John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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– Georgi Danílovich Yáchmenev. De la aldea de Kashin.

– ¿Y tu padre? ¿Quién es?

– Danil Vládiavich Yáchmenev. También es de Kashin.

– Ya veo. ¿Y está entre nosotros?

Lo miré, sorprendido.

– Él no me ha acompañado, señor. Nadie dijo que debía hacerlo.

– Me refiero a si sigue vivo, Yáchmenev -suspiró.

– Oh. Sí. Así es.

– ¿Y qué posición ocupa en la sociedad?

– Es agricultor, señor.

– ¿Tiene tierras propias?

– No, señor. Es jornalero.

– Has dicho que era agricultor.

– Me he explicado mal, señor. Me refería a que cultiva la tierra. Pero no es su tierra.

– ¿De quién es, entonces?

– De su majestad.

Sonrió al oír eso y enarcó una ceja unos instantes, como sopesando mi respuesta.

– Es mía, en efecto. Pero hay quienes piensan que todas las tierras de Rusia deberían distribuirse equitativamente entre los campesinos. Mi anterior primer ministro, Stolipin, introdujo esa reforma particular -añadió, y su tono reveló que no había estado de acuerdo con ella-. ¿Te suena de algo Stolipin?

– No, señor -respondí con franqueza.

– ¿Nunca has oído hablar de él? -preguntó extrañado.

– Me temo que no, señor.

– Bueno, supongo que no importa -dijo, frotándose con cautela una mancha en la camisa-. Ahora está muerto. Le dispararon en la ópera de Kiev, mientras yo lo veía desde lo alto, en el palco imperial. Es lo más cerca que pueden llegar esos asesinos. Era un buen hombre ese Stolipin. Lo traté mal.

Permaneció en silencio unos instantes, con expresión de estar perdido en recuerdos del pasado; sólo llevaba unos minutos con el zar, pero empecé a sospechar que para él el pasado era un peso tremendo. Y que el presente difícilmente ofrecía mayor consuelo.

– Tu padre… -prosiguió al fin, alzando de nuevo la vista-. ¿Crees que habría que concederle sus propias tierras?

Lo pensé, pero el concepto mismo me confundió y no supe expresarlo con palabras; me encogí de hombros para indicar mi ignorancia.

– Me temo que no sé nada de esas cuestiones, señor. Pero estoy seguro de que lo que usted decida será lo correcto.

– ¿Tienes confianza en mí, entonces?

– Sí, señor.

– Pero ¿por qué? No me conocías hasta ahora.

– Porque usted es el zar, señor.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– ¿Que qué importancia tiene?

– Sí, Georgi Danílovich -repuso con calma-. ¿Qué más da que yo sea el zar? ¿El simple hecho de que sea el zar te inspira confianza?

– Bueno… pues sí -contesté, volviendo a encogerme de hombros, y él suspiró moviendo la cabeza.

– No debes encogerte de hombros en presencia del ungido por Dios -dijo con firmeza-. Es una falta de educación.

– Disculpe, señor -respondí, notando que me ruborizaba-. No pretendía faltarle al respeto.

– Ya estás disculpándote otra vez.

– Es que estoy nervioso, señor.

– ¿Nervioso?

– Sí.

– Pero ¿por qué?

– Porque usted es el zar.

Él soltó una carcajada, una larga carcajada que duró casi un minuto, dejándome en un estado de absoluto desconcierto. La verdad es que yo no había previsto conocer al emperador esa noche, si es que esperaba conocerlo alguna vez, y nuestro encuentro se había producido con tan pocos preparativos y tan escasa formalidad que aún me sentía confuso. Por lo visto el zar quería interrogarme a conciencia para un puesto que yo aún no conocía, pero se mostraba prudente y cauteloso en sus preguntas, escuchando mis respuestas antes de proseguir, tratando de pescarme en una equivocación. Y ahora se estaba riendo como si yo hubiese dicho algo divertido, sólo que no se me ocurría qué diantre podía ser.

– Pareces confundido, Georgi Danílovich -dijo al fin, brindándome una agradable sonrisa cuando las carcajadas remitieron.

– Lo estoy, un poco -admití-. ¿Ha sido una grosería lo que acabo de decir?

– No, no. -Negó con la cabeza-. Es que la coherencia de tus respuestas me divierte, eso es todo. «Porque usted es el zar.» En efecto soy el zar, ¿no es así?

– Pues sí, señor.

– Y vaya puesto tan curioso es ése, además -comentó, cogiendo un abrecartas de acero engastado de brillantes del escritorio para balancearlo sobre la yema de un dedo-. Algún día te lo explicaré, tal vez. Por el momento, tengo entendido que te debo mi gratitud.

– ¿Su gratitud, señor? -pregunté, perplejo ante la idea de que pudiese deberme algo.

– Mi primo, el gran duque Nicolás Nikoláievich. Él te recomendó. Me contó cómo lo salvaste de un intento de asesinato.

– No estoy seguro de que fuese algo tan serio, señor. -Semejantes palabras me parecieron increíblemente inexactas, incluso de labios del zar.

– ¿No? ¿Cómo lo llamarías, entonces?

Consideré la cuestión.

– Aquel muchacho, Kolek Boriávich… Yo lo conocía desde que éramos niños. Era… bueno, fue un error estúpido por su parte. Su padre es un hombre de opiniones contundentes, y a Kolek le gustaba impresionarlo.

– Mi padre también era un hombre de opiniones contundentes, Georgi Danílovich, y yo no trato de asesinar a la gente por esa causa.

– No, señor; tiene a todo un ejército a su disposición que lo hace por usted.

Él levantó de golpe la cabeza y me miró sorprendido, con los ojos muy abiertos ante mi impertinencia; hasta yo mismo quedé horrorizado por mis palabras.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, cuando hubo transcurrido lo que se me antojó una eternidad.

– Señor… -Intenté rectificar-: Me he expresado mal. Sólo quería decir que Kolek estaba sometido a su padre, eso es todo. Intentaba complacerlo.

– Entonces, ¿era su padre quien quería asesinar a mi primo? ¿Crees que debería enviar soldados a arrestarlo a él?

– Sólo si se puede arrestar a un hombre por sus pensamientos y no por sus actos -respondí, pues era responsable de la muerte de mi mejor amigo, y desde luego no iba a tener también la sangre de su padre en la conciencia.

– En efecto -aprobó él tras reflexionar-. Y no, mi joven amigo, no arrestamos a hombres por esa clase de cosas. A menos que sus pensamientos conduzcan a planes concretos. El asesinato es algo terrible. Es la forma más cobarde de protesta.

No respondí; no se me ocurrió nada que decir.

– Yo sólo tenía trece años cuando mi propio abuelo fue asesinado, ¿sabes? Alejandro II. El zar Libertador lo llamaron en cierto momento. El hombre que emancipó a los siervos; y luego lo asesinaron por su generosidad. Un cobarde arrojó una bomba a su carruaje cuando transitaba por las calles no muy lejos de aquí, y salió ileso. Cuando bajó del carruaje, otro hombre corrió hacia él e hizo explotar una segunda bomba. Lo trajeron aquí, a este mismo palacio. Nuestra familia se reunió para ver morir al zar. Observé cómo lo abandonaba la vida. Lo recuerdo como si fuera ayer. La explosión le había arrancado una pierna. La otra estaba prácticamente destrozada. Tenía el vientre expuesto y jadeaba. Fue obvio que sólo viviría unos minutos. Y sin embargo se aseguró de hablarnos a todos de uno en uno, de ofrecernos su bendición definitiva; así de fuerte era, incluso en situaciones extremas. Consagró a mi padre. Me cogió la mano. Y entonces murió. Debió de pasar por una agonía tremenda. Así que ya ves; conozco las consecuencias de esa clase de violencia y estoy decidido a que ningún miembro de mi familia vuelva a ser víctima de un asesinato.

Asentí con la cabeza, conmovido por su relato. Aparté la mirada para posarla en las hileras de libros que cubrían la pared a mi derecha y agucé la vista, tratando de distinguir los títulos.

– No vuelvas la cabeza en mi presencia -dijo el zar, aunque hubo más curiosidad que ira en su tono-. Soy yo quien ha de volverla primero.

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