su ordenador.
En el pasillo, Garzón había concluido el rascado de su oreja, que esta vez no le había dado buenos resultados, ya que exclamó:
– De verdad que ahora sí que no entiendo un carajo.
– Pues está claro como el agua. ¿No lo ve?: el comisario nos endosa a este médico y de esa manera mata dos pájaros de un tiro: proporciona material a los periodistas, que estarán felices con la idea de meter a un psicópata en la historia, y al mismo tiempo, le dice a sus superiores que ya trabajamos con una hipótesis en la que estamos ahondando. Por su parte, el psiquiatra promociona su libro y se cubre de gloria.
– ¡Pero es que lo del psicópata es absurdo!
– ¿Usted sería capaz de descartarlo?
– No sé, Petra, no sé; todo esto me parece un engaño.
– Nadie ha dicho que no lo sea, Fermín. Pero no se preocupe, nosotros obraremos en consecuencia.
– ¿Y eso qué significa?
– Que seguiremos investigando a nuestro aire. Al psiquiatra, para que nos deje en paz, le soltaremos a Sonia que será quien trate con él. Ya veremos qué pasa; será interesante comprobar quién sobrevive a quién.
– ¡Pero, inspectora, nos la podemos cargar con todo el equipo!
– Bueno, si nos echan de la policía usted siempre puede abrir un gabinete pedagógico para niños difíciles y yo… yo me quedo como ama de casa y me dedico a hacer soufflés .
Villamagna se quedó de una pieza cuando le dije:
– Muchacho, asunto solucionado: a partir de ahora despacharás con un psiquiatra que se incorpora a las pesquisas.
– ¡No jodas! ¿Un loquero? ¿Y para qué?
– No te pagan por buscarle utilidad a las cosas. Vas a estar encantado, ya verás. ¿Tú sabes la cantidad de páginas que se pueden llenar con informes mentales?
– Si a mí me da igual; como si quieren contratar a un cantaor de flamenco; aunque hay que reconocer que un psiquiatra da mucho juego.
– Pues todos contentos -concluí.
Por la noche llegué tarde a casa. Marcos ya estaba durmiendo. Recordaba perfectamente que estábamos enfadados, pero no por qué. Mejor no refrescar la memoria. Me tumbé a su lado procurando no despertarlo, pero se dio la vuelta y me abrazó. Sin dirigirnos ni una sola palabra hicimos el amor arrullados por mugidos de sueño, de placer. Luego nos dormimos. ¿Quién ha dicho que hablando se entiende la gente?, un lugar común más.
El doctor Beltrán era una eminencia, debíamos estar muy agradecidos de que hubiera aceptado colaborar con nosotros. Había desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en Estados Unidos, de donde no hacía mucho que había regresado, y su actividad actual era incesante: daba clases en la escuela judicial, trabajaba como psiquiatra en el Clínico, pronunciaba conferencias en numerosos e importantes foros, acudía a congresos internacionales y en el tiempo que le quedaba libre, escribía libros de divulgación, que resultaban siempre sonoros éxitos de ventas. Un auténtico número uno. La información que Villamagna proporcionó a los periodistas era exhaustiva y tenía un indisimulado tono laudatorio, mientras que la reunión en la que nos fue presentado por Coronas me pareció kafkiana. El comisario compuso la figura de un esmerado maestro de ceremonias tan gustoso de recibir a nuestro invitado que parecía dispuesto a cargarse a un par de frailes más con tal de que su dictamen pericial diera la impresión de ser imprescindible. Luego llegó el momento de la realidad y nos quedamos Garzón y yo solos con la lumbrera. Tenía ganas de echar a correr, pero me limité a sonreírle. Beltrán, en vez de preguntar en qué podía servirnos, tomó la iniciativa de modo radical.
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