Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Quizá -repitió Fidelma con amabilidad-. Pero ocultar información a un dálaigh puede acarrearnos serios problemas.

La mujer entornó más los ojos. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo. Se respiraba tensión en el ambiente. Los dos hombres se volvieron de cara a las bebidas, aunque por su actitud se notaba que estaban pendientes de la conversación de la dueña.

– ¿Dónde está el dálaigh que me pide información? -preguntó con desdén la mujer de voluminoso pecho.

– Aquí estoy -anunció Fidelma con calma-. Y vos imagino que seréis Cred, la dueña de esta posada sin licencia, ¿no?

La mujer dejó caer los brazos a los lados. En su rostro se formaron varias expresiones, pues no sabía si Fidelma hablaba en serio o no. Al final enrojeció de rabia.

– Sí, soy la dueña, Cred, y llevo una posada respetable, tenga o no licencia.

– Eso es asunto vuestro y del bó-aire. Yo necesito información. Hace una semana más o menos, pasó un hombre por el pueblo. Tenía el inconfundible aspecto de un arquero profesional. Llevaba una yegua zaina con una herradura floja, y tuvo que acudir a la forja del herrero.

Fidelma era consciente de que los hombres no habían reanudado la conversación y estaban muy atentos a lo que estaba diciendo. De refilón, vio salir a otro hombre por una puerta al fondo de la sala. No se volvió para examinarlo mejor, porque le interesaba más mirar al rostro de la posadera a fin de juzgar mejor su reacción. Sin embargo, se dio cuenta de que el tercer hombre se había detenido y les estaba mirando.

La mujer, Cred, sostenía la mirada de Fidelma con desafío.

– ¿Cómo sé que sois una dálaigh? - la retó-. No tengo por qué responder preguntas de una chiquilla, sea o no religiosa.

Fidelma se llevó la mano debajo del hábito y sacó una cruz colgada de una cadena de oro, cuyo simbolismo era muy conocido en todo Muman. La orden de la Cadena de Oro era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman, la cual se había constituido a partir de los miembros de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en la entrega personal de los reyes Eóghanacht. El hermano de Fidelma le había concedido el honor por los servicios prestados al reino. Cred abrió un poco los ojos al reconocer la cruz.

– ¿Quién sois? -preguntó, aunque en un tono más amable y complaciente.

– Soy…

– ¡Fidelma de Cashel! -exclamó el tercer hombre en un susurro.

La oronda mujer abrió la boca, atónita.

Fidelma se volvió para mirar a aquel hombre. Iba vestido como los otros dos, con ropa basta de trabajo. Su piel curtida revelaba una vida campestre. Sacudió la cabeza en una curiosa reverencia.

– Yo también soy de Cashel, señora. Trabajo para…

La mente de Fidelma ya había hecho conjeturas.

– ¿Para Samradán, el mercader? ¿Sois los tres sus carreros?

El hombre asentía moviendo la cabeza con entusiasmo.

– Eso mismo, señora -afirmó.

Miró a la posadera y añadió enseguida:

– Fidelma de Cashel no sólo es una dálaigh, sino que es hermana del rey.

Cred inclinó la cabeza con renuencia.

– Disculpadme, señora. Pensaba que…

– Pensabais que podíais ayudarme respondiendo a mis preguntas -la interrumpió con dureza, asintiendo con la cabeza para quitar importancia a las palabras del hombre que la había identificado.

Éste corrió a sentarse con sus compañeros, que volvían a hablar entre susurros, lanzando miradas subrepticias a Fidelma.

Cred soltó las palabras de una vez.

– Yo… sí… Sí. Lo llamábamos el Saigteóir. Se quedó dos o tres noches hace una semana. Era alto y rubio. Hablaba con un acento seco y no invitaba a que se le hicieran preguntas. Como arma, sólo llevaba un gran arco.

– Ya veo. ¿Qué más sabéis de él?

Cred movió la cabeza bruscamente.

– Como he dicho, no era un hombre dado a la conversación. Decía lo justo para pedir lo que necesitaba, que era tan escaso como sus palabras.

– ¿Tenía algún encargo con el herrero?

– Lo que vos habéis dicho. Su caballo tenía una herradura suelta, y creo que también había comprado unas flechas, porque al llegar tenía muy pocas en el carcaj, pero al marcharse, estaba lleno.

– Ya veo que aguzáis la vista, Cred -comentó Fidelma.

– Hay que aguzarla en este negocio, señora. Un huésped puede marcharse sin pagar. Hay que tener cuidado.

– ¿Éste os pagó?

– Oh, sí. Parecía tener dinero de sobra. De hecho, tenía muchas monedas de oro y de plata.

– ¿Sabéis si visitó a alguien más? ¿Fue a la abadía, por ejemplo? -preguntó Eadulf.

La mujer hizo un ruido gutural y espasmódico que pretendía ser una risa.

– No era de los que rondan por iglesias y abadías, no. Éste tenía un aspecto siniestro.

– ¿Qué queréis decir con eso? -pidió Eadulf-, ¿conque tenía un aspecto siniestro? ¿Acaso estaba enfermo?

Cred lo miró como si fuera bobo.

– Hay quienes van a la guerra porque no tienen más remedio -se dignó a explicar-. Y hay quienes van y descubren que les gusta la muerte y la destrucción, y se dedican a ir por el país ofreciendo sus habilidades guerreras a quien mejor les pague por ejercer la actividad que más les atrae. Se convierten así en la propia muerte. El Saigteóir rezumaba la palidez de la muerte. Carecía de emoción, de alma.

Para sorpresa de todos, la posadera hizo una genuflexión.

– Yo creo que el alma de esa clase de hombres ya está muerta, y ellos sólo buscan la sangre y la matanza, a la espera de que les llegue la hora.

– ¿De modo que no llegó a ir a la abadía? -insistió Eadulf-. ¿Sabéis si estuvo en algún otro lugar? Si pasó dos o tres días aquí, debió de ir a alguna parte, ¿no? El pueblo no es tan grande para no llamar la atención.

– No pasaba mucho tiempo en el pueblo -respondió la mujer.

– Parece que estáis muy segura de ello -observó Fidelma.

– Segura por la misma razón que habéis dado vos. Cenaba y dormía aquí, pero se marchaba justo después del amanecer y no regresaba hasta la tarde. Uno de mis vecinos lo vio dirigirse a las colinas, hacia el sur, tras haber arreglado la herradura del caballo.

– ¿Qué hay allí? ¿Una granja? ¿Una taberna?

La mujer se encogió de hombros.

– Nada. Quizá sólo iba a cazar.

– Y durante los días que pasó aquí, ¿nunca dijo su nombre ni comentó nada de él?

– Y nadie habría osado preguntarle nada -confirmó la mujer.

Fidelma contuvo un suspiro de frustración por no haber averiguado casi nada.

– Os estoy agradecida, Cred.

– ¿Ha cometido algún delito? ¿Qué ha hecho? -preguntó con interés-. A un posadero le gusta saber a quién ha dado albergue bajo su techo.

Fidelma la miró un momento sin decir nada y luego dijo a media voz:

– Como vos misma pensabais, ese arquero ha encontrado por fin lo que tanto buscaba.

La posadera parecía confusa.

Eadulf se lo aclaró en un tono sereno.

– Ha encontrado la muerte, como habéis dicho que esperaba.

Fidelma se dirigió a los tres carreros, que no intentaron esquivar la mirada.

– Que tengáis un buen viaje a la región de los Arada Cliach.

El hombre que la había reconocido preguntó con cara de extrañeza:

– ¿Qué os hace pensar que nos dirigimos allí, señora?

– Me lo ha dicho Samradán.

Los tres se miraron, y el que hablaba por todos forzó una sonrisa nerviosa.

– Así es, señora. Buen viaje para vos también.

Salieron de la posada del «artífice de los dioses» y se dirigieron a la abadía caminando con calma por la misma calle que habían venido.

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