– No. Ha sido un extra por lo del partido. Papá tenía entradas.
– ¿Has cenado?
– Todavía no.
– Voy a decirle a Jacinta que ya puede marcharse. Así nos preparamos algo apetitoso y cenamos las dos.
– Jacinta ya ha preparado espinacas. -Hizo un gesto elocuente de disponerse a vomitar.
– Veremos qué puedo hacer.
Después de liberar a la chica de sus responsabilidades me serví un whisky, entré en la cocina y me puse un delantal. Mientras pegaba sorbos deleitosos al reconfortante licor freí las espinacas ya hervidas con un poco de jamón, ajo y piñones, saqué dos bases de pizza del congelador y preparé unas espectaculares pizzas de espinacas. Mientras se cocían en el horno y yo le pegaba a la copa, Marina saltaba por la cocina trenzando pasos y saltitos que recordaban vagamente al ballet. De pronto se puso seria y dijo:
– Hay un mensaje en el contestador. Lo oí mientras se grababa.
Observé que sus ojos estaban muy abiertos, fijos en mí.
– ¿Algo de trabajo?
– No creo; era la madre de Hugo y Teo.
Me quedé de una pieza. Sin una palabra más, caminé como una autómata hasta el contestador del salón y lo puse en marcha. Un par de mensajes para Marcos y, al fin, una voz femenina tensa hasta la irritación.
«A quien corresponda escuchar esto. Soy la madre de Hugo y Teo Artigas. Quiero advertir que no estoy dispuesta a tolerar que mis hijos sean instruidos en los usos y costumbres de los bajos fondos de la ciudad. Tampoco me entusiasma que ninguno de ellos sea alentado hacia la vocación policial. Por eso si se vuelve a repetir una impensable visita como la del otro día, prevengo al responsable de los niños, es decir a su padre, de que presentaré una denuncia frente al juzgado de familia. Nada más. Espero haber sido lo suficientemente clara.»
Un escalofrío de angustia me recorrió entera. Al darme la vuelta, descubrí a Marina, que seguía mirándome de hito en hito. Esbocé un triste amago de sonrisa.
– Vamos a cenar -dije-. Las pizzas ya deben de estar listas.
Comimos en silencio. Yo, completamente absorta en mis pensamientos. De repente, Marina preguntó:
– ¿Estás preocupada por el mensaje?
– No. Se me había ido la cabeza a las cosas del trabajo -mentí. Inútilmente, porque la niña comentó tras una pausa:
– Me parece que ya te dije que la madre de los chicos es una histérica.
– Sí, creo recordar algo.
– Mi amiga Alba, que también va a mi clase, dice que todas las madres son unas histéricas.
– Seguro que exagera.
– Puede que sí, pero lo malo es que…
– ¿Qué?
– Pues que mi madre ha dicho que también va a llamarte.
– ¿Le contaste la visita con el subinspector?
– No, pero se lo dijo por teléfono la madre de Hugo y Teo; sólo por fastidiar.
Maldije mil veces a Garzón en mi mente: ¡maldito fuera aquel loco inconsciente y malditas sus experiencias pedagógicas! Luego me levanté y fui a servirme otro whisky.
Coronas nos concedió tres días más como prolongación del operativo de búsqueda; aunque hasta yo misma, que había confiado siempre en esa vía, empezaba a dudar seriamente de su utilidad. La única persona capaz de decirnos algo sobre el caso había desaparecido del mapa en los alrededores de la calle Escornalbou. Los hombres estaban investigando casa a casa, preguntando vecino a vecino sin que nadie pudiera dar cuenta de la mendiga. Aparté a Sonia del grupo y la puse a visitar psiquiátricos. Estábamos tan empantanados en la nada que incluso la estrafalaria opción del psicópata religioso empezó a contar como una posibilidad real. El subinspector y yo hicimos una sesión de trabajo en la que todas las iniciativas en marcha ocuparon un lugar en la pizarra. Resultó decepcionante comprobar que sólo dos caminos estaban abiertos y ninguno de los dos iba más allá de lo circunstancial.
– Puestos a quedarnos en lo periférico deberíamos entrar a investigar el contenido de la nota del asesino -sugirió mi compañero.
– Usted sabe que me he negado reiteradamente a meterme en ese juego. En primer lugar, porque no creo en juegos propuestos por asesinos, eso pertenece más bien a la ficción.
– No estoy de acuerdo. ¿Qué me dice del asesino de la baraja, lo recuerda? Era aquel tipo que iba dejando un naipe distinto junto a cada víctima de sus crímenes. Ése es un caso que sucedió hace bien poco en Madrid. Las estadísticas nos dicen que cada vez hay más asesinatos gratuitos, sin un móvil real. Y los asesinos, que no suelen ser superdotados, cada vez consumen más ficción barata; de manera que muy bien pueden dedicarse a copiar los modelos.
– Bien, admitámoslo; pero incluso aceptando eso, el cartelito gótico habla de encontrar a la momia, ¿no?, ya que fue colocado en su lugar.
– Es una interpretación, también puede referirse al asesino o quizá la momia del beato nos llevaría al asesino.
– Me resisto a ir por ese camino.
– Porque es usted excesivamente racional, inspectora. Sin embargo, la gente está cada vez más loca.
– Puede ser, pero hasta donde me enseñaron en la academia hay que buscar el motivo que ha conducido al asesino a matar.
– Ya, y éste suele encontrarse en el amor, el sexo, la venganza, el dinero o el poder. Pero a lo mejor esas teorías ya están obsoletas. Hoy en día también se mata en busca de fama, notoriedad social…
Suspiré con resignación, rebusqué entre las pruebas la fotocopia del cartel gótico. Leí en tono aburrido:
– Buscadme donde ya no puedo estar.
Garzón repitió la frase, pronunciándola con un aire totalmente diferente, lleno de matices prometedores de interés y de enigmas. Un nuevo suspiro por mi parte, esta vez cargado de paciencia.
– ¿Y dónde no puede estar la maldita momia?
– Primera posibilidad: en el convento. No puede estar allí porque, teóricamente, de allí se la han llevado.
Me levanté de un salto y me apoderé de un lápiz para estrujarlo y calmar mis nervios.
– ¡Basta, basta, Fermín!, ¡ni un acertijo más! Si vamos a entrar en el terreno de las interpretaciones, necesitamos un aval histórico.
– ¿Llamo a las corazonianas o al hermano Magí?
– Pregunte a la madre superiora si deja salir a la hermana Domitila. Estoy hasta las narices de visitar ese convento.
Fue a llamar desde su despacho porque tenía el número allí. Regresó al cabo de un instante.
– Dice que vale, pero que la acompañará alguien más.
Dos horas más tarde la hermana Domitila, que había escogido como carabina a la joven hermana Pilar, entraba en comisaría con cara de estar horrorizada. No habíamos contado con el impacto que nuestro lugar de trabajo pudiera causar en aquella mujer, acostumbrada a no salir jamás de entre sus cuatro paredes. Lo más curioso era que la novicia, de quien sabíamos que sí transitaba por el mundo yendo cada día a la universidad, estaba casi más aterrorizada todavía. Sus ojos profundos se fijaban en todos los detalles de mi despacho como si el demonio estuviera presente en cada archivador. Al menos la hermana Domitila hizo algún esfuerzo por disimular.
No sabía cómo minimizar aquella reacción, así que intenté convertirme en una anfitriona perfecta y les ofrecí una taza de café, que rechazaron con gesto escandalizado.
– Hermanas, están ustedes en un lugar seguro, no hay nada que temer -tuve que decir cuando sus reticencias me parecieron exageradas-. Las he hecho venir aquí únicamente para nuestra comodidad, pero si les resulta violento podemos ir al bar que hay enfrente.
– No, aún sería peor -dijo en un arranque sincero la hermana Domitila-. Perdónenos, inspectora, pero no estamos habituadas a abandonar el convento.
– Usted sí lo está, tiene sus clases, ¿no? -le dije a Pilar. Me contestó su mentora:
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