John Boyne - La casa del propósito especial

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La casa del propósito especial: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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La primera vez que vi San Petersburgo fue la noche siguiente, cuando por fin entramos en la capital. Lo que pronto reconocería como la gloria de los triunfales designios de Pedro el Grande se vio en cierto modo apagado por la oscuridad de la noche, aunque eso no me impidió contemplar con asombro la amplitud de las calles y la cantidad de gente, caballos y carruajes que pasaban en todas direcciones. Jamás había visto semejante actividad. En las aceras había hombres ante unas jaulas con fuego donde asaban castañas y las vendían a las damas y los caballeros que pasaban, todos enfundados en gorros y pieles de la más exquisita calidad. Mis guardias parecieron no inmutarse ante el espectáculo; supongo que estaban tan acostumbrados a él que había dejado de impresionarlos, pero para un muchacho de dieciséis años que nunca se había alejado más de unos kilómetros de su pueblo natal, era deslumbrante.

Ante una de esas hogueras se había congregado una multitud; entonces nos detuvimos cerca de un elaborado carruaje y llevamos los caballos de la brida mientras la gente se apartaba para dejarles paso a los guardias. Hacía casi un día entero que no comía nada y ansié unas castañas; el estómago me rugió al pensar en una cena caliente. En torno, la gente reía y bromeaba; delante de todos iba una dama de mediana edad y expresión severa, y junto a ella se hallaban cuatro muchachas idénticamente vestidas, hermanas sin duda, cada una algo mayor que la anterior. Eran preciosas, y pese al hambre que me oprimía el estómago, sus rostros atrajeron mi mirada. Ellas no repararon en mí hasta que la última de la fila, de unos quince años, volvió la cabeza y me miró a los ojos. Yo debería haberme sonrojado en un momento así, o apartado la vista, pero no lo hice. En cambio, le sostuve la mirada y nos observamos como si fuéramos viejos amigos, hasta que ella notó de súbito lo caliente que estaba la bolsa que sujetaba y la soltó con un grito, esparciendo media docena de castañas que rodaron por el suelo hacia mí. Me agaché para recogerlas y ella corrió a recuperarlas, pero una severa reprimenda de su institutriz la hizo detenerse en seco, y titubeó sólo un segundo antes de volver a unirse a sus hermanas.

– ¡Señorita! -exclamé, echando a andar hacia ella con mi trofeo, pero sólo pude dar unos pasos antes de que uno de mis escoltas me asiera con rudeza del brazo herido; solté un grito y dejé caer de nuevo las castañas-. ¿Qué haces? -Me giré furioso hacia él, pues, sin saber por qué, detesté que la muchacha me viera chillar por el simple hecho de que un hombre me agarrase-. Estas castañas pertenecen a esa joven.

– Puede comprarse más -repuso el guardia, arrastrándome de vuelta a los caballos, tan hambriento como antes de detenernos-. Has de saber dónde está tu sitio, chico, y si no lo sabes, no tardarán en enseñártelo.

Fruncí el entrecejo y miré hacia la izquierda, donde la mujer y sus pupilas subían a su carruaje para alejarse, con los ojos de la multitud clavados en ellas, como debía ser, puesto que cada muchacha era tan hermosa como la anterior, con la excepción de la menor, que las eclipsaba a todas.

Unos instantes después cabalgábamos por las riberas del río Neva; yo observaba fijamente los terraplenes de granito y las alegres parejas jóvenes que paseaban por los senderos conversando. Allí la gente parecía feliz, cosa que me sorprendió, pues había esperado una ciudad desgarrada por la guerra. Sin embargo, se diría que ninguna de sus desagradables consecuencias había llegado a San Petersburgo, y las calles y plazas estaban llenas de risas, alegría y prosperidad. Apenas fui capaz de controlar mi creciente emoción.

Finalmente entramos en una plaza magnífica, donde se alzó ante mis ojos el Palacio de Invierno. Pese a la oscuridad de la noche, la alta luna llena me permitió contemplar la ciudadela de fachada verde y blanca con los ojos muy abiertos. No lograba comprender cómo habría construido alguien un edificio tan extraordinario, y sin embargo me pareció que yo era el único anonadado ante su esplendor.

– ¿Es esto? -pregunté a uno de los guardias-. ¿Es aquí donde vive el zar?

– Por supuesto -contestó malhumorado, con la misma falta de interés en hablar conmigo que él y su compañero habían mostrado durante todo el trayecto. Sospeché que consideraban indigno que les hubieran encomendado una tarea tan nimia como escoltar a un muchacho hasta la capital, mientras sus compañeros continuaban con el séquito del gran duque.

– ¿Yo también voy a vivir aquí? -quise saber, tratando de no reír ante una idea tan extravagante.

– Quién sabe. Nuestras órdenes son llevarte ante el conde Charnetski, y después de eso te las arreglarás por tu cuenta.

Pasamos ante la columna de Alejandro, de granito rojo y casi el doble de alta que el palacio, y me quedé mirando el ángel que presidía su cima, aferrando una cruz. Tenía la cabeza gacha, como un vencido, pero su pose era triunfal, un grito a sus enemigos para que se dieran a conocer, pues el poder de la fe garantizaría su seguridad. Siguiendo a los guardias, traspuse un arco de entrada que conducía directamente al cuerpo del palacio, y allí se llevaron mi caballo. Me recibió un caballero corpulento que me miró de arriba abajo mientras yo me enderezaba, entumecido por el largo viaje, y no pareció muy impresionado por lo que veía.

– ¿Eres Georgi Danílovich Yáchmenev? -inquirió cuando me acerqué.

– Así es, señor -contesté con educación.

– Soy el conde Vladímir Vládiavich Charnetski -anunció, al parecer disfrutando del sonido de las palabras que su lengua pronunciaba-. Tengo el honor de estar al mando de la Guardia Imperial. Me han dicho que llevaste a cabo un acto heroico en tu pueblo natal y que te han recompensado con un puesto en las dependencias del zar, ¿es cierto eso?

– Eso dicen. La verdad es que los acontecimientos de esa tarde transcurrieron con tanta rapidez que…

– Eso no importa -me interrumpió, y me indicó que lo siguiera hacia otra puerta que llevaba al cálido interior del palacio-. Has de saber que esa clase de heroicidades forman parte de las responsabilidades cotidianas de aquellos que protegen al zar y su familia. Vas a trabajar junto a hombres que han arriesgado su vida en incontables ocasiones, así que no pienses que eres especial. Eres un simple guijarro en una playa, nada más.

– Por supuesto, señor -repuse, sorprendido por su hostilidad-. Nunca me he creído más que eso. Y le aseguro que…

– Por lo general, no me gusta que me impongan nuevos guardias -afirmó, resoplando al ascender una serie de escalinatas alfombradas en púrpura, a un ritmo que me obligaba a correr para seguirlo, un hecho inesperado considerando nuestra gran diferencia tanto en edad como en peso-. Me preocupo en especial cuando me obligan a vigilar a jovencitos carentes de instrucción y que nada saben de nuestra forma de hacer las cosas aquí.

– Por supuesto, señor -repetí, corriendo tras él y esforzándome en parecer adecuadamente respetuoso y sumiso.

Al subir por las escaleras de palacio, contemplé sobrecogido los gruesos marcos dorados de espejos y ventanas. Estatuas de blanco alabastro sobresalían de las paredes y se alzaban triunfales sobre pedestales, de espaldas a las enormes columnatas grises que iban del suelo al techo. A través de puertas abiertas que daban a una serie de antecámaras, se vislumbraban magníficos tapices y cuadros, la mayoría de los cuales representaban grandes hombres a lomos de caballos conduciendo sus soldados a la batalla, y el suelo de mármol hacía reverberar nuestros pasos. Me sorprendió que un hombre de la corpulencia del conde Charnetski -y era una corpulencia extraordinaria- pudiese moverse por los pasillos con semejante destreza. Años de práctica, supuse.

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