John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– ¿A qué? -insistí, sonriendo-. Dímelo.

– Va a parecerte una ridiculez -repuso, encogiéndose de hombros a modo de disculpa-, pero siempre he pensado en Rusia como una especie de granada podrida. Roja y apetitosa por fuera, esconde su hedionda naturaleza, pero pártela en dos y los granos se derramarán ante ti, negros y repugnantes. Rusia me recuerda a esa granada. Antes de que se pudriera.

Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Yo no abrigaba sentimientos particulares respecto al olor de nuestro país perdido, pero la gente, las casas y las iglesias que me rodeaban en Finlandia me traían recuerdos del pasado. Tal vez fueran conceptos simples -Zoya siempre había tenido mayor tendencia a la metáfora que yo, quizá porque gozaba de mejor educación-, pero me gustaba la idea de estar cerca de casa otra vez. Cerca de San Petersburgo. Del Palacio de Invierno. Incluso de Kashin.

Pero ¡cómo había cambiado yo desde la última vez que puse los pies en cualquiera de esos lugares! Mirándome en el espejo al lavarme las manos después de comer, vi a un hombre viejo que contemplaba su reflejo, un hombre que antaño había sido apuesto, quizá, y joven y fuerte, pero que ya no era ninguna de esas cosas. Tenía el cabello ralo y pobre, con mechones del blanco más puro en las sienes, revelando una frente llena de manchas de vejez que en nada se parecía a la piel impecable y bronceada de mi juventud. Mi rostro era flaco, con las mejillas hundidas y unas orejas anormalmente grandes, como si fueran lo único de mi fisonomía que no se hubiese rendido. Los dedos se me habían vuelto huesudos; una fina capa de piel cubría mi esqueleto. Tenía la suerte de que mi movilidad no estuviese afectada, como había temido a menudo, aunque al despertar por las mañanas tardaba mucho más en hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantarme, lavarme y vestirme. Una camisa, una corbata y un jersey todos los días, pues a partir de los dieciséis años mi vida se había basado en la formalidad. Sentía más y más el frío a medida que transcurrían los meses.

En ocasiones me extrañaba que un hombre tan viejo y deteriorado como yo pudiese ser aún objeto del amor y el respeto de una mujer tan hermosa y juvenil como la mía. Pues ella, me parecía a mí, apenas había cambiado.

– Tengo una idea, Georgi -me dijo cuando volví a la mesa, pensando si sentarme de nuevo o esperar a que ella se levantara.

– ¿Una buena idea? -pregunté, decidiéndome por lo primero, pues Zoya no mostraba indicios de querer levantarse.

– Creo que sí -repuso titubeando un poco-. Aunque no estoy segura de qué vas a pensar tú.

– Piensas que deberíamos mudarnos a Helsinki -dije, riendo un poco ante lo absurdo de la idea-. Vivir nuestros últimos días a la sombra de la catedral de Suurkirkko. Te has enamorado de las costumbres finesas.

– No -contestó, sacudiendo la cabeza y sonriendo-. No, no es eso. No creo que debamos quedarnos aquí. De hecho, creo que deberíamos continuar.

La miré y fruncí el entrecejo.

– ¿Continuar? ¿Continuar hasta dónde? ¿Adentrarnos más en Finlandia? Es posible, por supuesto, pero me preocuparía que el trayecto te…

– No, no se trata de eso -me interrumpió con voz clara y firme, como si no quisiera arriesgarse a obtener una negativa por mostrarse demasiado entusiasta-. Me refiero a que deberíamos volver a casa.

Solté un suspiro. Al salir de Londres me preocupaba que el viaje resultara excesivo para ella, que lamentara la decisión y añorase la calidez y las comodidades de nuestro piso en Holborn. Al fin y al cabo, ya no éramos niños. No nos era fácil pasar tanto tiempo de acá para allá.

– ¿Te encuentras mal? -pregunté, inclinándome para cogerle la mano y estudiar su rostro en busca de indicios de malestar.

– No más que antes.

– Y el dolor… ¿se ha vuelto demasiado insoportable?

– No, Georgi -contestó con una sonrisa-. Me siento perfectamente bien. ¿Por qué dices eso?

– Porque quieres irte a casa. Y podemos irnos, desde luego, si es eso lo que deseas realmente. Pero de todos modos nos quedan sólo cuatro días de viaje. Quizá sería más sencillo regresar a Helsinki y descansar allí hasta que llegue el momento de coger el avión de vuelta.

– No me refiero a volver a Londres -dijo, sacudiendo la cabeza mientras miraba de nuevo a los niños, que jugaban ruidosamente en los montículos de nieve-. No me refiero a esa casa.

– ¿Adónde, entonces?

– A San Petersburgo, por supuesto. Al fin y al cabo, hemos llegado hasta aquí. No nos llevaría muchas horas más, ¿verdad? Podríamos pasar un día allí, sólo un día. Nunca imaginamos que volveríamos a estar en la plaza del Palacio. Nunca creímos que volveríamos a respirar aire ruso. Y si no lo hacemos ahora, cuando estamos tan cerca, jamás lo haremos. ¿Qué opinas, Georgi?

La miré y no supe qué decir. Al decidir emprender el viaje, sin duda una parte de nosotros se había preguntado si surgiría esa conversación, y de ser así, cuál de los dos lo sugeriría primero. La idea era llegar hasta Finlandia, llegar todo lo posible al este, tanto como permitieran el tiempo y nuestra salud, para contemplar la distancia y quizá distinguir las sombras de las islas en el Vyborgski Zaliv una vez más, incluso la punta de Primorsk, y recordar, imaginar y preguntarnos cosas.

Pero ninguno de los dos había hablado de recorrer los últimos centenares de kilómetros hasta la ciudad en que nos habíamos conocido. Hasta entonces.

– Creo que… -empecé, pronunciando despacio; luego moví la cabeza y empecé de nuevo-. Me pregunto si…

– ¿Qué?

– ¿Será seguro hacerlo?

El palacio de Invierno

Trataba por todos los medios de evitar que el temblor se me notara mucho.

El largo pasillo de la segunda planta del Palacio de Invierno, donde residían el zar y su familia cuando se hallaban en San Petersburgo, se extendía con frialdad a ambos lados; las doradas paredes se sumían en una intimidante oscuridad a medida que la luz de las velas se volvía más tenue y vacilante en la distancia. Y en el centro se hallaba un muchacho de Kashin que apenas lograba respirar al pensar en todos los que habrían recorrido esos pasillos en el pasado.

Por supuesto, yo nunca había contemplado semejante majestuosidad, pues ni siquiera creía que existieran sitios como ése fuera de mi imaginación, pero al bajar la vista vi que los nudillos de las manos se me ponían blancos al aferrar con fuerza los brazos del sillón. La tensión me revolvía el estómago; continuamente impedía que mi pie derecho repiqueteara con ansiedad en el suelo de mármol, pero el pie permanecía inmóvil sólo unos instantes antes de retomar su nerviosa danza.

El propio sillón era un objeto de la más extraordinaria belleza. Las cuatro patas estaban talladas en roble rojo, con intrincados detalles florales en los cantos. En las orejas había dos gruesas capas de oro, que a su vez tenían incrustaciones de tres clases de piedras preciosas, de las que sólo reconocí la moteada estela de zafiros azules que lanzaban destellos y cambiaban de color al examinarlos desde diferentes ángulos. La tapicería estaba bien tensada sobre un cojín relleno de las más suaves plumas. Pese a mi nerviosismo, me costó no soltar un suspiro de placer al sentarme, pues los cinco días anteriores no me habían brindado otra comodidad que el implacable cuero de la silla de montar.

El viaje desde Kashin hacia la capital del Imperio ruso dio comienzo menos de una semana después de que el gran duque Nicolás Nikoláievich atravesara nuestro pueblo y fuera objeto de un atentado fallido. En los días siguientes, mi hermana Asya me cambió el vendaje del hombro dos veces al día, y cuando en las vendas desechadas ya no hubo rastro de sangre, los soldados que habían quedado atrás para escoltarme a mi nuevo hogar anunciaron que estaba listo para viajar. Si la bala hubiese penetrado un poco más a la izquierda, el brazo podría haberme quedado paralizado, pero había tenido suerte, y la armonía entre hombro, codo y muñeca tardó sólo un par de días en verse restablecida. De vez en cuando, un dolor atroz justo encima de la herida se me antojaba una fuerte reprimenda por mis acciones, y entonces esbozaba una mueca, no porque me doliera, sino al recordar que mi impetuoso acto le había costado la vida a mi amigo.

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