– No, no lo creo -vaciló-. Mejor dicho: ni lo creo ni lo dejo de creer. En realidad, no tengo elementos suficientes para formarme una opinión sobre este asunto.
– ¿Y qué piensa la Interpol?
Tomás inspiró despacio, sopesando las palabras.
– Ellos quieren saber más -dijo por fin-. Pero no niego que el descubrimiento de la relación entre los científicos asesinados y tú, y el hecho de que hayas desaparecido en el mismo momento en que ellos murieron ha dejado a los tipos de la Interpol…, ¿cómo te lo diría?, los ha dejado…, en fin, llenos de sospechas, ¿no? Y la comprobación de que hay un vínculo entre el séptimo sello, mencionado en el e-mail que recibiste, y el triple seis, encontrado junto a las dos víctimas, ambas expresiones provenientes del mismo texto bíblico, no ha ayudado mucho a quitarte de la lista de los sospechosos, como has de comprender.
Filipe amusgó los ojos, escrutando a su viejo amigo del instituto, atento a su reacción a la pregunta que tenía que hacerle.
– Oye, la Interpol no sabe que yo estoy aquí, ¿no?
– No, he cumplido a rajatabla con tus instrucciones, quédate tranquilo.
– ¿No le has dicho a nadie que venías hacia aquí?
– No, nadie sabe nada.
– ¿Seguro?
– Es decir, la Interpol sabe que estoy de viaje para encontrarte, claro, pero no les he dicho adónde iba.
Filipe pareció relajarse, aunque no demasiado.
– Si me hubiese enterado de que estabas detrás de ese asunto, no te habría dicho que vinieses.
– ¿Por qué?
– Porque esta historia es muy peligrosa, Casanova. Al venir aquí, y estando tú al tanto de algunos acontecimientos y a la orden de una organización policial, se ha creado un problema de seguridad, ¿entiendes?
– No, no entiendo.
– Tu presencia aquí es un riesgo.
– Entonces, ¿por qué me dijiste que viniese?
Su amigo suspiró.
– Yo no sabía nada de tu conexión con la Interpol. -Miró distraídamente el vaso rojo con mors que tenía en la mano-. Echaba de menos a mi país, hace mucho tiempo que no te veía, y cuando me encontré con tu mensaje en el sitio del instituto, cedí a la nostalgia. Ha sido una estupidez, pero ya está hecha.
Filipe se calló, pensativo y preocupado. La presencia de su viejo amigo tenía repercusiones que inicialmente no había considerado y necesitaba analizar la situación.
– No entiendo -dijo Tomás rompiendo con el silencio embarazoso-. Si eres inocente, ¿por qué razón tienes miedo de la Interpol?
Filipe alzó una ceja, como si la pregunta fuese absurda.
– ¿Yo te he dicho que fuese inocente?
La frase quedó suspendida entre los dos, como una nube negra antes de deshacerse en tormenta.
– ¿No lo eres?
Filipe sonrió sin ganas y, apartando los ojos del horizonte, bebió un trago de mors.
– Esta historia es muy complicada -dijo sombríamente-. Muy complicada.
Se hizo una pausa. La conversación parecía avanzar a trompicones, llena de sobreentendidos e insinuaciones, silencios comprometedores y sentidos ocultos, como si lo más revelador no fuese lo que se decía, sino lo que quedaba sin decirse.
– ¿Tienes alguna responsabilidad en esas dos muertes? -arriesgó Tomás.
Silencio.
– En la vida siempre tenemos responsabilidades por todo lo que ocurre a nuestro alrededor.
Nuevo silencio.
Esta última respuesta arrastraba aún más sobreentendidos, pero Tomás no se dio por satisfecho; necesitaba romper aquella niebla de sutilezas que le encapotaba el entendimiento, y así aclarar las cosas.
– Pero ¿fuiste tú quien… quien provocó esas muertes?
Un suspiro más de Filipe.
– Tal vez sea mejor que te cuente la historia desde el principio.
– Sí, tal vez sea mejor.
Filipe se llevó el vaso a la boca y bebió la mitad del mors-, era como si buscase aliento allí para iniciar su relato.
– Toda esta situación comenzó en 1997, en Japón -dijo, con su mente viajando en el tiempo-. Como consultor de la Galp y del Gobierno portugués para el área energética, formé parte de la comitiva de Portugal que fue a participar en la gran conferencia climática de Kioto. -Miró a Tomás-. Ya debes de haber oído hablar de esa conferencia, supongo.
– Sí, fue aquella que acabó con un acuerdo sobre el medio ambiente, ¿no?
– Justamente -confirmó-. El llamado Protocolo de Kioto. -Afinó la voz-. Lo que ocurrió en Kioto fue que la mayor parte de los países desarrollados asumió el compromiso solemne de, hasta 2012, reducir las emisiones globales de dióxido de carbono hacia valores inferiores los de 1990. Había señales de que el planeta se estaba calentando debido a la quema de los combustibles fósiles, y Kioto señaló la voluntad internacional de controlar la situación.
– Gracias a Dios.
– Fue lo que pensó la gran mayoría de los científicos. -Alzó las manos y los ojos al cielo, en un gesto teatral-.¡Gracias a Dios que se hacía algo! -Encaró a Tomás-. Pero hubo algunos expertos que participaron en esa conferencia y que se dieron cuenta de que todo aquello no era más que una fachada. Por pequeños detalles de comentarios entre delegaciones y por la forma en que cada delegación anunciaba generosas intenciones generales, pero evitaba comprometerse en medidas específicas que incluyesen costes, esos especialistas llegaron a la conclusión de que, a la hora de la verdad, los políticos darían largas y postergarían el problema, legándoselo a sus sucesores.
– ¿Por qué?
– Por las ramificaciones del protocolo, claro. Es que lo esencial de los cortes en las emisiones de dióxido de carbono recayó en el mundo industrializado. La Unión Europea se comprometió a reducir sus emisiones en un ocho por ciento; Japón en un seis por ciento; y los Estados Unidos, que son el mayor emisor de dióxido de carbono del planeta, en un siete por ciento.
– ¿Eso es poco?
– No, es magnífico -hizo una pausa para acentuar la frase siguiente-: si se hiciese.
– ¿Y no era así?
Filipe meneó la cabeza.
– No -murmuró-. Había tres problemas. El primero es que los estadounidenses no se atrevían a enfrentar los intereses instalados. Reducir la emisión de dióxido de carbono implica atacar tres industrias de gran importancia en Estados Unidos: la industria petrolera, la industria automovilística y la industria del carbón. Los ocupantes de la Casa Blanca no se atreven, lisa y llanamente, a enfrentarse a esos colosos.
– Entiendo.
– El segundo problema estaba aquí, en Rusia. El calentamiento global es una catástrofe para muchos países, pero no para éste. -Señaló en dirección a las montañas y a la taiga, al otro lado del lago-. Aquí en Siberia, por ejemplo, los inviernos más moderados y cortos sólo tienen ventajas agrícolas. Además, si la tundra se derrite, será más fácil y barato explotar el petróleo ruso del Ártico. El hielo queda más fino y las perforaciones se vuelven más sencillas. El petróleo corresponde a un tercio de las exportaciones de Rusia, por lo que este país, que es el tercero entre los mayores emisores mundiales de dióxido de carbono, no tiene ningún interés en poner fin al calentamiento del planeta. Por el contrario, sólo tiene que ganar con ello.
– Bien, una posición como ésa mina cualquier esfuerzo por controlar las cosas.
– Sin duda -coincidió Filipe-. Pero aún había un tercer problema. Kioto impuso muchas obligaciones al mundo industrializado, que es el que emite la mayor parte del dióxido de carbono que está causando el calentamiento global, pero ignoró a los países en vías de desarrollo.
– Eso me parece lógico, ¿no? -intervino Tomás-. Si el mundo industrializado es el que está causando el problema, es el mundo industrializado el que tiene que resolverlo.
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