Le pasé mi tarjeta e iniciamos una triste retirada. La voz del padre la interrumpió.
– Señores, no dejen que los periodistas digan barbaridades, aunque sólo sea por la memoria de Cristóbal.
– No depende de nosotros, pero lo intentaremos -contestó Garzón, y luego añadió con una naturalidad que me dejó perpleja:
– ¿Hay algún sitio por aquí que nos recomiende para comer?
El hombre, lejos de sorprenderse por un cambio tan radical, nos informó con idéntico desparpajo.
– Vayan a El Peix. Se encuentra en el paseo marítimo, aunque cualquier restaurante de este pueblo está bien.
La madre se secó las lágrimas para añadir:
– Todo el pescado y el marisco es fresco de verdad.
Al subir al coche le dije a Garzón:
– Es usted la pera, subinspector. Los ha reconfortado con cuatro frases hechas, pero le ha salido genial.
– Naturalmente, la gente sencilla aprecia el uso de la frase hecha. Saben entonces que los tratas con educación, además de condolerte, alegrarte o lo que toque.
– Nunca lo hubiera pensado. También ha estado muy bien el capítulo de los restaurantes. Cuando lo oí preguntar me dio la sensación de que era poco oportuno, después de haber hablado de su hijo muerto, pero he visto que les ha parecido normal.
– Claro, inspectora, los que somos de pueblo sabemos que comer es capítulo aparte en cualquier situación, es lo básico, lo más importante, lo que nos une a todos. Y si les pides una recomendación demuestras que los tomas por conocedores de su tierra y que la valoras tú al mismo tiempo.
– Increíble. No le conocía toda esa sabiduría antropológica.
– Es que usted desconoce al pueblo llano; es un poco pija, como si dijéramos.
– No se pase ni un pelo o comemos un simple bocata.
No se pasó, de modo que paramos en un restaurante del paseo marítimo con la sana intención de tomar un arroz de la zona. Sant Carles de la Rápita era un lugar pequeño y coqueto, tranquilo, con un aire vagamente colonial. La cantidad de restaurantes que se alineaban en el paseo y que surgían en muchas de sus calles interiores hacía pensar en una auténtica ciudad-gastronómica. La fama del emplazamiento era tal que muchos viajeros que pasaban por la cercana autopista del Mediterráneo hacían allí una parada para comer.
Mientras dábamos cuenta de una deliciosa paella de pescado, me sentí lo suficientemente inspirada como para afirmar:
– Creo que ha llegado el momento de descartar cualquier motivo personal en esta muerte, subinspector. El hermano Cristóbal no tenía enemigos en el convento ni fuera de él, y su personalidad no iba más allá de su trabajo y su fe religiosa.
– Si lo hubieran matado en Poblet hubiéramos tenido que pensar en su posible homosexualidad, lo cual hubiera sido muy violento. ¿Se imagina?
– No quiero imaginar más de lo que veo. Creo que, de una vez por todas, hemos de centrarnos en el trabajo que la víctima estaba realizando. No hay más.
– Si nos centramos en el trabajo entonces no se puede descartar al fanático religioso que tanto parece gustarle al personal y que a usted le pone los pelos de punta.
– No entiendo la relación.
– Puede ser alguien que no quisiera que se manipulara un cuerpo incorrupto o que considerara un sacrilegio el hecho de investigar en el pasado de los santos… ¡qué sé yo! Si hablamos de un fanático hablamos de una mente trastornada y en ese caso cualquier barbaridad es posible.
– Demasiado rebuscado.
– ¿Ha pensado en la posibilidad de que se trate de un fanático de otra religión?, por ejemplo un musulmán. Alguien de un entorno extremista que con este golpe quiera llamar la atención sobre algún colectivo que vive aquí, al que no le permiten construir mezquitas… algo de ese tipo.
Medité sus palabras con atención.
– En ese caso hubiera existido una reivindicación. ¿Y qué me dice del cartelito gótico?
– Eso es lo que me lleva a pensar que es un pirado con algún cómplice tan pirado como él. Y dudo que el comisario le permita descartar esa opción.
– Ya veremos. Se impone esa reunión con los sabios de ambas congregaciones, y con seguridad no será la última.
– Al menos vamos a aprender un montón de cosas sobre momias.
– Sí, nos resultarán muy útiles para la vida cotidiana.
Garzón siguió comiendo, concentrado en el placer que sentía. Cuando hubo acabado hasta con el último grano de arroz, exclamó:
– Yo no sería fraile ni de coña, inspectora. Sólo el pensar que mi deber consistiera en privarme de todas las cosas buenas del mundo me sumiría en un estado de desesperación que me trastornaría por completo.
– Sí, ya me imaginaba que en usted no primaba la parte espiritual.
– A lo mejor ni siquiera tengo esa parte.
– En ese caso también se priva de algunos placeres.
– ¿Usted la tiene, Petra?
– Supongo que está adormecida en algún pliegue de mi personalidad, aunque no estoy nada segura de que exista en mí. Y para demostrárselo voy a pedir un pedazo de aquella tarta barroca que estoy viendo en el carrito de postres.
Salimos del restaurante reconciliados con la realidad inmediata. Nos acercamos a contemplar el hermoso Mediterráneo, que ni siquiera la luz helada del invierno conseguía convertir en algo tan amenazante y oscuro como los mares nórdicos. No, continuaba siendo una superficie plácida y familiar, el origen de todo: el placer que encontrábamos al comer, el sentido de la vida que ostentábamos, el valor que dábamos a las cosas, el humor con que las tratábamos y hasta los claustros santificados a los que el trabajo nos había llevado de manera impensada.
Permanecimos en silencio mirando al mar. El subinspector dio un suspiro vigoroso.
– En estos momentos sí noto una fuerte sensación espiritual. Creo que yo también tengo mi parte mística.
– Que se manifiesta después de un banquete del carajo. No sé si sería usted admitido entre las filas celestiales.
– ¡Todo lo estropea usted, inspectora. Es que no pasa una!
– Olvídese, Fermín; de cualquier modo la espiritualidad es un lujo que ni usted ni yo podemos permitirnos. Para ser espiritual hay que ser rico o muy egoísta; o sea no tener que trabajar y que te importe tres cuernos la suerte ajena, siempre concentrado en tu propia alma. Y nosotros ni lo uno ni lo otro, de modo que: ¡volvemos a Barcelona!
Veinte hombres, varones y mujeres, llegados desde diferentes comisarías de la ciudad para formar el operativo de lo que ya había empezado a llamarse «operación claustros». Los observé, la mayoría jóvenes, sentados como niños en el colegio en espera de que les adjudicaran alguna tarea. Según el procedimiento habitual, nadie les daría las claves de la investigación, ni cómo se imbricaba su trabajo en el rompecabezas general del caso. Consecuentemente, para que realizaran con efectividad el encargo, debían tener muy bien acotada su misión. La reunión inicial era importante.
Bien visible, aparecía el mapa de situación de los lugares que debían ser inspeccionados. Yolanda, Sonia y el subinspector habían elaborado el material que les repartimos a cada uno de ellos. Consistía en una fotocopia de dicho mapa, otra de la fotografía de Eulalia y la descripción de la impedimenta que solía llevar con ella según la versión de los Mossos d'Esquadra: un gran saco de dormir y varias bolsas.
Tomé la palabra después de saludarlos.
– La teoría es muy fácil, señores, y ustedes se la saben de memoria: preguntar, mostrar la foto, seguir la pista y encontrar a esta mujer. No hay nada que yo pueda enseñarles. Dentro de un momento el subinspector Garzón realizará el reparto de las zonas de la ciudad que hemos seleccionado. Antes de hacerlo les ruego que si alguno de ustedes conoce muy bien un sector, se lo comunique al subinspector para que le sea adjudicado con preferencia. Cualquier novedad debe ser informada inmediatamente a los teléfonos móviles de las agentes Yolanda y Sonia, que coordinan el operativo. ¿Hay preguntas?
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