John Boyne - La casa del propósito especial

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La casa del propósito especial: краткое содержание, описание и аннотация

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– Soy tan vieja como las montañas -comentó sonriendo-. Y he tenido mucha suerte, ¿sabes? He estado más cerca de la muerte que ahora.

Por supuesto, siendo joven como era, Michael buscó soluciones y esperanza de inmediato. Insistió en que su padre pagaría los tratamientos necesarios, que él mismo dejaría la Academia de Arte Dramático y encontraría un empleo para pagar lo que hiciese falta, pero Zoya sacudió la cabeza y le cogió las manos para decirle que nadie podía hacer nada, y que desde luego el dinero tampoco. Le dijo que lo que tenía era incurable. Quizá no le quedaran muchos meses de vida, y no quería desperdiciarlos buscando curas imposibles. Michael se tomó muy mal la noticia. Después de tantos años sin madre, era natural que detestase la idea de perder también a su abuela.

Antes de irse, Michael me llevó aparte para preguntarme si había algo que pudiese hacer por Zoya, para contribuir a su bienestar.

– Supongo que tendrá los mejores médicos, ¿no?

– Por supuesto -contesté, emocionado por las lágrimas que anegaban sus ojos-. Pero ya sabes que no es una enfermedad fácil de llevar.

– Pero ella es más dura que la piedra -contestó, lo que me hizo sonreír, y asentí con la cabeza.

– Sí, sí que lo es.

– He oído hablar de gente que consigue superarlo.

– Yo también -repuse, sin desear ofrecerle falsas esperanzas.

Zoya y yo llevábamos semanas discutiendo por su decisión de no seguir tratamiento alguno, sino permitir que la enfermedad continuara su curso y se la llevara cuando por fin se aburriera de ella. Yo lo había intentado todo para disuadirla, pero no sirvió de nada. Zoya simplemente pensaba que le había llegado la hora.

– Llámame si me necesitáis, ¿de acuerdo? -insistió Michael-. A mí o a papá. Aquí estaremos para lo que haga faltas, loque sea. Y pasaré a veros más a menudo, ¿vale? Dos veces por semana, si puedo. Y dile a la abuela que no cocine para mí. Puedo comer antes de venir.

– ¿Y que lo tome como una ofensa? -lo regañé-. Te comerás lo que ella te sirva, Michael.

– Bueno… como quieras -concluyó encogiéndose de hombros, y se pasó la mano por el cabello, que le llegaba a los hombros, con esa escueta sonrisa suya-. Lo que digo es que estoy aquí. No voy a irme a ninguna parte.

Siempre ha sido un buen nieto. Siempre ha hecho que nos sintamos orgullosos de él. Cuando se marchó, Zoya y yo confesamos que nos había emocionado su solícita reacción.

– ¿Un viaje? -repetí, sorprendido por la sugerencia-. ¿Estás segura de que podrás resistirlo?

– Creo que sí. Ahora sí, al menos. Dentro de unos meses… ¿quién sabe?

– ¿No preferirías quedarte aquí y descansar?

– ¿Y morirme, quieres decir? -preguntó, y quizá lamentó sus palabras al captar mi consternación, pues se inclinó para besarme y añadió-: Lo siento. No debería haber dicho eso. Pero piénsalo, Georgi. Puedo quedarme aquí sentada esperando que llegue el final, o puedo hacer algo con el tiempo que me quede.

– Bueno, supongo que podemos coger un tren para pasar un par de semanas en algún sitio -acepté-. Cuando éramos más jóvenes, vivimos días felices en el sur.

– No estaba pensando en Cornualles -contestó ella sacudiendo la cabeza, y entonces me tocó a mí lamentar lo dicho, pues aquel lugar inspiraba recuerdos de nuestra hija, y ése era el camino del dolor y la locura.

– Escocia, quizá -sugerí-. Nunca hemos estado allí. Siempre he pensado que sería bonito ver Edimburgo. ¿O está demasiado lejos? ¿Nos estaremos excediendo?

– Tú nunca podrías excederte, Georgi -repuso con una sonrisa.

– Nada de Escocia, entonces. -Vi mentalmente un mapa de Gran Bretaña y le di vueltas en mi imaginación-. De todos modos, hace demasiado frío en esta época del año. Y Gales… me parece que no. ¿El Distrito de los Lagos, quizá? ¿El condado de Wordsworth? ¿O Irlanda? Podríamos ir en ferry hasta Dublín, si crees que lo soportarías. O viajar hacia el sur, hacia el oeste de Cork. Dicen que aquello es precioso.

– Yo estaba pensando en un sitio más al norte -dijo Zoya, y por su tono supe que no hablaba por hablar, sino que era algo que llevaba algún tiempo considerando, que sabía exactamente adónde quería ir y no se conformaría con otro sitio-. Estaba pensando en Finlandia.

– ¿Finlandia?

– Sí.

– Pero ¿por qué Finlandia, precisamente? -quise saber, sorprendido por su elección-. Es tan… bueno, quiero decir, es Finlandia, ¿no? ¿Hay algo que ver allí?

– Por supuesto que sí, Georgi -respondió con un suspiro-. Es todo un país, como cualquier otro.

– Pero nunca has expresado interés en ver Finlandia.

– Estuve allí de niña. No recuerdo gran cosa, claro, pero me parece… bueno, que está lo más cerca de casa que podemos llegar, ¿no es así? Lo más cerca posible de Rusia, quiero decir.

– Ah. -Asentí con la cabeza, pensativo-. Por supuesto. -Visualicé el mapa del norte de Europa, la larga frontera de más de mil kilómetros que limitaba el país desde Grense-Jacobsely en el norte a Hamina en el sur.

– Me gustaría sentir una vez más que estoy cerca de San Petersburgo -continuó Zoya-. Sólo una vez más en mi vida, eso es todo. Mientras todavía puedo. Me gustaría mirar a lo lejos e imaginarla allí, todavía en pie. Invencible.

Respiré hondo y me mordí el labio mientras contemplaba el fuego, donde los últimos carbones se convertían en brasas, y consideré lo que me estaba pidiendo. Finlandia. Rusia. Era, en el sentido más literal de la frase, su última voluntad. Y confieso que a mí también me emocionaba la idea. Pero, aun así, no estaba seguro de que fuese sensato hacer ese viaje. Y no sólo por el cáncer.

– Por favor, Georgi -insistió al cabo de unos minutos de silencio-. Por favor, sólo eso.

– ¿Estás segura de tener fuerzas suficientes?

– Ahora las tengo. Dentro de unos meses, no lo sé. Pero ahora sí.

– Entonces iremos -concluí.

Hubo una serie de indicios para pronosticar la enfermedad de Zoya; tomados en conjunto, deberían haberme bastado para advertir que no se encontraba bien, pero al estar separados por varios meses e ir unidos a las dolencias típicas le la vejez, fue difícil reconocer las conexiones entra los síntomas. Y hay que añadir el hecho de que mi esposa se guardó los detalles de su sufrimiento el mayor tiempo posible. Si lo hizo porque no quería que yo supiera la agonía que soportaba o por una renuencia a buscar tratamiento para aliviarlo es algo que nunca le he preguntado, por temor a que la respuesta me hiriese.

Sí advertí, sin embargo, que estaba más cansada de lo habitual y se sentaba por las noches junto al fuego con una expresión de absoluto agotamiento, con cierta dificultad para respirar y un poco más pálida. Cuando yo le preguntaba por esa fatiga suya, ella se encogía de hombros y decía que no era nada, que simplemente necesitaba dormir mejor por las noches y que no debería preocuparme tanto. Pero luego empezó a sentir molestias en la espalda, y yo la veía esbozar una mueca de dolor y llevarse una mano a la zona lumbar, y la dejaba allí unos instantes hasta que la agonía pasaba, con el rostro contraído de angustia.

– Tienes que ver a un médico -le dije cuando el dolor pareció durar más de lo soportable-. Quizá te has pinzado una vértebra y debes hacer reposo. Podría recetarte algún antiinflamatorio o…

– O igual es que sencillamente me hago vieja -me interrumpió, con un decidido esfuerzo por no levantar la voz-. Estoy bien, Georgi. No te preocupes.

Al cabo de unas semanas, el dolor empezó a extendérsele al abdomen, y reparé en que no tenía apetito cuando se sentaba a cenar; empujaba la comida por el plato con el tenedor y tomaba sólo pequeños bocados que masticaba con cautela, antes de apartar el plato y declarar que no tenía hambre.

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