Laurell Hamilton - Delitos Menores

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Puede que me conozcas como Meredith Nic Essus, princesa del reino de las Hadas. O quizás, como Merry Gentry, detective privado de Los Ángeles. Tanto en el Mundo de las Hadas como en el mundo de los mortales, mi vida es objeto de intrigas reales y dramas célebres. Entre los míos, me he enfrentado a enemigos terribles, soportado la traición y maldad de mi familia y cumplido con el deber de engendrar un heredero… todo por el derecho de reclamar el trono. Pero le he dado la espalda a la Corte y a la corona, eligiendo el exilio en el mundo de los humanos… y en brazos de mis amados Frost y Oscuridad.
Puede que haya rechazado la monarquía, pero no puedo abandonar a mi gente. Alguien está matando hadas, lo que tiene desconcertado al Departamento de Policía de Los Ángeles y profundamente trastornados a mis guardias y a mí. Los de mi especie no son fáciles de matar o capturar… al menos, no por mortales. He de llegar al fondo de este espantoso asunto, aunque eso signifique enfrentarme a Gilda, el Hada Madrina, mi rival por la lealtad de las hadas de la ciudad de Los Ángeles.
Pero suceden las cosas más extrañas. Mortales a los que una vez sané usando la magia, de pronto obran milagros, un impactante fenómeno que siembra el caos en las relaciones entre humanos y hadas. Aunque yo soy inocente, soy sospechosa de realizar actividades mágicas ilícitas.
Creía que había dejado atrás la sangre y la política en mi turbulento reino. He soñado con llevar una vida idílica en la soleada ciudad de Los Ángeles al lado de mis amados. Pero ha llegado el momento de despertar y darme cuenta de que el mal no tiene fronteras y de que nadie vive para siempre… ni siquiera si son mágicos.

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Se nos quedó mirando fijamente, igual que yo a él. Mirar fijamente no se consideraba grosero entre nosotros.

La mayoría de los duendes no se preocupaban por tener el colesterol o el azúcar alto, o cualquier otra de las muchas enfermedades que podrían matar a un ser humano por comer alimentos ricos en sal o conservantes. Los inmortales realmente no padecen enfermedades cardíacas. Me dio el antojo repentino de comer rosbif.

La puerta sonó detrás de nosotros. Uno de los reporteros golpeaba furiosamente la puerta, gritándonos para que abriéramos, diciendo que la tienda era un lugar público y que no teníamos ningún derecho a hacer esto.

Colocaron las cámaras delante del cristal de forma que la luz del día desapareció en medio del resplandor de los flashes. Me giré, protegiéndome los ojos. Por lo visto, me había dejado las gafas de sol en la zona de descanso del Fael.

El esbelto duende varón peinado a lo Mohawk, y que parecía todavía estar en la adolescencia, avanzó, haciéndome una desmañada reverencia.

– Princesa Meredith, ¿puedo conseguirte un asiento? -Examiné su delgado rostro de piel ligeramente verdosa. Había algo en su cara que simplemente no era humano. No podía explicarlo del todo, pero su estructura ósea no se ajustaba del todo a la humana. Se parecía más a un pixie del tamaño de un humano de baja estatura, con algo más de mezcla genética. Sus orejas puntiagudas se adornaban con casi tantos pendientes como las de Doyle. Pero los que colgaban de sus lóbulos llevaban plumas multicolores que rozaban los hombros de su chaleco de cuero.

– Sería maravilloso -le dije.

Él tomó una de las pocas sillas de pequeño tamaño y la sostuvo para que pudiera sentarme. Me dejé caer agradecida. De repente estaba cansada. ¿Era por estar embarazada? O… ¿Por el día que llevábamos?

Doyle fue hacia el tendero.

– ¿A dónde va a dar la puerta de atrás?

– No se puede salir por la puerta trasera, sólo se puede salir por donde llegasteis -dijo una mujer mientras aparecía desde la parte de atrás de la tienda. -Me temo que no podréis salir por allí, Princesa y Príncipes. Tuve que atrancar la puerta para mantener a la jauría de la prensa alejados.

A primera vista se parecía a su marido, humana, muchas arrugas suaves y agradable redondez. Luego comprendí que ella había pasado por la misma clase de cirugía que se había hecho Robert, el del Fael. Aunque sólo se había hecho lo justo para pasar por humana, no había intentado ser una gran belleza. Ser bonita era suficiente para ella, y cuando llegó hasta el mostrador y me miró con aquellos ojos castaños, me recordó tanto a mi abuela que se me hizo un nudo en la garganta. No iba a llorar, maldita sea.

Se arrodilló delante de mí y puso sus manos sobre las mías. Sus manos estaban frescas al tacto como si hubiera estado trabajando con algo frío en la trastienda.

Su marido dijo…

– Levántate, Matilda. Están haciendo fotos.

– Déjales -dijo ella por encima del hombro, volviéndose luego hacia mí. Alzó la mirada mirándome con aquellos ojos tan parecidos a los de Gran.

– Soy la prima de la cocinera Maggie Mae de la Corte Oscura.

Me costó un momento entender lo que esto significaba para mí. Una vez que supe que no tenía parientes sidhe exiliados fuera del mundo de las hadas, no se me ocurrió pensar que podría tener otros parientes aquí, aunque no fueran sidhe. Sonreí.

– Entonces eres la prima de mi Gran.

Ella asintió.

Aye -y en esa sola palabra se podía oír un acento tan marcado y espeso como para salir rodando. -Si es una brownie procedente de Escocia que llegó al nuevo mundo, entonces somos primas. Robert también llegó del viejo mundo, pero bueno, él es galés, no está emparentado conmigo.

– Con nosotras… -dije.

Ella me sonrió lanzando sus dientes unos destellos demasiado blancos para que no fueran debidos al trabajo de un dentista, pero es que estábamos en Los Ángeles.

– ¿Entonces me reconoces como pariente?

Asentí.

– Desde luego -le contesté. Algo de la tensión que yo no había percibido hasta ahora desapareció del ambiente, como si hasta aquel momento hubieran estado nerviosos, o incluso hubieran tenido miedo. Pareció liberarlos a todos porque se acercaron.

– A la mayoría de los nacido nobles les gusta presumir de que en sus venas no corre más que pura sangre sidhe -dijo ella.

– Él no presume -dijo el pixie punk, señalando con la cabeza hacia Doyle. -Bonitos pendientes. ¿Tienes perforado algo más?

– Sí -confirmó Doyle.

El chico sonrió, haciendo estremecer con el gesto los anillos que llevaba en la nariz y en el labio superior.

– Yo también -dijo.

Matilda acarició mis manos.

– Pareces pálida. ¿Estás muerta de hambre o te da náuseas la comida?

Fruncí el ceño ante su pregunta.

– No te entiendo.

– Algunas mujeres tienen hambre todo el tiempo y otras no quieren ni mirar la comida cuando están embarazadas.

El ceño fruncido desapareció y le dije…

– Me apetecería mucho un rosbif. Proteínas.

Ella me dirigió otra vez aquella brillante sonrisa.

– Nosotros tenemos de eso. -Llamó a un hombre por encima del hombro. -Harvey, trae algo de rosbif para la princesa.

Él comenzó a protestar sobre los fotógrafos y demás, pero ella se giró y le miró de tal manera que a él no le quedó más remedio que ir a hacer lo que ella le estaba diciendo. Pero por lo visto no lo hacía lo suficientemente rápido, porque Matilda acarició mi mano otra vez y se levantó para supervisar o ayudar.

Todos fingimos que no había una multitud creciente presionando contra las ventanas y la puerta. Me coloqué dando la espalda al cristal para protegerme de los destellos de los flashes y deseé tener mis gafas de sol.

El duende de aspecto joven, y que probablemente me llevaba más de un siglo, se acercó cautelosamente a Doyle y Frost.

– ¿Escondes tus orejas puntiagudas?

A Frost le costó un momento darse cuenta de que se dirigían a él.

– No -contestó.

El muchacho le miró fijamente.

– ¿Así que eres lo que pareces, un sidhe puro?

– No -dijo Frost.

– Sé que no eres lo que aparentas -dijo el chico.

– No soy más sidhe puro que Doyle.

Me di la vuelta en la silla y dije…

– O yo.

El muchacho nos miró a cada uno de nosotros. Sonrió, complacido.

El sonido de un carraspeo me hizo girarme para mirar a la mujer con el niño que parecía humano. La mujer se dejó caer al suelo en una profunda reverencia, parpadeando con sus ojos de halcón hacia mí. El niño que estaba con ella intentó hacer lo mismo, pero ella le cogió del brazo.

– No, no, Felix, ella es una princesa duende, no una princesa humana. No tienes que inclinante ante ella.

El pequeño frunció el ceño, intentando comprender.

– Soy su niñera -aclaró ella, como si necesitara explicarse. -Las niñeras duende se han hecho muy populares por aquí.

– No lo sabía -le dije.

Ella sonrió alegremente.

– Nunca abandonaría a Felix. He estado con él desde que tenía tres meses, pero puedo recomendarte a otros cuidadores duende que están buscando trabajo o pensando en dejar el que tienen.

Todavía no había pensado en eso, pero…

– ¿Tienes alguna tarjeta de visita? -pregunté.

Ella sonrió y sacó una de su bolso. La puso sobre la mesa y escribió algo en el dorso.

– Éste es el teléfono de mi casa, así no tienes que pasar por la agencia. Ellos no entenderían que necesitarás algo diferente a la mayoría de los clientes.

Tomé la tarjeta y la puse en el pequeño monedero que era todo que traía conmigo. Íbamos de camino a la playa; Había cogido mi tarjeta de identidad y casi nada más.

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