– Aquí dice “Utilizar en caso de emergencia”. Y esto es una emergencia. -Entonces me tiró del brazo para obligarme a salir con el consiguiente estruendo de la alarma y Doyle siguiendo nuestros pasos. De repente nos encontramos en la acera bajo la brillante luz del sol, y el cálido, aunque no demasiado, aire del Sur de California.
Doyle me cogió por el otro brazo y nos mantuvo en movimiento.
– Las balas vuelan. No te quiero cerca de ellas.
Intenté liberarme de sus manos, pero para el caso, también podría haber tratado de quitármelas de encima haciendo palanca con una barra de acero.
– Soy detective. No podéis sacarme del caso sólo porque se pone un poco peligroso.
– Nosotros, antes que nada, somos tus guardaespaldas -dijo Doyle.
Dejé de andar, de forma que ellos tuvieran que pararse o arrastrar mis piernas y pies por el asfalto. Se detuvieron, pero sólo lo suficiente para que Doyle dijera…
– Cógela.
Frost me cargó en brazos y siguió alejándose de la policía y del posible motín de los duendes. El séquito de Gilda no se tomaría demasiado bien que su reina fuera detenida, pero… ¿qué más podrían hacer?
– Bien -les dije. – Ya habéis dejado claro vuestro punto de vista.
– ¿Hemos… qué? -preguntó Doyle, y entonces de repente estaba delante de nosotros. Me fulminó con la mirada, y pude sentir el peso de su cólera incluso a través de las gafas oscuras. -No creo que hayamos dejado claro nuestro punto de vista en absoluto, o habrías sido tú la primera en salir por aquella puerta.
– Doyle… -empezó Frost.
– ¡No! -dijo él, y nos señaló con el dedo a ambos. Con Lucy me había recordado a un niño al que regañan, pero había algo siniestro en Doyle cuando montaba en cólera. -¿Y si te hubiera dado una bala perdida? ¿Y si esa bala perdida te hubiera acertado en el estómago? ¿Y si hubiera matado a nuestros bebés porque tú simplemente no querías salir de en medio?
No supe qué decir ante eso. Sólo le miré. Él tenía razón, por supuesto que tenía razón, pero…
– No puedo hacer mi trabajo así.
– No -dijo él-. No puedes.
Entonces, de repente, noté cómo la primera lágrima se deslizaba por mi mejilla.
– No llores -me dijo.
Otra lágrima se unió a la primera. Luché por no enjuagármelas.
Su mano cayó a su costado y respiró hondo.
– Esto no es justo. No llores.
– Lo siento, no quiero hacerlo, pero creo que tienes razón. Estoy embarazada, maldita sea, no lisiada.
– Pero llevas al futuro de la Corte Oscura dentro de tu cuerpo. -Él se inclinó de forma que sus brazos rodearan a Frost y sus caras se tocaran, ambos mirándome a la vez. -Tú y los bebés sois demasiado importantes para arriesgarlo por esto, Meredith.
Me limpié las lágrimas, furiosa ahora por haber llorado. Lo estaba haciendo mucho últimamente. El médico me había dicho que era debido a las hormonas. Demasiadas emociones que no necesitaba en estos momentos.
– Tienes razón, pero no sabía que íbamos a terminar rodeados de policías armados.
– Si solamente evitaras meterte en situaciones en las que esté implicada la policía, te garantizaría el no acabar rodeada de policías con armas listas para disparar -dijo.
De nuevo no podía discutir su lógica, aunque quisiera hacerlo.
– Antes que nada, dejadme en el suelo; estamos llamando la atención.
Echaron un vistazo alrededor por encima del círculo que formaban sus brazos rodeándome, y sí, había gente mirándonos muy fijamente y cuchicheando entre sí. No tenía que oírlos para saber lo que estaban diciendo…
– ¿Es ella?
– ¿Es ésa la Princesa Meredith?
– ¿Serán ellos?
– ¿Ése es la Oscuridad?
– ¿Ése es el Asesino Frost?
Si no teníamos cuidado, alguien llamaría a la prensa y nos acosarían.
Frost me bajó, y echamos a andar. Un objetivo móvil siempre es más difícil de fotografiar. Traté de hablar en voz baja cuando dije…
– No puedo ignorar este caso, Doyle. Están matando a duendes aquí, en la única casa que nos queda. Somos nobles de la Corte; y los semiduendes nos observan, esperando a ver lo que vamos a hacer.
Una pareja nos siguió, la mujer dijo…
– ¿Usted es la Princesa Meredith? ¿Es usted, verdad?
Asentí.
– ¿Podemos hacerles una foto?
Se oyó un clic cuando alguien más usó su móvil para hacer una fotografía sin permiso. Si el móvil tenía conexión a Internet, la foto podría estar colgada en la red casi al instante. Teníamos que coger el coche y salir pitando de aquí, antes de que la prensa aterrizara.
– La princesa se siente indispuesta -dijo Doyle. -Tenemos que llevarla al coche.
La mujer tocó mi brazo y dijo…
– Oh, Sé lo duro que puede llegar a ser el tener un bebé. Yo tuve unos embarazos terribles. ¿No, querido?
Su marido asintió y dijo…
– ¿Sólo una foto rápida?
Les dejamos que hicieran una foto “rápida”, que rara vez era rápida, y luego nos alejamos. Teníamos que volver sobre nuestros pasos para llegar al coche. Pero el consentir una foto había sido un error, porque otros turistas quisieron más fotos y Doyle dijo que no, lo que no les sentó nada bien.
– Pero e llos consiguieron la foto -decían.
Seguimos andando, pero un coche se paró en medio de la calle, una ventanilla bajó y apareció la lente de una cámara. Los paparazzi habían llegado. Aunque se parecía más al primer ataque de un tiburón. Primero te golpeaban para ver qué hacías y si eras comestible. Si lo eras , en el siguiente ataque usaban los dientes. Teníamos que salir de su vista y entrar en una propiedad privada, antes de que llegaran más de ellos.
Un hombre gritó desde el coche…
– ¡Princesa Meredith, mire hacia aquí! ¿Por qué está llorando?
Justo lo que necesitábamos, no sólo fotos sino también algún titular que dijera que estaba llorando. Se sentirían libres de especular el motivo, pero yo ya había aprendido que intentar explicarlo era peor. Nos convertimos en un objetivo móvil. Fue lo mejor que podíamos hacer hasta que el primer fotógrafo corrió por la acera, hacia nosotros, desde la dirección hacia la que nos dirigíamos. Estábamos atrapados.
DOYLE USÓ SU VELOCIDAD SOBREHUMANA PARA RECOGERME Y llevarnos hacia la tienda más cercana. Frost cerró la puerta con llave detrás de nosotros. Un hombre protestó…
– Ehhh, ésta es mi tienda.
Doyle me dejó en el suelo de la pequeña charcutería familiar. El hombre que estaba detrás del mostrador se estaba quedando calvo y escondía su panza bajo un delantal blanco. La tienda al completo le iba como anillo al dedo, pasada de moda, repleta de piezas de carne, quesos y cortes poco saludables envasados en pequeños recipientes. No podía adivinar cómo algo así pudo sobrevivir en Los Ángeles, el paraíso de los obsesos de la salud.
Luego vi la corta cola de clientes casi completamente formada por duendes. Había un anciano que parecía completamente humano, pero la mujer baja que iba detrás de él era pequeña y rechoncha con el pelo rizado y pelirrojo y ojos como los de un halcón, literalmente como los de un halcón. Eran amarillos, y sus pupilas se movían arriba y abajo, intentando obtener un mejor vistazo de mí. Un chiquillo de aproximadamente cuatro años se agarraba a sus faldas, mirándome con sus ojos azules, su pelo de un rubio tan claro que parecía blanco, cortado a la última moda, cortito y bien peinado. La última persona en la cola llevaba un peinado Mohawk [9]multicolor acabado en un largo mechón que le caía por la espalda. Llevaba puesta una camiseta blanca con el logotipo de un conjunto musical y sus pantalones y chaleco eran de cuero negro. Llevaba piercings y parecía estar fuera de lugar en la cola, claro que nosotros también.
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