– Fue aquí donde me desperté.
Aquélla, recordó Derguín, era la antesala del santuario, donde habían sacrificado al cordero lechal antes de que la oniromante lo recibiera.
– Estaba envuelto en un saco y metido dentro de una caja de madera. ¡No sé cómo no me ahogué! Pero a lo mejor eso me salvó la vida, porque cuando desperté noté que todo temblaba.
– ¿Un terremoto?
– Eso debía ser. Al principio no estaba seguro, porque nunca en mi vida he sentido un terremoto. Primero pensé que me estaban zarandeando para despertarme o algo así, pero el ruido era tremendo, mucho peor que una tormenta. Entonces oí un crujido muy fuerte y noté que algo pesado caía sobre la caja y la madera se rompía. Luego vi que era una viga del techo. ¡No me aplastó la cabeza por dos dedos!
Cuando el suelo dejó de moverse, prosiguió, logró desenvolverse del saco y salir de la caja. Se encontraba a cielo abierto. Los tres pisos de la pagoda se habían venido abajo; pero, por fortuna para él, en vez de derrumbarse en el sitio, la mayor parte del edificio se había vencido a un lado, como un árbol talado por un hacha. De lo contrario, El Mazo habría perecido aplastado.
Al ponerse en pie entre escombros, tejas y vigas rotas, vio que en el suelo había cinco cadáveres. Dos eran varones que debían pertenecer al personal del templo. Los otros tres eran guerreras Atagairas. Dos tenían el cráneo aplastado y a otra se le había clavado en la yugular una larga esquirla de vidrio.
– ¿Estaba Ziyam?
– No. Ninguna era pelirroja.
La reina Atagaira merecía morir, sin duda, pero Derguín se sintió aliviado a su pesar. De haber estado Baoyim, seguro que le habría repetido su habitual cantinela: «Los hombres sólo tenéis la cabeza para que avise a vuestro pene a tiempo de que no se choque con las esquinas de las mesas».
Se le ocurrió otro pensamiento inquietante.
– Y Ariel…
– No, ella tampoco estaba. Seguro.
Derguín suspiró de alivio. El Mazo continuó su relato. Una de las Atagairas muertas debía ser la encargada de que El Mazo no despertara, porque tenía en la mano un estilete como el de Ziyam. De hecho, El Mazo recordaba su rostro vagamente, por los escasos ratos en que lo dejaban
despierto y le daban de comer y beber para que no muriera de inanición.
Pese a que la cabeza le daba más vueltas que un derviche, El Mazo salió de las ruinas de la pagoda. Por la luz y el frescor de la brisa, debía haber amanecido hacía unos minutos. Alrededor del templo había muchas casas derrumbadas y se oían voces y lamentos por doquier. La gente empezaba a salir de los edificios, arrastrando fuera a los heridos y a algunos muertos.
Pero el desastre no había hecho más que empezar.
El suelo empezó a trepidar otra vez. Aunque el temblor era menos violento, El Mazo pensó que era mejor apartarse del acantilado, donde podrían caer rocas o cascotes desde las alturas, y dirigirse a la playa de la Espina. No fue el único a quien se le ocurrió, de modo que se organizó una marea humana que bajó por las estrechas calles del Nidal hacia la bahía. Pese a que seguía algo mareado, El Mazo aprovechó su corpachón y logró abrirse paso entre la multitud.
Cuando llegó al extremo norte de la playa, a pocos metros del espigón que cerraba el puerto de la Seda, descubrió que el centro de la bahía borboteaba como un caldero hirviendo. Ante los ojos estupefactos de millares de personas, las aguas se rompieron y de ellas brotó una columna de vapor blanco que se levantó en el aire más de cien metros entre silbidos pavorosos.
El suelo seguía temblando. Por las laderas y paredes de la gran C que formaba la caldera corrían regueros de polvo debidos a los desprendimientos de rocas, y también a la caída de muros de contención, árboles, lienzos y casas enteras que se precipitaban al vacío. Alguien apartó la vista del agua y señaló hacia las alturas con un grito de horror.
– ¡Los funiculares!
Había tres funiculares en Narak, uno por cada uno de los distritos altos. Los cables de los tres oscilaban como cuerdas de laúd a punto de romperse mientras las torres de sujeción se sacudían a los lados. El primero que se derrumbó fue el de la Buitrera, el mismo que El Mazo utilizaba cuando quería visitar a Derguín en su casa. Había tres o cuatro cabinas bajando en aquel momento, y todas ellas se estrellaron contra las rocas y se hicieron añicos. Los otros dos funiculares cayeron poco después.
Los ruidos en el agua atrajeron de nuevo las miradas al centro de la bahía. Entre la nube blanca estaba apareciendo una isla que surgía de las aguas como una gran bestia negra. En cuestión de minutos se levantó hasta una altura de más de quince metros. El islote tenía forma de cono, pero de pronto, sin previo aviso, la parte superior reventó con una aterradora explosión cuya onda expansiva se notó a un kilómetro como una violenta bofetada de calor.
Un chorro de llamaradas rojas y amarillas mezcladas con un espeso humo negro subió a las alturas. El Mazo creyó ver una figura humana que volaba entre las llamas.
– Fue tan rápido que pensé que mis ojos me habían engañado. Pero a mi lado había más gente que también lo había visto.
Era él, se dijo Derguín, pensando en el gigante de la armadura oscura.
Lo peor estaba por llegar. Mientras el suelo seguía temblando, del boquete que había quedado tras la explosión del cono central de la isla surgió una criatura espantosa, un gusano gigantesco cuya aparición provocó más gritos de pánico entre la muchedumbre.
– ¡Era de fuego, Derguín! Imagínate una lombriz o una babosa, pero más grande que una ballena o un karchar, y tan largo que cuando su cabeza ya había llegado al agua su cola aún salía por el agujero de la isla. Su cuerpo era como un hierro al rojo vivo, casi blanco. Si cerrabas los ojos, seguías viéndolo en color verde, como cuando te quedas mirando el sol demasiado rato. Estaba tan caliente que en cuanto tocó el agua empezaron a levantarse chorros de vapor.
El Mazo aderezaba su relato con abundantes gestos y onomatopeyas, en este caso un largo siseo para describir cómo hervía el agua de la bahía. Por sus cálculos, aquel gusano de fuego medía al menos sesenta metros de longitud y seis o siete de grosor. Derguín habría pensado que exageraba tanto como un pescador hablando de sus capturas, si no fuera porque los estragos que contemplaba ante sus ojos sólo podían ser obra de fuerzas titánicas.
El gusano desapareció bajo las aguas, pero era fácil adivinar su trayectoria por el resplandor que se vislumbraba en las profundidades y por el reguero de vapor siseante que se levantaba a su paso. Los gritos de terror se calmaron un poco cuando la gente comprobó que se dirigía hacia el puerto de Namuria, en el otro extremo de la bahía. Cuando emergió allí, su luz pareció hacerse más intensa, y en apenas un minuto el bosque formado por los cientos de mástiles de los barcos de guerra estaba en llamas. Alrededor del Mazo hubo llantos y gemidos de consternación: la clave del poder de la ciudad, su flota, estaba ardiendo ante los ojos de los Narakíes.
Sin dejar apenas respiro, tres gusanos más pequeños, de entre diez y quince metros de longitud, salieron a la vez del boquete central. Con una rapidez sorprendente reptaron por la isla y se arrojaron al agua para dirigirse hacia la costa. Su fulgor aún se veía bajo las aguas cuando brotó un quinto gusano, tan gigantesco como el primero, seguido de otros dos menores.
Los tres gusanos adelantados salieron del agua en el extremo sur de la playa de la Espina, a unos seiscientos metros de donde se hallaba El Mazo. Uno de ellos empezó a reptar escaleras arriba hacia la Buitrera arrasándolo todo a su paso. El puro contacto de sus cuerpos incandescentes convertía la arena en vidrio y hacía arder la madera con violentas llamaradas. Por si esto fuera poco, aquellas criaturas movían a los lados la cabeza, abrían un orificio en forma de estrella que debía hacer las veces de boca y vomitaban unos chorros cegadores que lo fundían y abrasaban todo.
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