– Quizá fuera más prudente esperar a mañana -susurró Eadulf mirando a su alrededor-. No creo que podamos ver gran cosa con esta luz.
– Tal vez -coincidió Fidelma-. Es cierto que la luz artificial puede ser traicionera en ocasiones, pero quiero hacer una evaluación superficial, pues cuanto más se aplazan las cosas más se confunden luego.
Guardaron silencio al proseguir por los pasillos de la abadía y luego a través del claustro.
– El viento vuelve a soplar del sudoeste -susurró el abad al flamear las antorchas con violencia.
Se detuvo frente a una puerta, se inclinó para abrirla y se hizo a un lado, sosteniendo el candil para que entraran.
Una vez dentro, la luz iluminó una habitación desordenada.
– Está exactamente igual que la hallamos el hermano Madagan y yo esta mañana. Por cierto -dijo Ségdae, volviéndose de cara a Eadulf, para disculparse-, iba a sugeriros que esta noche compartierais celda con él, pues parece que el hostal está completo. Claro que sólo será esta noche. Un grupo de peregrinos se hospeda aquí esta noche; van de camino a la costa para zarpar en un barco que los llevará al templo sagrado de Santiago del Campo de las Estrellas.
– No tengo ningún inconveniente en compartir una habitación con el hermano Madagan -respondió Eadulf.
– Bien. Mañana nuestra casa de huéspedes volverá a estar casi vacía.
– ¿Yo también voy a compartir cuarto esta noche? -preguntó Fidelma distraídamente mientras examinaba la habitación.
– No; para vos, Fidelma, he dispuesto un aposento especial -le aseguró Ségdae.
Fidelma miró el caos que la rodeaba bajo la luz del candil. Le costaba reconocerlo, pero Eadulf tenía toda la razón: con luz artificial poco se veía. En la penumbra podían pasar por alto elementos importantes. Exhaló un suspiro y se volvió hacia ellos.
– Tal vez sea mejor examinar la habitación con la luz de la mañana -dijo sin mirar a Eadulf al reconocerlo.
– Como deseéis -accedió el abad-. Volveré a cerrarla a cal y canto para que nadie toque nada.
– Decidme -dijo ella cuando Ségdae se inclinó a cerrar la puerta con llave, ya fuera de la habitación-, habéis comentado antes que un grupo de peregrinos se aloja en vuestra casa de huéspedes. ¿Hay otros viajeros que se hospeden aquí?
– Más peregrinos, sí.
– No, me refiero a otra clase de viajeros.
– No. Bueno… sí, contando a Samradán, el mercader. Le conoceréis, ya que es de Cashel.
– Yo no le conozco, pero sé que mi primo Donndubháin sí. ¿Qué sabéis de él?
– Bastante poco -dijo el abad encogiéndose de hombros-. Suele tener trato comercial con la abadía, sólo eso. Creo que lleva haciéndolo desde hace un par de años. Me consta que es de Cashel. Pasa a menudo por aquí con carros de mercaderías y lo hospedamos mientras negociamos el trueque.
Fidelma asintió con gesto pensativo.
– ¿Decís que viene con carros? ¿Quién los lleva?
– Le acompañan tres hombres, pero prefieren quedarse en la posada del pueblo -dijo, aspirando con desaprobación-. No es precisamente el lugar más recomendable, ya que no goza de buena reputación. No es una posada legal, pues no cuenta con la aprobación del bó-aire local, el jefe menor del pueblo. He tenido que mediar en un par de ocasiones con la posadera, una mujer lujuriosa llamada Cred, por su conducta…
Fidelma le interrumpió. No tenía interés en la conducta de aquella mujer.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado Samradán aquí en este viaje?
Ségdae se dio unos golpecitos en la nariz, como si esto le ayudara a estimular la memoria.
– Parecéis muy interesada en Samradán. ¿Es sospechoso de algo?
Fidelma hizo una seña negativa con la mano.
– No, sencillamente tengo curiosidad. Creía conocer a la mayoría de los habitantes de Cashel, pero a Samradán no le conozco. ¿Y desde cuándo decís que se hospeda en la abadía?
– Desde hace unos días. Para ser exacto, no más de una semana. Tendréis ocasión de encontrarlo mañana durante el desayuno. Quizás él pueda informaros de lo que queráis saber. Y ahora, ¿deseáis que os acompañe a las dependencias donde pasaréis la noche?
Eadulf sonrió ante la propuesta.
– Una buena sugerencia, señor abad. Estoy exhausto. Ha sido un largo día de incidentes.
– Cuando os hayáis refrescado -prosiguió el abad-, imagino que querréis uniros a los hermanos para la misa de medianoche.
No reparó en la expresión cariacontecida del sajón al conducirlos por el corredor y a través de un patio enclaustrado.
– Esto es nuestro domus hospitale - les dijo, señalando una puerta-. Nuestra casa de huéspedes -añadió al tiempo que llamaba una vez a la puerta.
Les abrió una figura misteriosa y de baja estatura, cuya silueta identificaba sin asomo de duda el sexo de la persona.
– Os presento a nuestra domina, sor Scothnat.
Eadulf no se había dado cuenta hasta entonces de que la abadía de Imleach era un conhospitae, un monasterio mixto, donde religiosos de ambos sexos vivían y trabajaban juntos. Estas «casas dobles» escaseaban en su lugar natal, pero sabía que los britanos y las fundaciones religiosas irlandesas se basaban en tal cohabitación.
– Os presento a sor Fidelma, Scothnat.
Sor Scothnat balbuceó por los nervios, pues sabía que Fidelma era hermana del rey.
– Ya he dispuesto vuestra habitación, señora -anunció con la voz entrecortada-. La preparé en cuanto el abad me informó de vuestra llegada.
Fidelma extendió la mano y le tocó el brazo con delicadeza. Normalmente, entre sus iguales religiosos, no hacía ninguna distinción por su parentesco con el rey de Muman. Sólo recurría a éste cuando necesitaba imponer su autoridad.
– Me llamo Fidelma. Al fin y al cabo, somos hermanas de la Fe, Scothnat -le dijo, y se volvió a Eadulf y Ségdae-. Hasta la misa de medianoche, pues. Dominus vobiscum.
– Dominus vobiscum - repitió Ségdae con solemnidad.
El abad llevó a Eadulf por el patio enclaustrado otra vez, hasta un pasillo que había al otro extremo, donde se cruzaron con un religioso de buena estatura que los saludó.
– Madagan -saludó a su vez el abad-. Excelente. Veníamos por vos. Os presento al hermano Eadulf. Debido a los peregrinos que se alojan en el domus hospitale esta noche, he sugerido que duerma en la cama de más que hay en vuestra habitación.
El hermano Madagan escrutó con la mirada a Eadulf, como si lo analizara. Tenía la mirada fría y, al sonreír, su gesto carecía de expresión.
– Sois más que bienvenido, hermano.
– Bien -dijo Ségdae, aunque la palabra pronunciada no concordaba con el tono descontento de su voz-. En tal caso, hermano Eadulf, os veré en el oficio de medianoche.
Con un gesto distraído, el abad se marchó.
– Soy el administrador de la abadía -le anunció Madagan con confianza mientras invitaba a Eadulf a acompañarle por una puerta del pasillo-. Mi aposento es más amplio que el de la mayoría, de modo que, supongo, estaréis cómodo.
Abrió la puerta de una habitación con dos catres, una mesa y una silla. Sobre la mesa había una vela. El conjunto estaba excepcionalmente pulcro, y sobre la mesa no había nada más, aparte de la vela y un librito con cubiertas de piel. Detrás de la puerta había otra mesa con un cuenco, una jarra de agua y ropa puesta a secar.
El hermano Madagan señaló uno de los catres de la pequeña celda.
– Ésa será vuestra cama, hermano… disculpad, pero no sé pronunciar vuestro nombre sajón. Es difícil para mi pobre oído.
– Ah'dolf -pronunció Eadulf pacientemente.
– ¿Tiene algún significado?
– Significa «noble lobo» -le explicó Eadulf con cierto orgullo.
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