John Saul - Ciega como la Furia
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– Cuando pueda ocuparme. No hay ninguna prisa.
– Yo podría ayudarte -ofreció Michelle.
– Ya veremos.
Aunque el tono de Cal fue evasivo, Michelle sintió que rechazaba su ofrecimiento. Abrió la boca para protestar; luego lo pensó mejor y decidió abandonar el tema. Arriba Jenny empezó a llorar. Desde el fogón, June miró hacia lo alto; después se volvió hacia su esposo y su hija.
– Michelle ¿crees que podrías…?
Pero Cal ya estaba de pie, encaminándose hacia la escalera.
– Yo me ocuparé de ella. Volveré en un minuto.
June vio que los ojos de Michelle seguían a su padre al salir de la cocina. Pero cuando su hija desvió la mirada y pareció disponerse a hablar, June se apresuró a ocuparse de los huevos. Simplemente no había nada que ella pudiera hacer. Se sentía impotente, ineficaz y furiosa… consigo misma y con Cal.
– Aquí está mi pequeña -dijo Cal cuando regresó a la cocina, sosteniendo en un brazo a Jenny. Sentándose frente a la mesa, se puso a hacer saltar suavemente a la niñita, haciéndola sonreír y gorgotear de placer.
– ¿Puedo tenerla yo? -preguntó Michelle. Después de mirarla, Cal sacudió la cabeza.
– Está contenta donde está. ¿No es hermosa?
Sin contestar, Michelle se levantó repentinamente de la mesa.
– Olvidé algo arriba. Llámame cuando sea hora de salir, ¿de acuerdo?
Cal asintió distraídamente, todavía absorto en Jenny.
– Eso fue cruel -dijo June cuando Michelle hubo salido de la cocina.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Cal, sorprendido por la expresión en el rostro de June. ¿Qué había hecho él?
– ¿Al menos no habrías podido dejarla tener a Jenny?
– No te entiendo -replicó Cal. Su expresión perpleja indicó a June que no tenía la más vaga idea de lo que ella quería decir.
– Oh, no importa -dijo June mientras empezaba a servir los huevos.
Mientras viajaban por Paradisc Point es¿i mañana, ni Cal ni Michelle hablaron. No era un silencio cómodo, no era el tipo de silencio íntimo, cordial, que ambos habían disfrutado allá en Boston; en cambio era como si entre los dos hubiese un abismo, un abismo que se estabaensanchando y que ninguno de ellos sabía trasponer.
Sally Carstairs trataba de no escuchar la monótona voz de Susan Peterson.
Estaban sentadas bajo el árbol, comiendo su merienda, y a Sally le parecía que Susan no callaría jamás. Ya hacíacasi quince minutos que hablaba sin parar.
– Bien podría irse a otra escuela -había empezado Susan. Todos habían comprendido de quién hablaba, ya que tenía los ojos fijos en Michelle que estaba sola sentada en lo alto de los escalones. – Quiero decir, ¿realmente tenemos que mirarla renquear de un lado a otro como un fenómeno cualquiera? ¿Por qué no la envían a una de esas escuelas para niños especiales? Si es que se puede llamar especial a una retardada.
– Ella no es retardada -objetó Sally -. Solamente es coja.
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Susan airosamente-. La que es un fenómeno es un fenómeno.
Y así siguió, con voz vibrante de malicia, enumerando sus objeciones a que Michelle estuviera en la misma escuela que los demás, y mucho menos en la misma aula.
Sally siguió tratando de no escuchar, pero la voz de Susan era como una abeja zumbando en sus oídos. Cada pocos segundos miraba a ver si Michelle podía oír lo que Susan estaba diciendo. Pero Michelle parecía no hacerles ningún caso. Entonces, en el momento en que Sally decidió que ya había oído bastante y se disponía a levantarse y acercarse a Michelle, vio que Annie VVhitmorc corría a su lado. Pudo verlas conversar: luego Annie tomó a Michelle por la mano, tirando de ella para ponerla de pie. Cuando los demás integrantes del grupo que estaban delante del arce advirtieron lo que sucedía, Susan guardó silencio. Vieron que Annie bajaba los escalones conduciendo a Michelle y luego se dirigía con ella hacia un lugar situado a pocos metros de distancia, donde estaban reunidas las demás alumnas de tercer grado. Un momento más tarde Michelle sostenía una punta de la cuerda de saltar, Annie la otra, y las niñas más pequeñas empezaron a turnarse en el medio.
– No me digas que no es retardada -comentó Susan Peterson.
Alrededor de ella, sus amigos comenzaron a reír por lo bajo.
Michelle procuró no hacer caso de esos sonidos, diciéndose que ellos se reían de otra cosa. Pero sabía que no era verdad. Podía sentirlos: mirándola, cuchicheando entre sí, riendo. Mientras la primera punzada de furia le apretaba el estómago, sujetó mejor la cuerda de saltar, obligándose a concentrarse en Annie Whitmorc cuyos pies brincaron hábilmente al ritmo del canto cuando empezó su turno.
Pero al aumentar las risas desde el grupo de Susau 'eterson, Michelle encontró cada vez más difícil no hacerles aso. Su ira aumentó: sintió que el rostro se le acaloraba, xcrró un momento los ojos, con la esperanza de que al bstruir de su visión a sus condiscípulos, pudiera excluirlos. e sus pensamientos.
Cuando abrió de nuevo los ojos, algo parecía haber
ocurrido. El sol tan brillante unos segundos atrás, se estaba
cabando en una bruma gris. Y sin embargo era demasiado
emprano para que entrara la niebla. La niebla siempre
entraba al caer la tarde, no a la hora de la merienda…
En sus oídos, las burlas de Susan Peterson se tornaron
más sonoras, atravesando la niebla, atormentándola.
"Haz irirar la cuerda", se decía. "Sólo haz iiirar la
o o
cuerda y finge que no ocurre nada".
Su visión se esfumaba rápidamente: pronto no percibió nada más que la soga en su mano. Redobló el ritmo del canto, haciendo girar la cuerda más rápido para seguirlo.
En el rostro de Annie, la sonrisa feliz empezó a apagarse, mientras procuraba seguir el ritmo de Michelle, súbitamente furioso. Brincaba cada vez más rápido y pronto renunció a emplear el saltito intermedio que llenaba el tiempo entre las rotaciones de la soga. Ahora saltaba de frente a Michelle, procurando decidir si debía continuar o tratar de escaparse. Pero la soga iba demasiado rápido. Annie no podía escapar ni tampoco continuar.
Cuando la soga le fustigó los tobillos, Annie gritó de dolor, tropezó y cayó al suelo.
Fue el grito lo que lleg óhasta Michelle.
Ahogando las risas de Susan Peterson, atravesó la bruma, perforando la niebla como un relámpago.
La soga, arrancada de su mano al golpear a Annie, yacía a los pies de Michelle. No recordaba haberla soltado: no recordaba qué había ocurrido exactamente. Pero allí
estaba Annie, frotándose el tobillo y minando a Michelle con más reproche que temor.
– ¿Por que hiciste eso? -inquirió Annie-. No puedo saltar tan rápido.
– Disculpa -respondió Michelle. Dio un paso adelante pero Annie pareció encogerse apartándose de ella. No quise hacerla girar tan rápido. De veras que no. ¿Te sientes bien?
De nuevo se movió hacia Annie, y la nifiita, al no ver otra cosa que preocupación en el rostro de Michelle, dejó que la ayudara a levantarse.
– Duele -se quejó-. ¡Me arde!
En su pierna se estaba formando una roncha que ella frotó de nuevo antes de incorporarse. Se había congregado un pequeño gentío que observaba con curiosidad, señalando primero a Annie y luego a Michelle. Al ver acercarse a Susan Peterson, Michelle se alejó renqueando lo más rápido que podía. Estaba al pie de los escalones cuando oyó, detrás de sí, la voz de Sally Carstairs.
– Michelle.,. ¿que pasó?
Michelle se volvió hacia Sally. Aunque en sus ojos no había más que curiosidad, Michelle desconfió. Después de todo, solo unos instantes atrás Sally había estado bajo el árbol junto con Susan y los demás.
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