– ¿Con cuánto tiempo contamos?
– Buena pregunta, se me había olvidado. La búsqueda tiene un tope de tres días. Pasado ese tiempo el número de hombres deberá rebajarse por razones lógicas; se les necesitará en otros cometidos. ¡Ah!, y les ruego discreción absoluta. Mucha suerte.
Un murmullo de aquiescencia recorrió la sala de reuniones. Salí y, diligente, fui a mi despacho a preparar el informe del día. Ya que el comisario se había portado bien prestándonos tantos agentes, yo procuraría cumplir las órdenes que más me reventaban con toda disciplina.
A las ocho había acabado y me propuse regresar pronto a casa, al menos por una vez. Vi a Garzón poniéndose el abrigo.
– ¿Qué tal ha ido todo?
– Sin problemas. Son gente espabilada. Ya tiene todo el mundo su sector y empiezan mañana. De ésta la encuentran seguro.
– Así sea.
En casa me quedé sorprendida al descubrir que los hijos de Marcos cenaban en la cocina. No era fin de semana.
– Hemos venido en jueves porque el sábado no podremos. Tenemos una excursión. Y Marina ha venido para estar con nosotros -me explicó Hugo.
– Yo sí que vendré el sábado porque no tengo ninguna excursión -dijo Marina.
– Estupendo. ¿Dónde está vuestro padre?
– Dijo que llegaría tarde por culpa de una reunión. Nos ha hecho la cena Jacinta, que se acaba de marchar. Pero no nos ha dicho qué había de postre.
Abrí la nevera.
– Vamos a ver… yogur, hay yogur si os apetece.
Teo, el más irónico, el más rebelde, me lanzó una mirada fría e inquietante. De pronto dijo:
– La verdad es que no sé por qué hemos venido. A mi padre ni se sabe cuándo le veremos el pelo y tú también vuelves tarde del trabajo. Hubiera sido mejor quedarnos en casa.
– Si os hubierais quedado en vuestra casa no hubierais visto a Marina ni tampoco a mí. Lo que voy a hacer es sentarme con vosotros en la mesa y charlamos un rato.
– ¿Charlar?, si luego no quieres contarnos nada de las investigaciones del muerto ese del convento. Todos los compañeros saben que la mujer de mi padre es policía y no paran de preguntarnos cosas sobre este caso tan interesante. Quedamos en ridículo diciendo que no sabemos nada.
Hugo le soltó agriamente:
– ¡Mamá ha dicho que no quiere que hablemos con Petra de cosas de asesinatos!
Me quedé boquiabierta. Intenté calmarme y reaccionar de manera adecuada.
– Lo siento de verdad, pero debéis decirles a vuestros amigos que las cosas del trabajo son importantes, tanto que no está permitido hablar de ellas.
Teo siguió en pie de guerra declarada.
– Sí, ya veo, el trabajo es lo más importante para mi padre y para ti. No tenéis tiempo de ocuparos de nada más. Por eso digo que hubiera sido mejor no venir.
Acopié toda la paciencia que al parecer guardaba en ignotos almacenes. Había leído en un magazine dominical que con los niños siempre hay que intentar el diálogo.
– Vamos a ver, Teo: ¿por qué estás hoy aquí?, porque el sábado sales de excursión, ¿no es eso? Entonces lo que ocurre es que tu trabajo, una excursión escolar, forma parte del trabajo de un estudiante, te impide venir. Es decir, que debes renunciar al fin de semana con tu padre por motivos de trabajo; lo cual indica que el trabajo te importa tanto como a los demás.
Saltó como un pequeño insecto al que intentaran tocar con el dedo.
– ¡A mí me obligan a ir!
– ¿Crees que tu padre y yo trabajamos por placer?
– ¡Pero es que vosotros…!
Con la voluntad de diálogo hecha trizas lo interrumpí casi gritando.
– ¡No pienso seguir con esta conversación absurda! ¿Piensas que no tengo otra cosa que hacer más importante que oír las opiniones de un niño consentido?
Fijó los ojos en mí con una rabia que me asustó. Apretó los dientes para preguntar:
– ¿Puedo irme a mi habitación?
– Antes, recoge tus platos de la mesa.
Lo hizo con gestos precisos y cara impasible. Cuando estaba en mitad de la operación se levantó Hugo, muy serio, y también preguntó:
– ¿Puedo irme yo? Ya recojo lo mío.
Era obvio que se veía obligado a tomar partido por su hermano. Me estaba bien empleado, era yo quien había perdido el control de la situación al haberle reñido. Desaparecieron ambos de la cocina, dignos y ofendidos. Marina daba los últimos bocados a sus croquetas de pollo. En ningún momento había hecho comentarios o dejado de comer. Exclamé como para mí misma:
– ¡Vaya, genial, todo el mundo enfadado!
Me dirigí a la nevera.
– Bueno, me comeré yo el yogur. ¿Tú quieres, Marina?
– Sí -respondió. Lo abrió y empezó a removerlo con la cucharilla, impávida. Comimos en silencio, frente a frente. Por fin dijo:
– No hagas caso. Teo siempre tiene que meterse con todo el mundo, y Hugo hace lo que él quiere. Además, su madre es una histérica.
La miré con incredulidad. Aquella niña de seis años, formal y un tanto ensimismada, ¿había proferido en realidad aquella última frase? Sin la menor duda, porque continuó en el mismo tono.
– Cuando mi padre estaba casado con mi madre y Hugo y Teo venían en fin de semana, también le soltaban bobadas y le recordaban lo que su madre quería y no quería que hicieran. Un día mi madre me contó que la de ellos era una histérica.
– Es posible; pero de todos modos tengo la sensación de que a tus hermanos no les caigo muy bien. Supongo que no contaban con un tercer matrimonio de tu padre.
– ¡Bah!, los padres de casi todos los chicos de mi clase se han casado tres veces.
Sabía que estaba mintiendo, pero le agradecí la inmejorable intención. Entonces remató:
– A mí sí que me caes bien.
Le sonreí.
– Gracias, Marina, tú también a mí.
– Ninguna niña de mi clase tiene una madre o una madrastra que sea policía. Sólo yo.
Bien, aunque únicamente fuera por la originalidad que aportaba a su corta vida, estaba claro que no existían problemas entre Marina y yo. En cuanto a los gemelos… Suspiré; no me encontraba preparada para todas aquellas eventualidades. El matrimonio con Marcos había abierto un nuevo campo en mi vida que hasta entonces me resultaba desconocido. No sabía si podría transitarlo con éxito. Ya era suficiente con tener que coordinar el trabajo y la convivencia amorosa como para, encima, preocuparse de las relaciones intermitentes con unos niños que yo no había traído al mundo. De cualquier modo, descarté comentarle a Marcos lo sucedido. Era demasiado pronto como para considerar aquello un conflicto serio.
A la mañana siguiente, mientras mi marido y yo desayunábamos, me preguntó como por casualidad:
– ¿Qué tal anoche con los chicos?
– ¡Ah, bien, estuvimos charlando un rato!
– Petra, antes de irse al colegio, Marina me ha contado lo que pasó.
– No pasó nada grave.
– Puede que no; pero tengo que hablar seriamente con Teo y Hugo.
– No merece la pena, ya irán aceptando la situación. Y si les caigo mal no hay gran cosa que tú puedas hacer.
– Dudo que les caigas mal, simplemente están molestos porque no quieres contarles cosas sobre tu trabajo de policía.
– ¡Hay que joderse! A ningún niño del mundo le importa un carajo la profesión de los mayores; pero claro, por culpa de la maldita televisión, del cine, de las estúpidas novelas de detectives, todo el mundo cree que vivimos en una película de suspense y acción. Un día me voy a llevar a tus chicos a comisaría para que me vean horas y horas haciendo informes en el ordenador, rellenando formularios, archivando papeles. Se pegarán tal aburrida que no volverán a demostrar interés en lo que hago.
– Quizá no fuera una mala idea.
– Me gustaría saber qué pensarían sus madres si se enteran de que se han solazado con semejante visita turística.
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