John Saul - Ciega como la Furia
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La oyeron repetir el nombre de su hija mientras subía la escalera. De pronto hubo un silencio; después la oyeron bajar de nuevo.
– No está aquí. ¡Cal, ella no está aquí!
– No te preocupes -le contestó su esposo-. La encontraremos.
– ¡Lisa! -exclamó Tim con voz apagada. Pero solamente Corinne supo lo que él quiso decir.
– Sally y Alison -declaró ella-. Tío Joe, ¿dijo algo la señora Carstairs respecto de Lisa?
Josiah Carson sacudió la cabeza. Tim echó mano al teléfono mientras preguntaba:
– ¿Cuál es su número? Pronto, ¿cuál es el número de los Carstairs?
Arrebatándole el teléfono, Corinne disco. El teléfono sonó una vez, luego dos veces más antes de que se oyera la voz angustiada de Bertha Carstairs.
– ¿Señora Carstairs? Habla Corinne Hatcher. ¿Qué sabe de Lisa Hartwick? Estaba con Sally y Alison. ¿Volvió junto con ellas?
– Pues no -respondió Bcrtha-. Aguarde un minuto… -Después de un silencio, Bertha volvió al aparato.- Se quedó allá, cerca de la casa de los Benson. Ella y Jeff iban a bajar a la caleta. Ojalá los niños no jugaran allá abajo… las corrientes son tan peligrosas…
Pero Corinne la interrumpió diciendo:
– No se preocupe, estoy en casa de los Pendleton y no dudo de que la encontraremos. -Colgó el teléfono y se volvió hacia Tim-. Está por aquí. Ella y Jeff Benson iban a bajar a la playa.
– Es esa muñeca -gritó de pronto June-. ¡Es esa maldita muñeca! -Todos la miraron extrañados, pero solo Josiah Carson comprendió lo que ella decía.- ¿No se dan cuenta? -continuó ella-. ¡Todo empezó con esa maldita muñeca!
Una vez más June subió la escalera corriendo e irrumpió en el cuarto de Michelle. Miró frenéticamente alrededor, buscando la muñeca.
¡Amanda! Todo era culpa de Amanda.
¡Si tan solo pudiera librarse de la muñeca!
Y entonces la vio, apoyada en el alféizar de la ventana, con sus ojos de vidrio mirando vacuamente hacia el Paso del Diablo. Cruzó la habitación y la levantó. Pero cuando estaba por apartarse de la ventana, un fugaz movimiento atrajo su mirada.
Miró hacia afuera, tratando de ver a través del cristal enturbiado por la lluvia.
Allá en el risco, al norte. Cerca del cementerio.
Era Michelle.
Inmóvil sobre el risco, apoyada contra una roca, mirando hacia la playa.
Pero no estaba apoyándose en la roca.
¿Qué estaba haciendo?
La estaba empujando.
– Oh, no -exclamó June con voz ahogada.
Tomando la muñeca se precipitó fuera del cuarto mientras gritaba:
– Está afuera. ¡Michelle está afuera! Cal, ve a buscarla. ¡Por favor, ve a buscarla!
La niebla se estaba juntando rápidamente en torno a Michelle; la playa había desaparecido. Solo percibía a Amanda, inmóvil junto a ella, tocándola, susurrándole.
– Ya vienen. Puedo verlos, Michelle. ¡Puedo verlos! Se acercan… ya casi han llegado… ¡Ahora! Ayúdame, Michelle. ¡Ayúdame!
Michelle tendió una mano, tocó la roca, que parecía vibrar bajo sus dedos como si estuviera viva.
– Más fuerte -siseó Amanda-. Tenemos que empujarla más fuerte, antes de que sea demasiado tarde.
De nuevo Michelle sintió que la roca se movía; luego la vio balancearse. Quiso apartarse de ella, pero no pudo. La sintió resbalar, sacudirse un poco, después soltarse…
Fue un ruido bajo, que casi se perdió en el estruendo de la marejada, pero Jeff lo oyó y alzó la vista.
Arriba de él.
El ruido había venido desde arriba de él.
Después vio la roca que se precipitaba.
Supo que la roca lo iba a alcanzar, supo que debía moverse rápidamente, saltar al costado… hacia atrás… a cualquier parte. Pero no pudo moverse. Le tembló la boca y se le apretó el estómago. Iba a morir… lo sabía.
Pero estaba paralizado. Tan solo en el último segundo, sus músculos le obedecieron de pronto. Demasiado tarde.
La roca, que tenía un metro y medio de diámetro, lo golpeó. Se encorvó hasta el suelo, sintiendo su peso aplastante, y creyó poder oírla, triturándolo bajo su mole.
Y pudo oír también otra cosa.
Una risa.
Flotó sobre él mientras moría y Jeff se preguntó de dónde venía.
Era un niñita y se estaba riendo de él. Pero, ¿por qué?
¿Qué había hecho él?
Entonces Jeff Benson murió.
También Michelle oyó la risa y supo que era Amanda.
Amanda estaba complacida con ella y eso la ponía contenta. Pero no estaba segura de por qué Amanda estaba complacida.
La niebla empezó a despejarse y Michelle miró abajo.
Podía ver de nuevo la playa.
Había una niña en la playa, inmóvil, contemplando fijamente la roca caída.
Michelle comprendió que podía haberla alcanzado a ella. Pero no había sido así.
Entonces, ¿por qué gritaba la niña?
Era la roca. Algo sobresalía de la roca. Pero, ¿que era?
Los últimos rastros de la niebla flotaron, alejándose; Michelle pudo ver con claridad. Era una pierna. La pierna de alguien sobresalía bajo la roca.
Y Amanda se estaba riendo. Amanda reía y le decía algo. Escuchó con atención, procurando oír las palabras de Amanda.
– Hecho está -decía Amanda-. Hecho está ya todo, y ahora puedo irme. Adiós, Michelle.
Una vez más rió dichosa, y después, el sonido de su voz se apagó en la distancia.
Ahora se oían otras voces. Voces que llamaban a Michelle, que le gritaban.
Se dio vuelta. Algunas personas corrían hacia ella.
Pronunciaban su nombre.
Michelle sabía qué querían de ella.
Querían atraparla, castigarla, enviarlalejos de allí.
Pero ella no había hecho nada. Era Amanda quien lo hizo. Ella no había hecho más que obedecer a Amanda. ¿Cómo podían culparla? Pero lo harían… ella sabía que lo harían.
Era como en su sueño.
Tenía que escapar de ellos. No podía dejar que la atraparan.
Echó a correr, demorada por su pierna coja. La cadera le palpitaba de dolor, pero procuró no hacerle caso.
Las voces se acercaban a ella… la estaban alcanzando. Se detuvo, tal como había hecho en su sueño, y miró atrás.
Reconoció a su padre y al doctor Carson. Estaba también su maestra, la señorita Hatcher. Y ese otro hombre… ¿quién era? Ah, sí, el señor Hartwick. ¿Porqué la perseguía? Ella había pensado que era su amigo. Pero no lo era, ahora sabía eso. Había estado tratando de engañarla. También él la odiaba.
Amanda. Solo Amanda era su amiga.
Pero Amanda se había ido.
¿Adonde?
No lo sabía.
Lo único que sabía era que debía escapar y que no podía correr.
Pero en su sueño había logrado huir. Desesperadamente procuró recordar qué había hecho en su sueño.
Había caído.
Eso era. Había caído, igual que Susan Peterson, Billy Evans y Annie Whitmore.
Y como Jeff Benson, caído bajo la roca.
Esa era la respuesta.
Caería y Amanda se haría cargo de ella.
Mientras las voces la rodeaban, le gritaban, Michelle Pendleton puso un pie fuera del risco.
Pero Amanda no acudió para hacerse cargo de ella. En el instante anterior a su caída en las rocas, lo supo.
Amanda no volvería jamás. Las rocas se extendieron hacia ella, tal como en el sueño. Solo que esta vez ella no gritó.
Esta vez Michelle se abandonó al abrazo de las rocas.
En la sala de recibo de la casa de los Pendleton reinaba el silencio, pero éste no ofrecía paz alguna a las cuatro personas que se hallaban rígidamente sentadas en torno a la chimenea. June parecía casi impasible, con los ojos fijos en el fuego que había encendido más temprano, que había encendido tan solo para quemar la muñeca. La había quemado, sí, y luego, como por un tácito consentimiento, el fuego había sido mantenido encendido.
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