Laurell Hamilton - Delitos Menores

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Puede que me conozcas como Meredith Nic Essus, princesa del reino de las Hadas. O quizás, como Merry Gentry, detective privado de Los Ángeles. Tanto en el Mundo de las Hadas como en el mundo de los mortales, mi vida es objeto de intrigas reales y dramas célebres. Entre los míos, me he enfrentado a enemigos terribles, soportado la traición y maldad de mi familia y cumplido con el deber de engendrar un heredero… todo por el derecho de reclamar el trono. Pero le he dado la espalda a la Corte y a la corona, eligiendo el exilio en el mundo de los humanos… y en brazos de mis amados Frost y Oscuridad.
Puede que haya rechazado la monarquía, pero no puedo abandonar a mi gente. Alguien está matando hadas, lo que tiene desconcertado al Departamento de Policía de Los Ángeles y profundamente trastornados a mis guardias y a mí. Los de mi especie no son fáciles de matar o capturar… al menos, no por mortales. He de llegar al fondo de este espantoso asunto, aunque eso signifique enfrentarme a Gilda, el Hada Madrina, mi rival por la lealtad de las hadas de la ciudad de Los Ángeles.
Pero suceden las cosas más extrañas. Mortales a los que una vez sané usando la magia, de pronto obran milagros, un impactante fenómeno que siembra el caos en las relaciones entre humanos y hadas. Aunque yo soy inocente, soy sospechosa de realizar actividades mágicas ilícitas.
Creía que había dejado atrás la sangre y la política en mi turbulento reino. He soñado con llevar una vida idílica en la soleada ciudad de Los Ángeles al lado de mis amados. Pero ha llegado el momento de despertar y darme cuenta de que el mal no tiene fronteras y de que nadie vive para siempre… ni siquiera si son mágicos.

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Frost me ayudó a bajar del SUV, lo cual ya me iba bien. Siempre hay un momento en el que me siento como una niña pequeña cuando me subo al Escalade. Era como estar sentada en una silla donde los pies no te llegan al suelo. Me hacía sentir como si tuviera seis años, pero el brazo de Frost bajo el mío, su altura y corpulencia me recordaron que yo ya no era una niña y que estaba a décadas de distancia de los seis años.

Se oyó la voz de Doyle…

– Fear Dearg [3], ¿qué estás haciendo aquí?

Frost se detuvo en mitad del movimiento e interpuso su cuerpo más sólido delante de mí, protegiéndome, porque Fear Dearg no era un nombre. Los Fear Dearg eran muy viejos, lo que quedaba de un antiguo reino de hadas anterior a las Cortes de la Luz y de la Oscuridad. Eso quería decir que como mínimo el Fear Dearg tenía más de tres mil años. Todos los que quedaban eran muy viejos, porque no tenían mujeres y por lo tanto no nacían nuevos Fear Dearg. Parecían una mezcla entre un brownie, un duende, y una pesadilla, una pesadilla que podía hacer que un hombre pensara que una piedra era su esposa, o que un acantilado sobre el mar fuera un camino seguro. Y algunos se deleitaban con el tipo de tortura que le habría gustado a mi tía. Una vez la había visto desollar a un noble sidhe hasta que quedó irreconocible, haciendo luego que la siguiera atado con una correa como un perro.

Un Fear Dearg podría ser más alto que el humano medio o podría ser unos 30 centímetros más bajo que yo, o de cualquier otra talla entre los dos extremos. Entre ellos sólo se parecían en que según los cánones humanos no eran hermosos y que vestían de rojo.

La voz que contestó la pregunta de Doyle era de un tono muy alto, aunque definitivamente masculino, pero sonaba quejumbrosa con ese tono que normalmente asocias a una edad avanzada en un humano. Nunca había oído ese tono en la voz de un duende.

– ¿Por qué? Para guardarte una plaza de parking, primo.

– Nosotros no somos parientes, y… ¿cómo sabías que tenías que guardar una plaza de aparcamiento para nosotros? -preguntó Doyle, y ahora no se oía en su voz profunda ningún indicio de su debilidad en el coche.

Él ignoró la pregunta.

– Oh, vamos. Soy un cambia formas, un duende que utiliza el encanto, como lo era tu padre. Un Phouka [4]no está tan lejos de los Fear Dearg.

– Yo soy la Oscuridad de la Reina, no algún Fear Dearg sin nombre.

– Ah, y ahí está el problema -dijo con su voz aguda. -Ése es el nombre que necesito.

– ¿Qué quieres decir con eso, Fear Dearg? -preguntó Doyle.

– Quiere decir que tengo una historia que contar, y que lo mejor sería contarla dentro del Fael, donde vuestro anfitrión y mi jefe os espera. U… ¿os negaríais a aceptar la hospitalidad de nuestro establecimiento?

– ¿Trabajas en el Fael? -preguntó Doyle.

– Así es.

– ¿Cuál es tu trabajo allí?

– Soy de seguridad.

– No sabía que en el Fael necesitaran seguridad adicional.

– Mi jefe cree que es necesario. Ahora lo preguntaré otra vez… ¿vas a rechazar nuestra hospitalidad? Y piénsate bien la respuesta esta vez, primo, porque entre los de mi clase todavía se aplican las viejas reglas. No tengo alternativa.

Ésa era una pregunta capciosa, porque una de las cosas por las que se conocía a los Fear Dearg era por aparecerse en una noche oscura y húmeda, invitándote a calentarte junto al fuego. O bien, el Fear Dearg podría ofrecerte el único refugio en una noche tempestuosa, y un humano podría vagar dentro, atraído por su fuego. Si el humano rechazaba su hospitalidad o trataba al Fear Dearg de manera descortés, éste utilizaría su encanto para hacerle daño. Si le trataba bien, saldría ileso y a veces haría algún quehacer doméstico en agradecimiento u ofrecería al humano un presente de buena suerte durante un rato. Aunque normalmente, lo mejor que podría esperar es quedar en paz.

Pero yo no podía esconderme toda la vida detrás del cuerpo de Frost y empezaba a sentirme un poco ridícula. Conocía la reputación de los Fear Dearg, y también sabía que por alguna razón los otros duendes, especialmente los más viejos, les tenían cierto afecto. Toqué el pecho de Frost, pero él no se iba a mover hasta que Doyle se lo dijera o yo armara un jaleo. No quería organizar un escándalo delante de desconocidos. El hecho de que mis guardaespaldas a veces se oyeran antes el uno al otro que a mí era algo en lo cual estábamos trabajando.

– Doyle, él no ha hecho nada más que ser cortés con nosotros.

– He visto lo que su clase les hace a los mortales.

– ¿Es peor que lo que he visto hacer a los de nuestra clase a otros?

Frost realmente me miró entonces, aún estando alerta ante cualquier amenaza que podría, o no, venir. La mirada incluso a través de sus gafas me dijo que yo estaba revelando demasiado delante de alguien que no era un miembro de nuestra corte.

– Oímos lo que te hizo el rey de oro, Reina Meredith.

Aspiré profundamente, dejando escapar el aire muy lentamente. El rey de oro era mi tío por parte de madre, Taranis, más bien un tío abuelo, y el rey de la Corte de la Luz, la multitud dorada. Él usó la magia como una droga de violación, y en algún lugar había una unidad de almacenamiento forense donde se había depositado la evidencia de que me había violado. Estábamos tratando de acusarle de violación ante la justicia humana. Todo eso proporcionó a la Corte de la Luz la peor publicidad de su historia.

Intenté mirar por un lado del cuerpo de Frost para ver con quién hablaba, pero el cuerpo de Doyle también estaba delante, así que le hablé al aire…

– No soy reina.

– No eres reina de la Corte Oscura, pero eres la reina de los Sluagh, y si yo pertenezco a alguna corte de las que partieron de la Tierra del Verano, es a la de Sholto, Rey de los Sluagh.

El mundo de las hadas, o la Diosa, o ambos, me habían coronado dos veces esa noche. La primera corona cuando estuve con Sholto en su sithen. Fuimos coronados como el Rey y la Reina de los Sluagh, la hueste oscura, las pesadillas del mundo de las hadas, tan oscuros que incluso los de la Corte Oscura no les permitirían refugiarse en su sithen, aunque en una pelea sería a los primeros a los que llamarían. Esa corona desapareció cuando apareció una segunda corona, la que me habría coronado Reina del Mundo de las Hadas. Doyle habría sido mi rey, y durante un tiempo fue tradición que todos los reyes de Irlanda se casaran con la misma mujer, la Diosa, quien fue una reina real para cada rey, al menos por una noche. Nosotros no siempre nos regíamos por las tradicionales leyes humanas de la monogamia.

Sholto era uno de los padres de los niños que llevaba, tal como la Diosa nos había mostrado a todos nosotros. Así que técnicamente era todavía su reina. Sholto no me había presionado con este tema, al menos en el mes que llevábamos de regreso en Los Ángeles. Parecía entender que yo estaba luchando por encontrar mi sitio en este nuevo y casi permanente exilio.

Todo lo que se me ocurrió decir en voz alta fue…

– No pensé que los Fear Dearg debieran lealtad a cualquiera de las cortes.

– Algunos de nosotros peleamos con los sluagh en las últimas guerras. Esto nos permitió traer la muerte y el dolor sin que el resto de vuestra buena gente -y él se aseguró de que en la última frase se pudiera oír la amargura y el desprecio que le embargaban- nos diera caza y dictara sentencia por hacer lo que estaba en nuestra naturaleza. Los sidhe de cualquiera de las Cortes no pueden prevalecer legalmente sobre los Fear Dearg, ¿no es así, pariente?

– No reconoceré parentesco contigo, Fear Dearg, pero Meredith tiene razón. Has actuado con cortesía. No puedo hacer menos. -Era interesante que Doyle hubiera abandonado lo de “Princesa”, que normalmente utilizaba delante de todos los duendes menores, y que tampoco utilizaba en presencia de la reina. Eso me decía que él estaba interesado en que el Fear Dearg me reconociera como reina, y eso me interesaba mucho.

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