John Saul - Ciega como la Furia
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– Era Alison. Mañana iré a su casa y vamos a buscar al fantasma.
– Oh, Dios -gimió Tim-. ¿Tú también?
Lisa giró los ojos con desprecio.
– Bueno, ¿por qué no? Alison dice que Sally Carstairs ya vio una vez el fantasma y yo creo que sería divertido. ¡Nunca puedo hacer nada!
Tim miró a Connie con expresión desvalida. Estaba por dar su autorización, pero Corinne lo detuvo.
– No, Tim.
– ¿Por qué no?
– Por favor, Tim. Solo hazme caso, ¿de acuerdo? Además, aunque yo me equivoque y tú tengas razón, ¿sabes dónde irán a buscar al fantasma? Allá cerca de la casa de los Pendleton, en el antiguo cementerio de los Carson. Es allí donde está la tumba de Amanda.
– No es una tumba -se mofó Lisa.
– Hay una lápida -dijo automáticamente Corinne, pero Lisa no le prestaba ninguna atención. En cambio, siguió implorando a su padre:
– ¿Puedo ir, papá? ¡Por favor!
Pero Tim decidió que Corinne tenía razón. Sucediera lo que sucediese no quería que su hija se acercara a la casa de los Pendleton.
– No creo que sea una buena idea, preciosa -declaró-. Dile a Alison que irás en otra ocasión. ¿De acuerdo?
– Ay, papá, nunca me permites hacer nada. ¡Lo único que haces es escucharla a ella, que está tan loca como Michelle Pendleton!
Lisa dirigió sus palabras a su padre, pero miraba fijamente a Corinne; tenía la cara arrugada de cólera, la boca fruncida. Corinne se limitó a mirar a otro lado. Por una vez no haría caso de la grosería de Lisa.
– No puedes ir y basta -dijo Tim -. Ahora sube, llama a Alison y díselo. Después termina tus tareas escolares y acuéstate.
Silenciosamente, Lisa decidió que haría lo que quería hacer. Hizo una mueca a Corinne y luego, enfurruñada, salió de la habitación. Un silencio incómodo reinó en la sala de recibo de Tim, mientras el y Corinne procuraban fingir que la velada no estaba irremediablemente arruinada. Finalmente Corinne se incorporó diciendo:
– Bueno, se hace tarde…
– Quieres decir que deseas irte a casa, ¿verdad? -preguntó Tim.
– Te llamaré por la mañana -asintió Corinne.
Se dispuso a salir del cuarto, ocupada en recoger su abrigo y su cartera, pero Tim la detuvo.
– ¿Ni siquiera me darás un beso de buenas noches?
Corinne le tocó apenas la mejilla con los labios, pero se resistió a su abrazo.
– Ahora no, Tim. Por favor. Esta noche no.
Derrotado, Tim la dejó ir, solo e inmóvil en la habitación mientras ella se ponía el abrigo. Después Corinne volvió a entrar y le sonrió.
– Ahora sé de quien heredó Lisa su gesto de enojo… de su padre. Vamos, Tim, no es el fin del mundo, te llamaré mañana o llámame tú. ¿Está bien?
Tim movió la cabeza asintiendo.
– ¡Estos hombres!
Corinne pronunció estas palabras en voz alta; después las repitió mientras conducía el automóvil hasta su casa. Qué tercos podían ser a veces, pensó. Y no solamente Tim. Cal Pendleton no era mejor en ese aspecto. Decidió que él y Tim debían ser grandes amigos. Uno de ellos aferrándose a la idea de que todo iba muy bien y el otro aferrándose a la idea de que lo que sucedía, sucedía en el cerebro de Michelle.
Pero no era así. Corinne estaba segura de ello, pero no sabía qué hacer ahora. ¿Debía hablar al respecto con June Pendleton? Debía hacerlo. En ese mismo momento. Dando un brusco viraje con el automóvil, se dirigió hacia la casa de los Pendleton, pero cuando llegó la encontró a oscuras. Se quedó unos minutos sentada en su auto, discutiendo consigo misma. ¿Debía despertarlos? ¿Para qué? ¿Para contarles un cuento de fantasmas?
En definitiva, se fue simplemente a su casa.
Pero esa noche, antes de dormirse, Corinne Hatcher tuvo la sensación de que los acontecimientos se precipitaban, como si lo que finalmente fuera a suceder, fuera a suceder pronto.
Y cuando sucediera, fuera lo que fuese, todos sabrían la verdad.
Ella solo esperaba que, mientras tanto, nadie más muriera…
La cadera le reventaba de dolor. Quería detenerse a descansar, pero sabía que no podía hacerlo. Tras ella, pero acercándose cada vez más, oía gente que la llamaba… gente enfurecida… gente que quería hacerle daño.
No podía dejarq ue le hicieran daño… tenía que escapar, lejos donde ellos no pudieran encontrarla. Amanda la ayudaría. Pero ¿dónde estaba Amanda?
Llamó en voz alta, implorando a su amiga que viniera y la ayudara, pero no hubo respuesta… tan solo esas otras voces, gritándole, asustándola.
Trató de moverse más rápido, trató de obligar a su pierna izquierda a responder como ella quería, pero fue inútil. Iban a alcanzarla.
Se detuvo y se dio vuelta.
Sí, allí estaban, acercándose a ella.
No podía ver sus rostros con claridad, pero le pareció conocer las voces.
La señora Benson.
Eso no la sorprendió.
La señora Benson siempre la había odiado.
Pero había otros.
Sus padres. En fin, no sus padres, sino esos dos desconocidos que habían fingido ser sus padres.
Y alguien más… alguien que ella creía que simpatizaba con ella. Era un hombre, pero ¿quién? No importaba en realidad. Fuera quien fuese, también él quería hacerle daño. Sus voces se hacían más fuertes y se aproximaban. Para escapar, ella tendría que correr.
Miró en derredor frenéticamente, segura de que Amanda vendría y la ayudaría, pero Amanda no estaba allí.
Tendría que escapar sola.
Si podía llegar al risco, estaría a salvo.
Hacia él echó a andar, mientras el corazón le latía con violencia y el aliento le brotaba en cortos jadeos.
Su pierna izquierda la retrasaba. ¡No podía correr! ¡Pero tenía que correr!
Y entonces se encontró allí, encaramada en lo alto del risco, debajo de ella el mar, y detrás esas voces, insistentes, exigiendo… lastimando. Una vez más miró por sobre su hombro. Ya estaban más cerca, casi junto a ella. Pero no la atraparían.
Con un último estallido de energía, se arrojó desde el risco.
Caer era tan fácil.
El tiempo pareció detenerse, y ella flotaba, tranquila, sintiendo que el aire pasaba veloz junto a ella, contemplando el cielo.
Miró abajo… y vio las rocas.
Dedos de piedra afilados, amenazantes, tendiéndose hacia ella, listos para despedazarla.
El terror la devoró finalmente, y abrió la boca para gritar… pero era demasiado tarde, iba a morir…
Michelle despertó temblando, con la garganta oprimida por un grito no emitido.
– ¿Papá?
Su voz fue suave, diminuta en la noche. Sabía que nadie la había oído. Nadie, excepto…
– Yo te salvé -le susurró Amanda-. No permití que murieras.
– ¿Mandy?… -murmuró Michelle. Ella había venido. Se sentó en la cama, mientras el temor la abandonaba al darse cuenta de que Amanda estaba allí, ayudándola, cuidándola-. Mandy, ¿dónde estás?
– Aquí estoy -respondió Mandy con suavidad. Surgió de las sombras de la habitación, de pie cerca de la ventana, con su negro vestido que resplandecía espectralmente a la luz de la luna. Tendió la mano y Michelle abandonó su lecho.
Sosteniéndola de la mano, Amanda la condujo al bajar la escalera y salir de la casa. Solo al llegar al estudio, advirtió Michelle que había olvidado su bastón. Pero no importaba… allí estaba Amanda para sostenerla.
Además, la cadera no le dolía nada. ¡Absolutamente nada!
Se introdujeron en el estudio y Michelle supo inmediatamente que hacer. Era como si Amanda pudiese hablarle en silencio, como si Amanda estuviese verdaderamente dentro de ella.
Encontró un block de dibujo y lo colocó en el caballete de su madre. Trabajaba rápidamente, con trazos audaces y seguros. El cuadro surgió con rapidez.
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