Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Muy bien. Nos reuniremos con vos dentro de nada.

Eadulf esperó hasta ver desaparecer al hermano Madagan por el pasillo, antes de volverse hacia su amiga con una mirada inquisitiva. La monja quedó unos momentos en silencio, y Eadulf sabía que era preferible no estorbarla mientras pensaba. Luego, Fidelma se acercó a la puerta y se apartó a un lado, en el umbral.

– Eadulf, venid y poneos en mi lugar. No entréis en la habitación. Quedaos aquí de pie y dadme vuestro parecer.

Desconcertado, Eadulf fue a colocarse bajo el umbral de la puerta con Fidelma al lado. Recorrió la habitación desordenada con la vista. Era indiscutible el estado caótico de la celda.

– A juzgar por el aspecto de la habitación, parece que forzaron a Mochta a salir tras un enfrentamiento violento.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de aprobación.

– Por el aspecto de la habitación -repitió en un tono suave-. Sin embargo, los ocupantes de los aposentos contiguos no informaron de ningún alboroto.

Eadulf la miró enseguida, captando el énfasis en sus palabras.

– ¿Queréis decir que la escena es…? -balbuceó Eadulf, buscando las palabras adecuadas-. ¿… que han preparado la escena a conciencia?

– Eso creo. Fijaos en cómo están dispuestas las cosas en el cuarto. Mirad el colchón y la ropa que han sacado de la cama. Todo apunta a que hubo una violenta riña que, por lógica, tendría que haber ocurrido en algún momento entre vísperas y una o dos horas antes del amanecer. Si la riña realmente tuvo lugar, como aquí se ha representado, el alboroto habría alterado el sueño a cualquiera de los monjes que ocupan las habitaciones adyacentes, aun cuando durmieran a pierna suelta.

– Deberíamos asegurarnos e interrogar a los ocupantes -sugirió Eadulf.

Fidelma le sonrió y dijo:

– Mi mentor, el brehon Morann, decía: «El que nada sabe, nada duda». Así que, Eadulf, debemos averiguar qué tienen que decir al respecto. Pero yo parto de la probabilidad de que no les despertó ningún ruido de esta habitación. Y una probabilidad razonable es la única certeza que tenemos ahora mismo.

Eadulf movió los brazos con turbación.

– ¿Estáis diciendo que el hermano Mochta preparó la escena? Pero, ¿por qué?

– Quizá la preparó otro. Todavía no podemos sacar conclusiones.

– Si fuera verdad que el monje al que mataron en Cashel era el hermano Mochta, tendría más sentido. Pero el hermano Madagan insistió en que Mochta llevaba la tonsura irlandesa, y no la católica. El cabello no crece ni se puede cambiar en un solo día. Además, el posadero del Pozo de Ara dijo que el huésped se estaba dejando crecer el pelo para ocultar la tonsura hace una semana.

– Tenéis toda la razón. Pero, ¿cómo explicáis que coincidiera la descripción del cuerpo de Cashel y la del hermano Mochta? Una descripción que coincide hasta en el tatuaje del brazo -dijo Fidelma, y sus ojos titilaron un instante-. Eso es otra certeza. Sólo podemos dar absolutamente por cierto aquello que no comprendemos.

Eadulf miró al techo.

– Una frase del brehon Morann, ¿no? -preguntó con sarcasmo.

Fidelma no le hizo caso y siguió escudriñando la celda.

– Quienquiera que haya preparado esto, ya sea el hermano Mochta u otra persona, lo hizo con sumo cuidado. Mirad cómo está colocado el colchón, de manera que cualquiera que no esté ciego vería la mancha de sangre. Aunque es cierto que, durante una pelea, un colchón puede caer de esa forma, pero parece colocado a propósito. Además, ¿para qué se iba a sacar la ropa del armario y esparcirla por el suelo en una pelea?

Eadulf empezó a percatarse del grado de minucia que desplegaba Fidelma en el análisis de la habitación.

– ¿Habéis reparado en la flecha de la mesilla de noche? -le preguntó Fidelma.

Eadulf hizo un ruido gutural.

La había visto, pero solamente como parte del desbarajuste general. Ahora que se fijaba bien, se daba cuenta de las marcas de la pluma: era el mismo tipo de flecha que llevaba el arquero en el intento de asesinato, el mismo modelo de flecha que Fidelma llevaba con ella y que habían identificado como obra de los flecheros de Cnoc Áine.

– Ya la veo -respondió.

– ¿Y qué os sugiere?

– ¿Que qué me sugiere? Es el asta de una flecha partida por la mitad, y el extremo de la pluma ha caído sobre la mesa.

¿Caído? - preguntó Fidelma alzando la voz con incredulidad-. Está tan bien colocada, que salta a la vista que alguien la ha dejado para que cualquiera la vea. Y si se rompió durante una pelea, ¿dónde está la otra mitad?

Eadulf bajó la vista al suelo para buscarla. Examinó con cuidado la habitación, pero no vio nada.

– ¿Qué significa?

– Sabéis tanto como yo -respondió Fidelma con indiferencia-. Si alguien ha preparado la habitación con cuidado para que la encontráramos así…, bueno, para que la encontrara así la persona que se esperara que fuera a entrar, ¿qué querría hacernos creer?

Con los brazos cruzados, Eadulf esperó de pie mirando a su alrededor antes de responder.

– El hermano Mochta ha desaparecido. La habitación está preparada para que pensemos que se lo han llevado por la fuerza tras un violento forcejeo. La mancha del colchón y el desorden sugieren esa posibilidad. Luego hay una flecha rota en la mesilla de noche…, ah, eso puede significar que la flecha se rompió cuando el atacante la hundió en el cuerpo de Mochta. El extremo de la punta quedó hundido en el cuerpo de Mochta, partieron la flecha por la mitad y la arrojaron sobre la mesa -explicó, mirando a Fidelma en busca de aprobación.

– Excelente, Eadulf. Es precisamente lo que se esperaba que creyéramos. No obstante, dado que la escena se preparó con mucho cuidado, debemos ver más allá para averiguar qué representa en verdad esta habitación.

Fidelma entró y empezó a examinarla paso a paso. A continuación, tomó la flecha rota y la introdujo en el marsupium.

– No creo que nos aporte más información hasta que no recojamos más pruebas.

Entonces examinó los utensilios de escritura que había en un rincón y los pedazos de papel de vitela.

– El hermano Mochta tenía buena letra. Al parecer, estaba escribiendo una Vida de Ailbe -dijo, y empezó a leer de un trozo de vitela-: «Cristo lo llamó al descanso eterno a los cien años de vida, como está escrito en los Anales de Imleach, obra iniciada en el año 522 de Nuestro Señor» -hizo una pausa-. Parece que falta el resto. Pero hay otro fragmento. «Los escribas del norte han perturbado el descanso de Ailbe, pues no desean reconocer su aparición a Patricio Armagh en Muraan.»

– ¿Son relevantes estos escritos? -preguntó Eadulf.

– Puede -respondió Fidelma, enrollando los pedazos de vitela para introducirlos en el marsupium, y luego volver a mirar alrededor-. No creo que esta habitación vaya a revelarnos más secretos. Vámonos.

Cerró la puerta con la llave que el hermano Madagan había dejado puesta. Regresaron al refectorio. Fuera había reunidos una docena o más de religiosos y religiosas, envueltos en largas capas, cada uno de los cuales iba provisto de un hato y un bordón. El abad Ségdae estaba allí también, de pie delante de todos, con una mano alzada y el dedo pulgar contra el anular, de manera que el índice, el corazón y el meñique quedaban levantados como símbolo de la Santísima Trinidad a la usanza irlandesa.

Pronunció la bendición en griego, considerada como la lengua de los Santos Evangelios.

Entonces, los peregrinos se echaron los hatos al hombro y, de dos en dos, se dirigieron hacia las puertas de la abadía, aunando las voces en un canto jubiloso.

Cantemus in omni die

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