John Saul - Ciega como la Furia

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John Saul is an American author. His horror and suspense novels appear regularly on the New York Times Best Seller List.

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– Lo sé. Te creo. -Sally hizo una pausa, sin saber qué hacer-. ¿Por qué no vienes a mi casa? -sugirió-. No tenemos por qué quedarnos aquí escuchándolos.

Michelle sacudió la cabeza negativamente.

– Me voy a casa -respondió-. Solo déjame tranquila. Quiero irme a casa.

Sally tendió una mano para tocar a Michelle, pero ésta se encogió, apartándose de ella.

– ¡Solo déjame tranquila! ¿Por favor?

Sally retrocedió, preguntándose qué hacer. Rápidamente miró a los tres niños, que parecían estar esperándola; luego otra vez a Michelle.

– Está bien -dijo-. ¡Pero le diré a Jeff Benson lo que opino de él!

– Eso no importará -repuso Michelle-. No cambiará nada. -Y sin despedirse de Sally se alejó.

Sally la miró irse; luego emprendió el regreso hacia Jeff y las dos niñas. Cuando estuvo a pocos metros de ellos se detuvo y apoyó las manos en las caderas.

– Eso fue mezquino y cruel, Jeff Benson.

– ¡No fue nada de eso! -replicó Jeff con brusquedad-. ¡Dice mi madre que no entiende por que no la encierran! ¡ Está loca!

– ¡No tengo por que seguirte escuchando! Me voy a casa. Vamos, Alison .

Con expresión de enojo, Sally giró sobre sí misma y se dirigió al camino. Después de vacilar un instante, Alison la siguió.

– ¿Vienes, Lisa?

– Quiero bajar a la caleta -gimoteó Lisa.

– Pues ve a la caleta -le contestó Alison -. Yo me voy con Sally.

– ¿Qué importa? -gritó Lisa a las niñas que se marchaban-. ¿Qué importa lo que ustedes hagan? ¿Por qué no van a ver a su amiga, la loca?

Sin hacerle caso, Sally y Alison siguieron alejándose. Cuando vio que no obtendría una reacción de ellas, Lisa se encogió de hombros.

– Ven -dijo a Jeff-. Te juego una carrera por el sendero.

Cojeando penosamente, Michelle subió los escalones delanteros y cruzó la galería. Abrió la puerta, penetró en la casa y permaneció un momento inmóvil, escuchando.

No se oía ruido alguno, salvo el suave tic-tac del reloj en la sala.

– ¿Mamá?

Al no obtener respuesta, Michelle empezó a subir la escalera. En su cuarto estaría a salvo.

A salvo de las terribles palabras de Jeff Benson.

A salvo de sus acusaciones.

A salvo de las sospechas que sentía en torno de ella.

Por eso su madre no había querido que fuera esa mañana con su padre.

Su madre creía lo mismo que creía Jeff Benson.

Pero no era cierto… ella sabía que no era cierto.

Entró en su pieza, cerró la puerta y se acercó a la ventana. Levantó su muñeca y la acunó en sus brazos.

– ¿Amanda? Por favor, Amnda dime que está pasando. ¿Por qué todos me odian?

– Están diciendo mentiras sobre ti -le susurró la voz de Amanda-. Quieren llevarte lejos, por eso dicen mentiras acerca de ti.

– ¿Llevarme lejos? ¿Por qué quieren llevarme lejos?

– A causa mía.

– No… no comprendo.

– A causa mía -repitió Amanda-. Ellos siempre me odian. No quieren que tenga ningún amigo. Pero tu eres mi amiga. Por eso ahora te odian también. Y te llevarán lejos.

– No me importa -repuso Michelle-. Esto ya no me gusta. Quiero irme lejos.

Michelle ya podía ver a Amanda. Estaba a corta distancia de ella, y sus ojos pálidos y relucientes a la luz gris del día nublado, parecían penetrar en Michelle.

– Pero si dejas que te lleven lejos -oyó decir a Amanda-, ya no podremos ser amigas.

– Tú también puedes venir -sugirió Michelle-. Si me llevan lejos, puedes venir conmigo.

– ¡No! -De pronto la voz de Amanda fue brusca y Michelle retrocedió instintivamente, apretando la muñeca contra su pecho. Amanda se acercó a ella con una mano extendida.- No puedo ir contigo. Tengo que quedarme aquí -agregó tomando la mano de Michelle-. Quédate conmigo, Michelle. Quédate conmigo y obligaremos a todos a que dejen de odiarnos.

– ¡No quiero hacerlo! -protestó Michelle-. No sé qué quieres tú. Siempre prometes ayudarme, pero siempre ocurre algo. Y me culpan a mí por eso. ¡Es culpa tuya, pero me culpan a mí! ¡No es justo! ¿Por qué iban a culparme, cuando eres tú?

– Porque somos lo mismo -respondió Amanda con voz queda-. ¿No entiendes eso? Somos exactamente lo mismo.

– Pero yo no quiero ser como tú -replicó Michelle-. Quiero ser como yo. Quiero ser como solía ser antes de que tú vinieras.

– No digas eso -siseó Amanda. Su rostro, ahora furioso, estaba retorcido en una expresión de odio.- Si vuelves a decir eso, te mataré. -Hizo una pausa mientras sus ojos lechosos parecían brillar con luz propia-. Puedo hacerlo. Tú sabes que puedo -dijo con suavidad.

Aterrorizada, Michelle se apartó de la figura ataviada de negro. Quería huir, pero sabía que no era posible. Sabía que Amanda le estaba diciendo la verdad.

Si no hacía lo que Amanda quería que hiciera, ésta la mataría.

– Está bien -dijo-. ¿Qué quieres que haga?

Cuando pronunció estas palabras, la cólera pareció extinguirse en el rostro de Amanda, que sonrió diciendo:

– Llévame al risco. Quiero ir al risco, allá junto al cementerio. -Volvió a tomar la mano de Michelle para conducirla fuera de la habitación.- Esta es la última vez -agregó con suavidad-. Después de esto, todo habrá terminado y ya no se volverán a reír de mí.

Michelle no estaba segura a qué se refería Amanda, pero no importaba, solo sabía que aquello casi había terminado.

"Esta es la última vez", había dicho Amanda.

Tal vez las cosas fueran a estar bien, después de todo. Tal vez después de que ella hiciera lo que Amanda quería, las cosas iban a estar bien.

Saliendo de la casa, echó a andar lentamente hacia el cementerio.

June Pendleton permanecía muy quieta, contemplando fijamente la tela que estaba sobre su caballete.

Corno había llegado allí, no lo sabía.

Sin embargo allí estaba, aterrorizándola. Largo rato la había estado contemplando… era como si aquel cuadro la hubiera atrapado en quién sabe qué estado hipnótico.

Era el mismo cuadro que ella había encontrado en el armario.

Solo que ahora estaba terminado.

Lo contemplaba con absoluto horror, incapaz de captarlo totalmente.

El boceto era ahora una pintura completa.

Había dos personas, un hombre y una mujer.

La cara del hombre seguía oculta a la vista. Pero la cara de la mujer, no.

Era una cara hermosa, con pómulos altos, labios gruesos y frente despejada. Los ojos, verdes y brillantes, tenían forma de almendra y parecían reír.

El cuadro habría sido bello, salvo por dos cosas.

La mujer sangraba.

De su pecho y de su garganta brotaba sangre a raudales, que se derramaba por su cuerpo, goteando en el suelo. En contraste con la serena expresión del rostro, la sangre tenía una cualidad grotesca. Era casi como si la mujer no supiera que se estaba muriendo.

Y garabateado sobre el cuadro, en el mismo color carmesí de la sangre que brotaba de la mujer moribunda, había una sola palabra: ¡Prostituta!

A June le resultaba difícil mirar nada en el cuadro, salvo la cara de la mujer, pero mientras la observaba, tratando de desentrañarla, empezó a darse cuenta de que el trasfondo del cuadro, le resultaba conocido.

Era el estudio.

Allí estaban las ventanas, y más allá el océano. Las dos figuras se hallaban sobre un diván. June cruzó lentamente el estudio, hasta que su perspectiva de las ventanas y del mar fue la misma que se veía en la tela.

Miró en derredor, tratando de ubicar al diván del cuadro. Había estado un poco a la izquierda, separado de la pared, más o menos un metro y medio.

Comprendió dónde había estado antes de mirar en realidad.

La mancha.

La antigua mancha que ella había procurado limpiar con tanto empeño.

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