Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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El hermano Madagan se frotó con un gesto pensativo el mentón.

– ¿Cómo sería la traducción en nuestra lengua? ¿Conrí, quizá, «rey de lobos»?

Eadulf sorbió aire por la nariz y dijo con desaprobación:

– El nombre de una persona no precisa traducción. Es como es.

– Tal vez -reconoció el administrador de la abadía-. Permitidme que os diga que habláis bien nuestra lengua.

Eadulf se sentó en la cama y la probó con suavidad.

– He estudiado en Durrow y Tuaim Brecain.

Madagan parecía sorprendido.

– ¿Y aun así lleváis la tonsura de un forastero?

– Llevo la tonsura de san Pedro -le corrigió Eadulf con firmeza-, en memoria de la corona de espinas de Nuestro Salvador.

– Pero no es la tonsura que llevamos los habitantes de los cinco reinos, ni la que llevan los bótanos, ni los hombres de Alba, ni la que llevan los hombres de Armorica.

– Es la tonsura de quienes siguen la doctrina de Roma.

El hermano Madagan apretó los labios en un gesto acre y observó:

– Veo que estáis orgulloso de vuestra tonsura, noble lobo de los sajones.

– Es la única que siempre llevaría.

– Por supuesto. Sólo que resulta estrafalaria a los ojos de los hermanos de Imleach.

Eadulf iba a poner fin a la conversación, cuando de pronto se le ocurrió algo.

– Pero ya la habréis visto en diversas ocasiones, ¿no? -comentó Eadulf sin prisa.

El hermano Madagan estaba echando agua en un cuenco para lavarse las manos. Miró hacia donde estaba Eadulf y movió la cabeza diciendo:

– ¿La tonsura de san Pedro? No puedo decir que la haya visto muchas veces. Nunca me he alejado mucho de Imleach, ya que nací cerca de aquí, en las laderas de Cnoc Loinge, justo hacia el sur. La llaman la colina de la nave, porque tiene forma de barco.

– Si jamás habéis visto anteriormente esta tonsura, ¿cómo describiríais la del hermano Mochta? -preguntó Eadulf.

El hermano Madagan se encogió de hombros, desconcertado.

– ¿Que cómo la describiría? -repitió despacio-. No entiendo qué queréis decir.

Eadulf casi dio una patada al suelo de rabia.

– Si mi tonsura os resulta tan extraña, es indudable que la del hermano Mochta, que llevaba la misma hasta que empezó a dejarse crecer el pelo hace poco, despertaría comentarios, ¿no?

El hermano Madagan se mostraba totalmente confuso.

– Pero el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la vuestra, hermano Noble Lobo.

Eadulf controló su exasperación y explicó:

– Pero si el hermano Mochta llevaba la tonsura de san Pedro hasta hace unas semanas…

– Os equivocáis, Noble Lobo. El hermano Mochta llevaba la tonsura de san Juan, que es la que todos llevamos aquí, con la cabeza rasurada hasta la mitad, de oreja a oreja, de manera que parece una corona de espinas al mirar de frente.

Eadulf se dejó caer de golpe sobre el catre. Ahora el desconcertado era él.

– A ver si lo he entendido bien, hermano Madagan. ¿Me estáis diciendo que el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la mía?

– No. Estoy seguro -afirmó el hermano Madagan con énfasis.

– ¿Ni se estaba dejando crecer el cabello para cubrirla?

– Eso seguro que no, cuando menos la última vez que le vi anoche en vísperas. Llevaba la tonsura de san Juan.

Eadulf se quedó allí sentado, con la mirada fija en él unos instantes, mientras asimilaba lo que le había dicho aquel hombre.

Quienquiera que fuera el hombre al que habían matado en Cashel, y a pesar de la descripción, e incluso del tatuaje, no podía ser el hermano Mochta de Imleach. No podía ser él. Pero, ¿cómo era posible algo así?

CAPÍTULO IX

A la mañana siguiente, durante el desayuno en el refectorio, Fidelma miró a Eadulf, que estaba sentado enfrente, en la misma mesa.

– Parece que el misterio del hermano Mochta os tiene preocupado -observó partiendo un pedazo de pan de la barra que tenía delante.

Eadulf abrió los ojos, perplejo.

– ¿Acaso vos no lo estáis? Esto raya en lo milagroso. ¿Cómo puede tratarse del mismo hombre?

– Pues no, no estoy preocupada. ¿No dijo Tácito el romano que lo desconocido siempre se entiende como un milagro? Pues bien, una vez deja de ser desconocido, deja de ser milagroso.

– ¿Queréis decir con ello que ha de haber una explicación lógica para este misterio?

Fidelma lo miró con reproche.

– Siempre la hay, ¿no?

– Pues yo no la veo por ningún lado -replicó Eadulf avanzando la barbilla-. A mí me huele a brujería.

– ¡Brujería! -exclamó Fidelma con desdén-. Hemos resuelto esta clase de misterios otras veces, y nunca se nos ha resistido ninguno. Recordad, Eadulf, vincit qui patitur.

Eadulf bajó la cabeza para ocultar su exasperación.

– La paciencia puede ayudar a no desistir, pero jamás nos habíamos topado con un misterio tan desconcertante -arguyó y, al levantar la vista y ver acercarse al hermano Madagan, bajó la voz-. He aquí el hermano que dio la voz de alarma cuando Mochta desapareció. Es el administrador de la abadía, el hermano Madagan.

El monje se aproximó a ellos con una sonrisa.

– Una mañana preciosa -dijo sentándose, y se presentó a Fidelma-. Soy el rechtaire de la abadía. Me llamo Madagan. He oído hablar mucho de vos, Fidelma de Cashel.

Fidelma lo escrutó del mismo modo que había hecho él, y algo no le gustó, aunque no sabía el qué. Sin embargo, tenía rasgos agraciados, algo angulosos y adustos, pero nada en su rostro le repugnaba. También era de trato cordial. Por tanto, achacó su desagrado a alguna reacción cuya naturaleza no podría explicar.

– Buenos días, hermano Madagan -dijo, inclinando cortésmente la cabeza-. He sabido que vos fuisteis el primero en saber que las Santas Reliquias habían desaparecido.

– Así es, fui yo.

– ¿En qué circunstancias sucedió?

– El día de la fiesta de Ailbe me levanté pronto, pues es costumbre ese día…

– Conozco el procedimiento de la fiesta -se apresuró a interrumpir Fidelma.

El hermano Madagan pestañeó.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que era aquel gesto lo que le hacía recelar de él. Al pestañear, bajaba los párpados lenta y deliberadamente, y mantenía los ojos cerrados una fracción de segundo antes de abrirlos otra vez. Era como si tuvieran capucha. La acción tenía un curioso parecido al modo en que un halcón deja caer los párpados. Se dio cuenta de que su mirada era fría, tras una apariencia amistosa. Bajo aquel rostro se ocultaba una doble personalidad, que sólo se advertía si se analizaba con atención.

– Muy bien -prosiguió el monje-. Había mucho que hacer con los preparativos…

– Decidme cómo descubristeis la falta de las Santas Reliquias.

La interrupción no alteró a Madagan.

– Fui a la capilla donde se guardaban las Santas Reliquias -contestó con tranquilidad.

– Aun sin ser el conservador de las Santas Reliquias de Ailbe. ¿Para qué fuisteis allí? -le preguntó con una voz imparcial, pero con perspicacia.

– Porque esa noche yo era el encargado de la guardia… como vigilante. La labor consiste en hacer rondas por la abadía para confirmar la seguridad.

– Supongo que todo os pareció en orden.

– Al principio sí…

– Hasta que llegasteis a la capilla.

– Sí. Fue entonces cuando vi que el relicario no estaba en el hueco donde solemos guardarlo.

– ¿Qué hora era?

– Una hora más o menos antes del alba.

– ¿Cuándo fue la última vez que se vio el relicario en el lugar que le corresponde?

– En vísperas. Todos vimos el relicario. El hermano Mochta también estaba presente.

Eadulf tosió discretamente antes de intervenir.

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