– ¿Ni los Reyes Católicos sabían quién era Colón?
– Ellos sí que lo sabían, claro que lo sabían -dijo balanceando afirmativamente la cabeza-. Colón era parte integrante de la conspiración de los duques de Bragança y de Viseu contra la Corona portuguesa. Esa conjura se basaba en una alianza de los conspiradores con la Corona de Castilla. Entre los documentos encontrados en el cofre del duque de Bragança había cartas de los Reyes Católicos. Como Colón formaba parte de la trama, forzosamente los monarcas lo conocían, aunque de una manera remota. Por otra parte, sólo así se explica que le hayan dado crédito. -Estiró el brazo hacia la Historia del Almirante, de Hernando Colón, que Tomás había apoyado en su regazo-. Muéstreme ese libro. -El conde cogió el volumen y lo hojeó, buscando una referencia-. Hay aquí…, a ver…, hay aquí una referencia reveladora: es el fragmento de una carta de Colón al príncipe Juan, incluida en el libro por Hernando. Está…, está aquí, escuche: «yo no soy el primer Almirante de mi familia». -Miró a Tomás, con la cabeza inclinada hacia un lado con una expresión de burla-. ¿Colón dijo que no era el primer almirante de su familia? Pero ¿no se suponía que él era un tejedor genovés sin instrucción? -Se rio-. Es decir, que el propio Almirante subrayó indirectamente su origen noble, algo que la monarquía castellana, por otra parte, ya sabía, como lo prueba el hecho de que en abril de 1492, antes del gran viaje a América, reconoció en un documento que el navegante era aristócrata. Además, si Colón fuese realmente un humilde tejedor genovés, como pretende la absurda versión oficial genovesa, los Reyes Católicos se habrían reído de su petición de audiencia. Siendo quien era, no obstante, el asunto adquiría otro color. Pero, dada la rivalidad entre Portugal y Castilla, habría sido poco conveniente hacer público que el almirante de la flota castellana era un portugués, para colmo de posible origen judío. Era inaceptable. De modo que la verdadera identidad de Colón permaneció en secreto. Observe que los esfuerzos por mantener oculta la procedencia del Almirante fueron tan grandes que la propia carta de naturalización castellana de su hermano menor, Diego, omitió su nacionalidad de origen. Pero era una norma del derecho público que esas cartas mencionasen siempre la nacionalidad de origen del ciudadano que pretendía naturalizarse, elemento que se encuentra en todas las cartas de naturalización guardadas en el Registro de Sello del Archivo de Simancas referentes a este periodo. La de Diego Colón es la excepción. Lo que demuestra cuán lejos llegaron las precauciones de la Corona para que se llegase a revelar el origen del Almirante. Si él hubiese sido realmente genovés, no se entiende el motivo para ocultar la nacionalidad de procedencia. Siendo, no obstante, portugués, y tal vez judío, la cosa cambia. De ahí que los posteriores rumores acerca del origen genovés acabaran por revelarse providenciales, ya que ayudaron a confundir aún más. A los propios Reyes Católicos les convenía dejar circular esa versión italiana, mucho más prestigiosa para las tripulaciones y las poblaciones. De modo que, a través de esta conspiración de silencios y sobrentendidos, alimentada por el navegante y sus protectores, el origen de Colón se mantuvo difuso, envuelto en una densa neblina de misterio.
Pasaron entre un gigantesco plátano y un nogal tristón, verdaderos centinelas inmóviles y testigos silenciosos de siglos de vida en aquel extraño monasterio, y comenzaron a escalar la ancha escalinata de piedra del conjunto templario.
– Pero, si Colón estuvo implicado en la conspiración, ¿por qué razón don Juan II lo llamó a Lisboa en 1488?
El conde Vilarigues se acarició la barbilla puntiaguda.
– Por razones de Estado, estimado señor. Por razones de Estado. Cristóbal Colón defendía el viaje a la India por occidente, pero los Reyes Católicos no se mostraban convencidos. Don Juan II, en cambio, sabía que ese viaje sería casi imposible por dos razones. La primera: el mundo era bastante más grande de lo que Colón suponía. La segunda: el rey portugués ya conocía la existencia de tierra a mitad de camino.
Recorrían el atrio conventual del Terreiro da Entrada y se dirigían a la puerta sur del monasterio, pasando al lado de la estructura cilíndrica de la girola templaría, cuando Tomás se detuvo, mirando a su interlocutor.
– ¡Ah! Entonces don Juan II ya sabía de la existencia de América…
El conde se rio.
– Claro que lo sabía, amigo. Además, eso no implicaba ninguna hazaña. Que yo sepa, América fue descubierta hace millares de años por los asiáticos, que colonizaron el continente de un extremo al otro. Los vikingos, y en especial Erik el Rojo, fueron los primeros europeos en llegar allí. Los templarios nórdicos, algunos de los cuales vinieron a Portugal, preservaron ese conocimiento. Y los portugueses, sin duda, estuvieron explorando aquellas tierras durante el siglo xv, siempre en secreto. El almirante Gago Coutinho, el primer hombre que cruzó el Atlántico Sur en avión, concluyó que los navegantes del siglo XV tenían la experiencia de navegar hasta la costa americana antes de 1472 y sospechaba que el portugués Corte-Real había sido el primer europeo en llegar allí, después de los vikingos. Otros historiadores de renombre pensaban lo mismo, incluso Joaquim Bensaúde. Además, en el proceso del «pleyto de la prioridad», iniciado en 1532 por los hijos del capitán Pinzón, que sirvió a las órdenes de Colón, con la curiosa tesis de que el Almirante había descubierto una tierra cuya existencia ya era conocida, fueron escuchados en el tribunal varios testigos que habían estado en contacto con el gran navegante. Uno de ellos, un tal Alonso Gallego, se refirió a Colón como «persona que había sido criado del rey de Portugal y tenía noticia de las dichas tierras de las dichas Indias». Lo que resulta confirmado por el biógrafo contemporáneo de Colón, Bartolomé de las Casas, quien afirmó que el Almirante había recibido de un marinero portugués la información de que existía tierra al oeste de las Azores. El mismo De las Casas viajó en aquel tiempo por las Antillas y refirió que los indígenas de Cuba le revelaron que, antes de la llegada de los castellanos, otros navegantes, blancos y barbudos, habían andado por ahí. -Hizo un amplio gesto con la mano-. ¿Y usted ya ha visto el Planisferio de Cantino?
– Claro que sí.
– ¿Y se ha fijado en que allí aparece la costa de la Florida?
– Sí.
– Pero hay allí algo extraño. Un cartógrafo portugués realizó el Planisferio de Cantino a más tardar en 1502, pero la Florida no fue descubierta hasta 1513. Curioso, ¿no?
– Es evidente que los portugueses sabían más de lo que decían…
– ¡Claro que sabían! ¿Y qué me dice del extraño hecho de que, en su primer viaje, Colón haya llevado monedas portuguesas al Nuevo Mundo, eh? ¿Por qué monedas portuguesas? ¿Por qué no monedas castellanas? Esa decisión sólo cobra sentido si el Almirante hubiese estado convencido de que los nativos ya conocían el dinero de Portugal, ¿no?
La puerta Sur, ricamente decorada al estilo manuelino y cuyo remate era una fina moldura, estaba cerrada. Rodearon entonces la girola por la derecha, siempre en el Terreiro da Entrada y, en un rincón estrecho, justo después del campanario, cruzaron la pequeña puerta de la sacristía y penetraron en la penumbra del santuario. Pagaron dos tiques y entraron por el claustro del cementerio, con los pequeños naranjos que decoraban el patio erigido en gótico flamígero, y se internaron por los pasillos sombríos hasta invadir por fin el corazón del convento. La girola templaría.
La vieja rotonda exhalaba aquel tufo a moho de cosa antigua, una especie de rancidez seca, el olor que Tomás asociaba a los museos. La estructura estaba constituida por un tambor de dieciséis caras que, con un octógono en el centro, albergaba el altar mayor; las paredes se veían repletas de frescos y las columnas ostentaban estatuas doradas, cerrándose en una nave redonda cubierta por una cúpula bizantina. Se alzaba aquí el oratorio de los templarios de Tomar, construido según el diseño de la rotonda de la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. La girola se revelaba como la joya del monasterio, con su arquitectura solemne, imponente, con reminiscencias de los grandes santuarios de Tierra Santa. La puerta Sur, vista desde el interior, aparecía flanqueada por dos columnas torcidas, como las que, según las Escrituras, protegían el Templo de Salomón; sin embargo, los dos hombres se centraron de tal modo en la conversación que, después de una mirada rápida al deambulatorio de la girola, pronto lo ignoraron todo.
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