Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– ¿Cuál?

– Aona vio a ese mismo hombre, con la misma tonsura, hace una semana en el Pozo de Ara. Nos dijo que Mochta apenas salía de la abadía. Eso es otro aspecto que apoya la hipótesis de que el hombre de Cashel no sea Mochta.

Eadulf movió la cabeza, molesto.

– No se me ocurre ninguna explicación razonable para eso.

– ¿Veis ahora lo inútil que resulta hablar con el abad Ségdae de nuestras sospechas? Mientras no tengamos respuestas, seguirán siendo sospechas y no conclusiones.

Eadulf se mostraba contrito.

Cruzaron la plaza hasta el principio del grupo de casas, graneros y otros edificios que comprendían el municipio de Imleach. El complejo urbano había crecido durante los últimos cien años, al auspicio de la abadía y la sede de la catedral. Previamente, sólo había sido el lugar de reunión en torno al árbol sagrado de los Eóghanacht, donde los reyes acudían para prestar juramento y tomar posesión de su cargo. La abadía atrajo a comerciantes, constructores y demás, lo cual propició el crecimiento de una aldea de varios centenares de habitantes frente a los muros de la abadía.

Fidelma se detuvo antes de entrar en el pueblo y miró a su alrededor.

– ¿Adónde nos dirigimos ahora? -preguntó Eadulf.

– Está claro: vamos a buscar a un herrero -respondió brevemente-. ¿Adónde si no?

CAPÍTULO X

No les hizo falta pedir indicaciones para encontrar la forja, ya que las fuertes ráfagas del fuelle y el repiqueteo del hierro contra el hierro se oían cada vez mejor a medida que se adentraban en el grupo de casas, construidas de forma espaciada a lo largo de una calle principal que se vislumbraba desde las puertas de la abadía. La forja estaba hecha de piedra, y la fragua se hallaba construida sobre grandes losas. En una de éstas había un pequeño agujero, a través del cual un caño dirigía la corriente de aire que producía el fuelle hasta el fuego.

Una impresionante bomba de aire de cuatro cámaras generaba las ráfagas de la herrería. Eadulf había oído hablar de aquellos enormes fuelles, pero jamás había visto ninguno. También había oído que proporcionaban a la fragua una corriente de aire más uniforme que la de un aparato normal, de dos cámaras. A la vista estaba que era más difícil de manejar, ya que el herrero, que sudaba junto al fuego, contaba con la ayuda de un hombre corpulento, encargado de hacer soplar el fuelle. Su labor consistía en hacer subir y bajar el extremo de las cámaras de aire, poniendo encima de cada una un pie, que levantaba de forma alterna, como quien camina despacio a propósito. Así, cuanto más deprisa caminaba, con mayor rapidez funcionaba el fuelle.

El herrero era un hombre de buena planta y musculoso que rondaba la treintena. Vestía pantalones de cuero, pero iba con el torso desnudo, salvo por un delantal de gamuza que le protegía de las chispas. Con unas tennchair, un par de tenazas, sujetaba una pieza de hierro al rojo vivo. Con la otra mano empuñaba el martillo, con el que golpeaba el trozo de hierro sobre un yunque con un gran estruendo, antes de introducir el hierro en un contenedor de agua llamado telchuma.

Al verles acercarse, el herrero dejó lo que estaba haciendo, escupió a las brasas de la forja y se oyó un breve chisporroteo.

– Suibne, tráeme más carbón de leña -ordenó a su ayudante sin quitarles los ojos de encima.

El encargado de bombear los fuelles bajó de un salto de las tablas de madera y desapareció en un cobertizo.

El herrero se llevó la mano a la nuca para secarse el sudor y ellos se detuvieron delante.

– ¿Qué se os ofrece? -preguntó, examinándolos con la mirada-. ¿Me buscáis como herrero o como bó-aire de esta comunidad?

El bó-aire era el juez municipal, un jefe sin tierra, al que inicialmente se valoraba por el número de vacas que poseía, de ahí que se le denominara «jefe de las vacas». Las comunidades pequeñas, como en el caso de las aldeas, solían estar gobernadas por un bó-aire, el cual rendía tributo a un jefe superior.

– Soy Fidelma de Cashel -se presentó con formalidad al conocer el rango del herrero-. ¿Cómo os llamáis vos?

El herrero se puso derecho. ¿Quién no había oído hablar de la hermana del rey? El jefe al que él rendía tributo era primo de ella, Finguine de Cnoc Áine.

– Me llamo Nion, señora.

Fidelma extrajo las flechas del marsupium. La que había hallado en el carcaj del asesino, y la rota, que se había llevado de la habitación del hermano Mochta.

– ¿Qué podéis decirme de estas flechas, Nion? -preguntó sin más.

El herrero se limpió las manos en el delantal, tomó las flechas de sus manos y las examinó.

– No soy flechero, aunque antes había hecho puntas de flecha. Éstas son de excelente manufactura. La punta de ésta es de bronce y, como veis, está montada con un c ro hueco…

– ¿Un qué? -preguntó Eadulf, inclinándose.

– Una cavidad. ¿Veis dónde se ha introducido la madera del asta? Éstas son de muy buena calidad, ya que, como podéis observar, la punta está sujeta con un minúsculo remache de metal.

– ¿Y dónde diríais que se han hecho? -preguntó Fidelma.

– Es evidente -respondió el herrero con una sonrisa-. ¿Veis la pluma? Lleva el símbolo de un arquero de Cnoc Áine, territorio en el que os halláis, como ya debéis de saber, señora.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– ¿Y sabríais indicarme quién es semejante artesano, Nion?

El herrero soltó una inesperada carcajada.

– ¿Veis al vecino? -dijo, señalando una carpintería-. Él hace las astas y monta las plumas, y yo me encargo de las puntas y las fijo. Esta flecha forma parte de un lote que preparé no hace ni una semana. La reconozco por la forma en que está trabajado el metal. ¿Por qué lo preguntáis, señora? -añadió, devolviéndole las flechas.

Su ayudante regresó y vació una bolsa de carbón en el fuego de la fragua, que luego atizó con una barra de hierro.

– Quisiera saber algo acerca del hombre al que vendisteis estas flechas.

Al instante, el herrero entornó los ojos con suspicacia.

– ¿Por qué?

– Si no tenéis nada que ocultar, Nion, me lo diréis. Recordad que quien os hace las preguntas es una dálaigh, y que tomo vuestra palabra como juez de este municipio.

Antes de decir nada, Nion se la quedó mirando como si tratara de entrever sus intenciones; luego se encogió de hombros.

– En tal caso, como bó-aire ante un dálaigh, responderé. No conozco al hombre. Me refería a él como el Saigteóir, porque tenía el aspecto de un arquero profesional, y actuaba como tal. Acudió a mí hace más de una semana y me pidió que le hiciera dos docenas de flechas. Me pagó bien el trabajo. Pasó a recogerlas unos días después, y ya no supe más de él.

La respuesta decepcionó a Eadulf, pero Fidelma no desistió.

– A veces hay que ayudar a la memoria -comentó-. Decís que parecía un arquero profesional. Describidlo.

Después de vacilar un poco, Nion el herrero describió al arquero que Gionga había matado. Fue una buena descripción, y no cabía duda en cuanto a la identidad del hombre.

– Hablasteis con él. ¿Qué os pareció su forma de hablar?

El herrero se frotó la mandíbula, y luego le brillaron los ojos.

– Era tosco en el habla; como cualquier soldado profesional, pero no era de casta guerrera; no era el tipo de hombre nacido en el seno de la clase nobiliaria dedicada al servicio de las armas.

– ¿Le preguntasteis qué le traía por aquí? -intervino Eadulf.

– No. Tampoco lo habría hecho nunca. Es mejor no preguntarle a un guerrero para qué quiere las armas, a menos que él quiera facilitar semejante información.

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