John Saul - Ciega como la Furia
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– Michelle.
Annie aguardó mientras Michelle bajaba lentamente la escalera.
– ¿Te lastimaste?
– Me caí del risco, allá en la caleta -repuso Michelle. Observó cuidadosamente a Annie,- pero en los ojos de la niña no había otra cosa que curiosidad.
– ¿Te dolió?
– Creo que sí -replicó Michelle-. No recuerdo. Me desmayé.
Entonces los ojos de Annie se le saltaron casi de agitación.
– ¿De veras? -exclamó -. ¿Cómo fue?
Michelle sonrió a la asombrada niña.
– No lo se… ¡estaba atontada!
Entonces Annie se alejó corriendo, brincando adelante de ella, y volvió a reunirse con sus amigas. Al acercarse a las niñitas, Michelle oyó que Annie decía con entusiasmo.
– Se llama Michelle. Se cayó del risco, y se desmayó, y no puede saltar, pero dará vuelta a la cuerda para nosotras. ¿No les parece sensacional?
Ahora todas las niñitas miraron con fijeza a Michelle. Por un momento temió que fueran a reírse de ella.
No lo hicieron.
En cambio parecían pensar que ella tenía suerte al haberle sucedido algo tan interesante. Pocos minutos más tarde, Michelle estaba de pie, con la espalda apoyada en un árbol, dando vueltas a la cuerda y entonando los versos junto con las demás.
June había dejado que el silencio entre su marido y ella permaneciera ininterrumpido mientras penetraban en Paradise Point. Podía intuir la hostilidad de Cal y no necesitaba oírle decir que, en su opinión, ella se estaba portando estúpidamente. Por su parte, él no dijo nada hasta que el automóvil llegó frente a la escuela, y cuando habló, lo hizo con voz triunfante.
– Fíjate en eso, ¿quieres? Y dime si piensas que ella es una "reclusa" -dijo escupiendo la palabra como si fuese algo amargo.
Siguiendo su mirada, June vio a Michelle que, apoyada en un árbol, hacía girar alegremente la cuerda para las niñas más pequeñas. Oyeron su voz, más fuerte que las demás, entonando una canción infantil.
June contempló fijamente la escena, sin poder casi creer lo que estaba viendo. “Me equivoqué" se dijo. "Todo va a ir muy bien. Reaccioné de manera excesiva". Ese día, a la clara luz de la tarde otoñal, todo parecía perfectamente normal.
Al verlos, Michelle saludó con la mano y entregó su punta de la soga a Annie Whitmore. Luego echó a andar hacia ellos. Cuando llegó al automóvil se detuvo, mientras una sonrisa iluminaba su cara.
– ¡Hola! ¿Por qué tardaron tanto? Me estaba preocupando. Pero no mucho – agregó, subiendo al asiento trasero del coche.
– Todo está muy bien, preciosa -dijo Cal -. No hay motivo para que te preocupes.
Pero mientras él hablaba, June meditaba. Su voz temblaba, aunque ella sabía que trataba de controlarla. No mucho, pero sí lo suficiente como para que ella supiera que mentía. Sus preocupaciones volvieron a dominarla: tal vez Michelle estuviera mejorando. Pero ¿y su esposo?
Michelle daba vueltas dormida, inquieta. Gimió un poco; luego despertó.
No fue un despertar lento, como el que hace que uno se pregunte por unos instantes si está todavía dormido. Fue, en cambio, el despertar instantáneo que es provocado por un tumulto, un sonido insólito en la noche.
Y sin embargo, no se había oído ningún sonido. La niña permaneció inmóvil, escuchando. Podía oír solamente el constante retumbo del mar contra el risco, y uno que otro susurro cuando los vientos otoñales hacían rozar las ramas contra las casas. Y la voz de Amanda.
Ese sonido fue consolador para Michelle, que se arropó más en la cama, escuchando.
– Ven conmigo -susurraba Mandy. Después, en tono más urgente:- Ven conmigo afuera.
Apartando las cobijas, Michelle salió de la cama. Se acercó a la ventana y miró afuera.
La luna, casi llena, arrojaba sobre el mar un resplandor etéreo. Michelle dejó que sus ojos se pasearan por la escena. Finalmente fueron a fijarse en el estudio, pequeño y solitario al borde del risco. Entonces, mientras sus ojos seguían fijos en el estudio, una nube pareció pasar sobre la luna, impidiéndole ver.
– Ven -susurró Mandy -. Tenemos que ir afuera.
Michelle sintió que Mandy tironeaba de ella. Se puso la bata ajustándola en la cintura, calzó sus chinelas, luego salió de su cuarto, caminando lenta, cuidadosamente, escuchando la voz de Amanda.
En su habitación, su bastón estaba todavía apoyado junto a su cama.
Atravesando la casa a oscuras, salió por la puerta trasera. Firmemente guiada por la voz de Mandy, cruzó el césped y entró en el estudio de su madre.
En el caballete había una tela, el paisaje marino en que su madre había estado trabajando tanto tiempo. Michelle lo contempló en la penumbra; sus colores se presentaban atenuados en tonos grises, las burbujas aparecían como extraños puntos luminosos en el sugestivo cuadro.
Sintiéndose atraer lejos del caballete, se acercó al armario.
– ¿De qué se trata? -preguntó con voz apenas audible. Abrió la puerta del armario y penetró en él.
– Hazme un retrato -le susurró Amanda.
Obediente, Michelle tomó una tela y la llevó hasta el caballete. Depositando en el suelo el cuadro de su madre, lo reemplazó por la tela que acababa de sacar del armario.
– ¿Un retrato de qué? -preguntó.
En la oscuridad hubo un silencio: después la voz de Amanda, de pronto más clara, le habló de nuevo.
– Lo que me mostraste. Hazme un retrato de lo que me mostraste.
Michelle tomó un carboncillo de dibujo y comenzó a bosquejar.
Detrás de sí podía sentir la presencia de Amanda, mirándola trabajar por sobre su hombro.
Dibujaba con rapidez, como si alguna fuerza invisible guiara su mano.
Como si alguna fuerza invisible guiara su mano.
Las figuras surgían en la tela.
Primero la mujer: apenas los contornos escuetos, sus piernas lánguidamente estiradas sobre un diván de estudio.
Después el hombre, encima de ella, acariciándola.
Mientras dibujaba, Michelle empezó a sentir cierto entusiasmo, una energía que fluía a ella desde fuera de sí.
– Sí -susurró Amanda-. Así es como fue. Ahora puedo verlo. Por primera vez, puedo realmente verlo…
Una hora más tarde Michelle retiró la tela del caballete, la puso de nuevo en el armario y volvió a colocar el cuadro de su madre exactamente como había estado antes.
Cuando salió del estudio, no quedaban señales de que ella hubiese estado alguna vez allí. Ninguna señal, salvo el boceto al carboncillo sepultado en el revoltijo al fondo del armario.
Cuando se despertó a la mañana siguiente Michelle se preguntó por que todavía se sentía cansada.
Había dormido bien esa noche.
Estaba segura de ello.
Y sin embargo sentíase fatigada, y la cadera le palpitaba de dolor.
CAPITULO 16
Cuando Michelle entró en la cocina, los ojos de June se llenaron de preocupación. En silencio advirtió el marcado aumento en la cojera de su hija. En los ojos de la niña había un cansancio que la inquietó.
– ¿Te sientes bien esta mañana?
– Estoy muy bien. Me duele la cadera.
– Tal vez no deberías ir a la escuela sugirió June.
– Puedo ir. Viajaré de nuevo con papá. Y si esta tarde mi cadera no está mejor te llamare. ¿De acuerdo?
– Pero si estás demasiado fatigada…
– Estoy bien -insistió Michelle.
Apartando la vista del diario que estaba leyendo, Cal Pendleton lanzó una mirada de advertencia a June, como diciendo: "Si ella dice que está bien, está bien… no insistas''. Interpretando la mirada, June volvió su atención a los huevos que estaba revolviendo. Michelle se acomodó en un sillón, frente a su padre.
– ¿Cuándo vas a terminar la despensa?
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