Laurell Hamilton - Delitos Menores

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Puede que me conozcas como Meredith Nic Essus, princesa del reino de las Hadas. O quizás, como Merry Gentry, detective privado de Los Ángeles. Tanto en el Mundo de las Hadas como en el mundo de los mortales, mi vida es objeto de intrigas reales y dramas célebres. Entre los míos, me he enfrentado a enemigos terribles, soportado la traición y maldad de mi familia y cumplido con el deber de engendrar un heredero… todo por el derecho de reclamar el trono. Pero le he dado la espalda a la Corte y a la corona, eligiendo el exilio en el mundo de los humanos… y en brazos de mis amados Frost y Oscuridad.
Puede que haya rechazado la monarquía, pero no puedo abandonar a mi gente. Alguien está matando hadas, lo que tiene desconcertado al Departamento de Policía de Los Ángeles y profundamente trastornados a mis guardias y a mí. Los de mi especie no son fáciles de matar o capturar… al menos, no por mortales. He de llegar al fondo de este espantoso asunto, aunque eso signifique enfrentarme a Gilda, el Hada Madrina, mi rival por la lealtad de las hadas de la ciudad de Los Ángeles.
Pero suceden las cosas más extrañas. Mortales a los que una vez sané usando la magia, de pronto obran milagros, un impactante fenómeno que siembra el caos en las relaciones entre humanos y hadas. Aunque yo soy inocente, soy sospechosa de realizar actividades mágicas ilícitas.
Creía que había dejado atrás la sangre y la política en mi turbulento reino. He soñado con llevar una vida idílica en la soleada ciudad de Los Ángeles al lado de mis amados. Pero ha llegado el momento de despertar y darme cuenta de que el mal no tiene fronteras y de que nadie vive para siempre… ni siquiera si son mágicos.

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– No vienen a cogerte a ti, Bittersweet -le dije, intentando enviarle pensamientos tranquilizadores. Deseé que Galen o Abeloec hubieran estado con nosotros. Los dos podían proyectar emociones positivas. Abe podía conseguir que los guerreros se detuvieran en medio de una batalla y fueran a tomarse algo todos juntos. Galen podía hacer que todo aquél que le rodeara fuera feliz. Ninguno de los tres que nos sentábamos aquí podía hacer algo parecido. Sin lugar a dudas, podríamos matarla para poner a salvo a los humanos, ¿pero podríamos detenerla sin tener que llegar a tanto?

– Bittersweet, tú me has llamado tu reina. Como tu reina, te ordeno que no dañes a nadie de este lugar.

Ella me miró por encima del hombro, sus ojos almendrados destellando en color azul debido a su magia.

– Ya no soy Bittersweet. Soy sólo Bitter [8], y nosotros no tenemos reina -dijo, comenzando a volar hacia la puerta.

O’Brian dijo…

– ¿…Detectives?

Todos nosotros empezamos a movernos siguiendo cautelosamente a la semiduende. Lucy se acercó a mí y susurró…

– ¿Cuánto daño puede hacer realmente?

– El suficiente para hacer estallar la puerta, sacándola de sus goznes -le contesté.

– Con mi gente entre ella y la puerta -añadió Lucy.

– Sí -asentí.

– Genial, qué mierda.

Estuve de acuerdo.

CAPÍTULO 8

UNA VOZ SE OYÓ A TRAVÉS DE LA PUERTA, AGUDA Y MUSICAL; nada más oír su voz me entraron ganas de sonreír.

– Bittersweet, mi niña, no tengas miedo. Tu hada madrina está aquí.

Bittersweet descendió en picado hacia el suelo otra vez.

– Gilda -dijo con voz insegura. Los zumbidos de abeja y el olor a dorada hierba estival estaban perdiendo intensidad.

– Sí, querida, soy Gilda. Tranquilízate y la agradable policía me dejará pasar.

Bittersweet se quedó suspendida sobre el suelo delante de los sorprendidos Wright y O’Brian. La pequeña hada se rió y los dos oficiales rieron con ella. Los semiduendes eran nuestra pequeña gente, duendes menores, pero muchos de ellos dominaban el encanto a un nivel capaz de rivalizar con el de los sidhe, aunque la mayoría de mi gente nunca lo admitiría.

Me encontré queriendo ayudar a Gilda a entrar en el cuarto. Eché un vistazo a los detectives para ver si el encanto estaba funcionado con ellos, pero no era así. Sólo parecían perplejos, como si escucharan una canción demasiado distante para entender las palabras. Yo podía oír la canción también, como si procediera de una cajita de música, o el tintineo de campanillas, o campanas, o… me protegí con más intensidad redoblando el muro en mi mente y aparté la cantinela a la fuerza. No deseaba sonreír como una tonta o ayudar a Gilda a traspasar aquella puerta.

Bittersweet se rió otra vez y el compañero de Lucy se rió también, nervioso, como si supiera que no debería hacerlo. Lucy le dijo…

– ¿Te dejaste el antiencanto en casa otra vez?

Él se encogió de hombros.

Ella se metió la mano en el bolsillo y le dio una pequeña bolsita de tela.

– Hoy traje una de más -dijo echando un vistazo en mi dirección como preguntándose si yo me lo tomaría como una ofensa.

– A veces… hasta yo llevo una protección -le dije, sin añadir en voz alta… -… generalmente, cuando estoy cerca de mi familia.

Lucy me dirigió una rápida sonrisa de agradecimiento.

Le susurré a Doyle y a Frost…

– ¿Sentís la persuasión de Gilda?

– Sí -afirmó Frost.

– Sólo está dirigido hacia los duendes -añadió Doyle -pero no tiene la precisión suficiente para apuntar sólo a Bittersweet.

Me giré para mirar detrás de mí a Robert. Él parecía estar bien, pero se nos acercó al echarle yo un vistazo.

– Sabes que los brownies somos duendes solitarios, Princesa. Estas cosas no nos afectan tan fácilmente.

Asentí. Ya lo sabía, pero de alguna forma toda la cirugía plástica que se había hecho en la cara me hacía pensar en él como si no fuera un brownie puro.

– Aunque que pueda rechazarla no significa que no lo sienta -dijo, temblando. -Ella es una abominación, pero tiene coraje.

Me sentí un poco alarmada cuando utilizó la palabra “abominación”. Ésta estaba reservada para los humanos que habían caído presas de la magia salvaje y habían sido convertidos en monstruos. Yo conocía a Gilda, y “monstruo” no era la palabra con la que yo la hubiera descrito. Pero sólo la había visto una vez, brevemente, cuando antes de volver a la Corte, vivíamos en Los Ángeles. Ella pensó que yo era otro humano con mucha sangre duende en mi árbol genealógico. Yo no era lo bastante importante o lo bastante aduladora para que ella se interesara por mí en aquel entonces.

Los detectives salieron del pequeño reservado. Robert nos hizo señas para que saliéramos primero. Le miré, y él susurró…

– Ella convertirá esto en una rivalidad entre reinas. Quiero que quede claro al lado de qué reina estoy yo.

Le susurré…

– No soy la reina.

– Lo sé, fue por culpa de algo alto, oscuro y atractivo, que lo dejaste todo por amor. -Sonrió abiertamente al decirlo y había algo del viejo brownie en aquella sonrisa; con unos dientes algo menos perfectos y una cara algo menos perfecta, hubiera sido una sonrisa más brownie, pero todavía era una sonrisa lasciva.

Me hizo sonreír.

– Sé de buena tinta que la misma Diosa regresó y os coronó.

– Exageraciones -dije. -Podemos hablar del poder del mundo de las hadas y de la Diosa, pero no hubo ninguna materialización física de la Deidad.

Él negó con la cabeza.

– Le estás buscando los tres pies al gato, Merry, si todavía puedo llamarte así, o prefieres… ¿Meredith?

– Merry está bien.

Él sonrió abiertamente hacia mis dos hombres, quiénes estaban concentrados en la puerta y en si se abría o no.

– La última vez que vi a esos dos, eran los perros guardianes de la reina -dijo, mirándome con aquellos perspicaces ojos castaños. -Algunos hombres se sienten atraídos por el poder, Merry, y algunas mujeres son más reinas sin corona, que otras que la llevan.

Como si eso fuera una señal la puerta se abrió y Gilda, el Hada Madrina de Los Ángeles, entró majestuosamente en la habitación.

CAPÍTULO 9

GILDA ERA UNA VISIÓN LUMINOSA, HECHA DE ENCAJE Y destellos. Su vestido, que llegaba hasta el suelo, parecía estar cuajado de diamantes que atrapaban la luz de forma que al girar parecía moverse en un círculo de centellante luz blanca. El vestido era de un azul pálido, pero los diamantes que lo cubrían eran tan numerosos que casi parecían formar un sobrevestido de encaje de un azul aún más claro, por lo que daba la impresión de llevar una ilusión hecha de luz y movimiento sobre el vestido verdadero. Parecía un poco ostentoso para mi gusto, pero hacía juego con el resto de su persona, desde la altísima corona de cristal que llevaba sobre sus rizos rubios hasta la varita de sesenta centímetros de largo con su punta estrellada.

Era como una versión mágica del hada madrina que solía salir en las películas, y puesto que había trabajado como encargada de guardarropía en el cine de los años 40, época en que la magia salvaje la encontró y le concedió un deseo, la ropa era importante para ella. Nadie sabía realmente cómo o por qué le habían ofrecido la magia. Con el pasar de los años ella había contado más de una versión y cada una era más heroica que la anterior. Creo recordar que la última iba del rescate de unos niños de un coche ardiendo.

Ella agitó la varita alrededor del cuarto como una reina agita su cetro hacia sus súbditos. Se pudo percibir un hormigueo de poder cuando la varita se movió por nuestro lado. Independientemente de que Gilda pareciera una ilusión, la varita era real. Era de manufactura duende, pero más allá de eso, nadie había sido capaz de decir exactamente qué era, y de dónde procedía. Las varitas mágicas son muy raras entre nosotros porque no las necesitamos.

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