John Saul - Ciega como la Furia
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Levantándose de la cama, se acercó a la ventana y levantó la muñeca que estaba allí apoyada en el alféizar. Alzándola a la altura de sus ojos, contempló su rostro de porcelana.
– ¿Qué quieres, Amanda? -preguntó con suavidad-. ¿Qué quieres que yo haga?
– Quiero que me muestres cosas -susurró la voz en su oído-. Quiero que me muestres cosas y que seas mi amiga.
– Pero ¿qué quieres ver? ¿Cómo puedo mostrarte cosas si no sé qué quieres ver?
– Quiero ver cosas que sucedieron hace mucho tiempo. Cosas que entonces nunca pude ver… hace tanto que te esperaba… por un tiempo creí que jamás podría ver. Lo intenté. Traté de intentar que otras personas me mostraran pero nunca pudieron y entonces llegaste tú.
El susurro fue interrumpido por un sonido.
– ¿Qué es eso? -susurró la voz.
– Solo Jenny. Está llorando.
Desde el cuarto infantil, del otro lado del pasillo, los lamentos de la pequeña aumentaron. Michelle aguardó un momento, segura de que oiría el paso de su madre en la escalera. Entonces la voz le volvió a susurrar:
– Muéstramela.
– ¿A la niñita?
– Quiero verla.
Los gritos de Jennifer se habían convertido en un sollozante berrido. Michelle se acercó a la puerta.
– ¿Mamá? -llamó; no hubo respuesta-. ¡Mamá, Jenny está llorando!
Al no tener tampoco respuesta, Michelle se encaminó por el pasillo hacia la nursery. Estaba segura de que Amanda iba con ella, junto a ella. Aunque no la podía ver, podía sentir una presencia. Decidió que esa sensación le gustaba.
Abrió la puerta de la nursery. De pronto los llantos de Jennifer fueron más ruidosos. Michelle levantó a la pequeña que lloraba, acunándola contra su pecho como le había enseñado su madre.
– ¿No es hermosa? -susurró, dirigiéndose a Amanda.
– Hazle algo -contestó a su vez Amanda.
– ¿Hacerle algo? ¿Porqué?
– Es como los otros… no es tu amiga…
– Es mi hermana -protestó Michelle, indecisa.
– No es tal cosa -le contestó Amanda-. Es la hija de ellos, no tu hermana. Ellos la quieren a ella, no a ti.
– Eso no es verdad.
– Es verdad. Tú sabes que es verdad. Debes hacer algo.
El susurro se volvió intenso, apremiando a Michelle, imponiéndosele.
Al contemplar la cara de la pequeña, Michelle vio los diminutos rasgos de Jenny, haciendo muecas de insatisfacción. De pronto, irracionalmente, quiso apretarla, quiso obligarla a que dejara de llorar, quiso castigarla.
Apretando los brazos, oprimió a Jennifer contra su pecho.
Los gritos de Jennifer cobraron un tono de dolor.
Michelle apretó más fuerte. Los clamores parecieron apagarse, mientras el sonido de la voz de Amanda se volvía más fuerte.
– Eso es -canturreaba la voz en sus oídos-. Más fuerte. Apriétala más fuerte…
Los ojos de Jenny empezaron a saltársele; sus bracitos se agitaron al tratar de respirar. El llanto se volvía más suave, convirtiéndose en un gimoteo.
– Solo un poco más… -susurraba la voz.
Y entonces apareció June en la puerta de la nursery.
– Michelle… Michelle ¿qué ocurre?
Fue como si alguien hubiera hecho girar un interruptor. La voz dejó de sonar en la cabeza de Michelle. Esta miró primero a su madre, luego la cara de Jennifer. Se dio cuenta de que estaba apretando a la pequeña, apretándola tan fuerte que le hacía daño. Entonces aflojó la presión. Repentinamente Jennifer dejó de llorar y boqueó un poco. El tinte levemente azulado de su piel desapareció, y sus ojos parecieron recuperar una posición normal.
– La… la oí llorar -dijo Michelle-. Como tú no subías, vine a ver que pasaba. Lo único que hice fue levantarla…
June tomó a Jenny que había empezado de nuevo a sollozar, y la acunó contra el pecho diciendo:
– Estaba afuera, en el estudio. No podía oírla. Pero ya todo está bien -dijo mientras acariciaba a la pequeña que lloraba, haciendo ruidos tranquilizadores-. Yo me haré cargo de ella -agregó June -. Vuelve a tu habitación. ¿De acuerdo?
Por un momento, Michelle vaciló. No quería regresar a su cuarto, quería quedarse allí. Con su madre y su hermanita. La voz de Amanda volvió a ella, recordándole que Jenny no era su hermana. Y esta mujer no era su madre. En realidad, no. Con la mente llena de imágenes y pensamientos confusos, Michelle salió cojeando de la nursery y se encaminó a su cuarto por el pasillo.
Tendida en la cama, acunando en sus brazos a su muñeca, clavó la mirada en el ciclorraso.
Todo empezaba a explicarse para ella ahora…
Amanda tenía razón.
Ella estaba sola.
Salvo por Amanda.
Amanda era su amiga.
– Te quiero -susurró a la muñeca. Te quiero más que a nada en el mundo.
Esa tarde, cuando Cal Pendleton llegó a casa, June estaba sentada en la cocina, sosteniendo en su regazo a Jenny, contemplando el mar. Se detuvo en la puerta de la cocina y la observó. La luz indirecta de la tarde arrojaba sobre ella un suave resplandor. Por un momento. Cal quedó abrumado por la belleza de la escena… la madre y la niña, su esposa y su hija, con la ventana y más allá la caleta enmarcándolas, casi como una aureola. Pero cuando June se volvió hacia él, su sensación de bienestar quedó destruida.
– Siéntate Cal. Tengo que hablar contigo -empezó June. No hizo falta decirle que quería hablar sobre Michelle -. Algo anda mal. No es solo su cojera, y Dios sabe que eso ya es bastante malo. Hoy sucedió algo en la escuela, o después de la escuela. No quiso decirme qué, pero la asustó.
– Bueno, fue su primer día… -empezó a decir Cal, pero June no le permitió terminar.
– Hay más. Esta tarde estaba yo en el estudio, trabajando. Oí llorar a Jenny y cuando subí a cuidarla, Michelle estaba allí. Sostenía a Jenny y tenía en el rostro una extrañísima expresión. Y estaba apretando a Jenny…
Su voz se apagó: el recuerdo de la tarde aún era vivido en su mente. Cal permaneció un momento silencioso. Cuando finalmente habló, su voz fue tensa.
– ¿Qué tratas de decir? ¿Crees que algo le pasa a Michelle?
– Sabemos que le pasa algo comenzó June.
Pero esta vez Cal no la dejó terminar.
– Cayó, sufrió algunas contusiones, y se perdió unas cuantas clases. Pero está mejorando cada día.
– No está mejorando. Eso querrías tú, pero si pasaras algún tiempo con ella, verías que no es la misma niña que solía ser -insistió June. Contra su voluntad, empezó a levantar la voz-. Algo le está pasando, Cal. Se está convirtiendo en una reclusa, que se pasa todo el día sola con esa maldita muñeca, y yo quiero saber por qué. Y en cuanto a ti, vas a dedicarle algo de tiempo, Cal. Irás conmigo cuando la lleve a la escuela mañana, y también irás conmigo cuando pase a buscarla. Y por las noches dejarás de esconderte en Jenny y en tu periódico, y empezarás a dar alguna atención a Michelle. ¿Está claro?
Cal se incorporó, con el rostro sombrío, la mirada pensativa.
– Déjame manejar mi vida a mi manera, ¿de acuerdo?
– No es tu vida -replicó June-. ¡Es mi vida, y también la vida de Jenny! Lamento todo lo que ha ocurrido, y querría ayudarte. Pero, Dios santo. Cal, ¿qué hay de Michelle? Es una niña y nos necesita. Tenemos que estar presentes para ella. ¡Los dos!
Pero Cal no oyó estas últimas palabras. Ya había salido de la cocina, encaminándose hacia la sala de recibo, donde cerró la puerta, se sirvió un trago y procuró olvidar las palabras de su esposa, acusándolo, siempre acusándolo.
Tendría que demostrar que ella se equivocaba.
Demostrarle que todo estaba perfecto, que Michelle se hallaba muy bien. Que él mismo se hallaba muy bien.
Esa noche, después de la cena, Michelle se presentó en la sala de recibo, con su juego de ajedrez bajo el brazo.
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