Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– Quizá decir eso es excesivo. Todos los trabajos conllevan una parte de frustración. Yo mismo acabo de presentar el proyecto del hotel en el que he trabajado horas y horas y ni siquiera sé si lo aceptarán.

– No sabía que lo habías acabado.

– ¿Quieres verlo? Si puedes dejar un momento lo que haces te lo mostraré.

Lo acompañé hasta su estudio y mientras me explicaba los complejos planos, lleno de entusiasmo, me di cuenta de que no había estado prestando la menor atención a sus quehaceres de arquitecto. El interés parecía siempre centrado en mis investigaciones, lo cual era terriblemente injusto. Sin duda era un llamativo fallo por mi parte. Pero ¿cómo estar pendiente de los detalles de la convivencia cuando un caso difícil te mantiene cautiva? El matrimonio debería ser considerado como una tarea más, como una empresa gestionable, como un jardín de flores que necesita cuidados y atención. Pero si así era, entonces los momentos de distensión absoluta, aquellos en los que uno se encuentra consigo mismo y no debe procurar nada sólo se encuentran en soledad. Complicado, el matrimonio, realmente complicado, y Marcos debía de saberlo, quizá por eso me preparaba tortillitas reparadoras cuando regresaba tarde y tazas de té si me veía atareada. ¿Y qué hacía yo a cambio? Correr tras una momia presuntamente incorrupta sin detenerme a pensar ni un minuto en el bienestar de mi marido. Suspiré para mis adentros mientras fingía escuchar sus comentarios técnicos. En ese instante, unos golpecitos discretos sonaron en la puerta. Era Teo.

– Petra, han llamado de comisaría. Dicen que tienes que ir urgentemente.

Me puse tensa, tomé el teléfono que había sobre la mesa de Marcos.

– No, si ya han colgado. Sólo dijeron que te avisara de que tenías que ir.

– ¿Con quién has hablado?

– No lo sé. Era una chica, pero no dijo su nombre.

Fui en busca de mi móvil, tenía un mensaje de Yolanda: «Venga en cuanto pueda, inspectora». La llamé varias veces pero no respondía.

– Tengo que marcharme, Marcos, soy incapaz de aclarar qué ha pasado. En cuanto pueda volver sigues contándome los planos.

– Olvídate de eso ahora.

Por desgracia así tuvo que ser. Llegué a comisaría con la lengua fuera y un evidente estado de preocupación. Yolanda se dio cuenta e hizo ademán de pararme con ambas manos.

– Tranquila, inspectora, tranquila. No es tan grave, pero es que Sonia la llamó y…

Maldije para mis adentros a la torpe Sonia, pero lo que vi me convenció de que no era mala idea haber acudido a comisaría. Todo el mundo estaba trabajando: el operativo en pleno, lo cual me hizo sentirme un poco culpable.

– ¿Qué ha pasado?

– Una vecina de la calle Escornalbou está segura de haber visto a la mendiga anteayer por la mañana. Aquí está el informe que el compañero López ha escrito.

Lo leí con avidez. La mujer se había instalado con un carrito de supermercado lleno de sus objetos personales y su mochila habitual en la esquina de Escornalbou con Reinaxença, en el suelo de un portal. La vecina que la reconoció se había fijado en ella desde el balcón de su casa porque no paraba de moverse y parecía alterada. Media hora después de haber llegado se levantó del suelo y se marchó, empujando su carro, en dirección al parque del Guinardó. La testigo no presentó la más mínima duda sobre la identidad de la mendiga.

Cuando levanté la vista del papel me topé con los ojos de Sonia, grandes e inexpresivos como faros marinos.

– El policía López es del grupo que reportaba conmigo directamente, por eso la he llamado, inspectora. No sabía si…

– Has hecho bien, Sonia.

– A lo mejor la he molestado, pero me pareció que…

– Ya te he dicho que está todo correcto. ¿Qué más quieres que haga, aplaudir?

Se mordió el labio con el gesto inconfundible de quien lamenta haber metido la pata.

– Ve a buscar a López, quiero hablar con él.

En cuanto estuvimos solas, Yolanda se atrevió a decir:

– ¡Jo, inspectora!, ¿no le da usted demasiada caña a la pobre Sonia? Le aseguro que trabaja sin parar.

– Ya lo sé, pero no puedo evitarlo. Me altera los nervios, tiene esa virtud.

– Pues le advierto que ella la admira muchísimo.

– Quizá sea por eso. Recomiéndale que me odie, quizá así vayamos mejor. Y sigamos trabajando, no he venido aquí para una sesión humanitaria. Puedes decir a la mitad del operativo que ya ha acabado su misión. Concentra al resto de gente en el barrio del Guinardó. Id vosotras también. Que no quede metro cuadrado sin inspeccionar. ¿Está claro?

– Sí, inspectora -soltó con un aire castrense que me sonó levemente crítico.

– ¡Pues, marchando! -apostillé por si el aire era reprobatorio de verdad.

A la mañana siguiente la comisaría era un hervidero: alguien había filtrado a los periodistas que estábamos buscando a una mendiga que podía ser la misteriosa asesina del hermano Cristóbal. Las interpretaciones de los diarios no podían ser más variopintas: en unos casos decían que la mujer quizá estaba adscrita a alguna secta religiosa, en otras se especulaba con la posibilidad de que hubiera sido una antigua novia del fraile que se había vuelto medio loca cuando él la abandonó para profesar. Yo me encontraba al borde de la histeria, lo cual contrastaba con la tranquilidad y filosofía con que lo tomaba Garzón.

– Ya se sabe, inspectora; con un operativo de gente tan numeroso y en un caso que tiene captada la curiosidad del público siempre hay filtraciones; y usted sabe hasta qué punto es inútil intentar averiguar quién ha sido.

– ¿Y todos estos culebrones que se inventan? Algunos están creando un auténtico folletín decimonónico.

– A los lectores les gustan los folletines y los periodistas tienen un número determinado de líneas que rellenar.

– ¡Ah, pues cojonudo! Si tan bien le parece, ¿por qué no va a contarles que la mendiga es nieta natural de Anastasia, la zarina perdida? ¡Seguro que les encanta y lo ponen en primera página!

– Inspectora, se está poniendo usted de los nervios sin necesidad. La prensa es algo con lo que debemos aprender a convivir.

– ¿Qué ha hecho usted, un cursillo de yoga? Localíceme a Villamagna, quiero hablar con él.

Había dado media vuelta y tres pasos cuando lo llamé.

– Garzón, se me olvidaba. Me gustaría saber qué pasó con los niños en la visita a comisaría que hicieron el sábado.

– ¡Ah, nada, fue muy bien! ¿No se lo han contado ellos? Son unos chavales muy majos. Si me los prestan otro día los llevaré a merendar a mi casa. Beatriz quiere conocerlos mejor.

– Sí, algo me contaron, pero quisiera saber si Teo se portó bien. Ya sabe, es el más irónico, el más difícil de los gemelos.

– Sí, bueno, no me pareció nada preocupante. Quería hacerse el machito, lo cual es corriente entre chicos de su edad.

El brillo de sus ojos de nutria junto al modo en que desviaba la mirada me confirmó que algo había ocurrido. Insistí.

– No le estoy pidiendo un dictamen psicológico del niño; sólo quiero que me cuente qué sucedió.

– Parece que esté preguntando por algo grave, pero nada malo pasó, fue una simple anécdota. Resulta que Teo estaba en plan duro. Cuando a sus hermanos les enseñaba la habitación de las pistolas, o los reactivos para huellas… bueno, pues se mostraban encantados, abrían unos ojos como platos, preguntaban, exclamaban… en fin, lo natural. Sobre todo Marina; esa niña es un sol, tan lista, tan formal…

– Centrémonos en la historia, Fermín.

– Bueno, pues como le digo a Marina y Hugo se les veía entusiasmados con lo que les estaba enseñando. Sólo Teo iba de pasota, de conocedor del tema. Ponía todo el rato cara de indiferencia, y de vez en cuando soltaba algún comentario cínico como al desgaire. Por ejemplo le oí decir: «Sí, ya. Pero la policía buena es la americana. Esto de la policía española es una cutrez». En ese momento pensé que sería bueno aplicarle un ligero correctivo, bueno para su educación, quiero decir.

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