Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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¿Rígdomna? ¿Estáis seguro de que empleó ese tratamiento?

– El mismo, hermana -respondió el carrero.

Eadulf se quedó mirando a Fidelma en medio de la profunda oscuridad que ya había caído sobre el campo.

– Esa palabra es el título usado para un príncipe, ¿verdad?

Literalmente, la palabra significaba «rey material» y era el tratamiento oficial para dirigirse al hijo de un monarca.

El carrero se echó a toser otra vez.

– Pero, ¿qué os ocurre? -le preguntó Fidelma, que empezaba a poner en duda su estado de salud.

El carrero respiró hondo y les dijo:

– Creo que tendré que pediros ayuda para regresar al pueblo, pues mucho me temo que no podré volver solo.

Empezó a moverse y se echó a toser otra vez. De súbito, emitió un gemido y cayó al suelo de costado.

Eadulf soltó el bastón y se arrodilló en medio de la calígine, pues la niebla y el anochecer habían caído muy deprisa y ahora ocultaban los detalles a la vista. Buscó la cabeza del hombre y le puso una mano sobre el cuello para tomarle el pulso. Lo notó muy agitado y luego se paró.

– ¿Qué sucede? -preguntó Fidelma con impaciencia.

Eadulf levantó la vista sin ver el rostro de ella.

– Está muerto.

Fidelma aspiró con brusquedad una bocanada de aire.

– ¿Muerto? ¿Cómo puede ser?

Eadulf tocó una sustancia cálida y húmeda a un lado de la boca del hombre.

– Ha estado tosiendo sangre -dijo, sorprendido-. Si hubiera habido luz, nos habríamos dado cuenta.

– Pero esta tarde estaba bien -se sorprendió Fidelma-. No tenía el aspecto de una persona que escupe sangre.

Eadulf se inclinó para tratar de volver a colocar el cuerpo en una posición erguida, sentado. Rodeó al hombre con el brazo derecho, y con la mano tocó la misma sustancia cálida y pegajosa por toda la espalda. Notó un desgarrón en la camisa del hombre y, con los dedos, tocó la carne rasgada.

– ¡Oh, dabit deus his quoque finem! -susurró en la oscuridad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Fidelma con frustración, ya que estaba tan oscuro que no veía qué estaba haciendo Eadulf exactamente.

– A este hombre lo han apuñalado en la espalda. Ha estado hablando con nosotros, echado en el suelo, herido de muerte. Dios sabe cómo ha aguantado hasta ahora. Le han apuñalado en la espalda… -dijo, e hizo una pausa-. El propio movimiento de ir a levantarse habrá abierto la herida y le habrá causado la muerte. De no haberse movido, quizás habría sobrevivido. No lo sé.

Fidelma permaneció en silencio algunos instantes.

– Tendría que habérnoslo dicho -soltó finalmente, expresando una cruel realidad-. Ahora ya no podemos ayudarle.

Eadulf cogió el pozal para lavarse la sangre de las manos.

– ¿Cargo con el cuerpo para llevarlo a la posada? -preguntó a Fidelma-. Deberíamos decírselo a Samradán.

Fidelma movió la cabeza antes de percatarse de que estaba demasiado oscuro para que Eadulf viera el ademán negativo de la respuesta.

– No. Si damos a conocer que teníamos alguna relación con este hombre, podrían impedirnos seguir investigando con la información que nos ha facilitado.

– ¿Y cómo vamos a impedirlo? Le han apuñalado en la espalda. Lo han matado. Se disponía a encontrarse con nosotros. Cuando ha concertado el encuentro esta tarde, parecía preocupado por que alguien le viera. ¿A quién temía? Sea quien fuere, habrá sido la misma persona que lo ha matado para impedirle que nos diera la información.

– No lo sabemos con seguridad, pero me inclino a creerlo. Si lo mataron para impedir que nos contara lo que sabe, lo más prudente es que esa persona crea que no logró hablar con nosotros. No debemos mencionar el incidente. Lo encontrarán mañana cuando vengan a sacar agua del pozo. Seguiremos la investigación partiendo de que lo han matado para que no hablara, y fingiremos que se llevó el secreto a la tumba.

– No me hace ninguna gracia -confesó Eadulf-. Parece algo impropio de un cristiano, marcharse y dejarlo ahí de esa manera.

– A él no le importará, porque buscamos justicia, y a Dios tampoco. También puede ayudarnos a seguir la pista de su asesino, ya que si están relacionados con los asesinos de Cashel, habremos averiguado algo importante que nos dará cierta ventaja.

Se arrodilló junto al cuerpo y musitó una breve oración antes de ponerse en pie.

Sic itur ad astra - murmuró Eadulf con sarcasmo.

Así se asciende a las estrellas.

De pronto Eadulf advirtió el incesante ulular de los lobos, que parecían haberse acercado mientras ellos hablaban. Recogió el bastón, que había soltado para examinar el cuerpo del hombre, y le dijo a Fidelma:

– Más vale que regresemos.

Fidelma estaba de acuerdo. Ella también había notado la proximidad de los lobos.

Atravesaron el campo de cultivo, pasaron por encima de la hormaza que delimitaba el terreno y siguieron por la senda. Para entonces la luna estaba alta; era una brillante luna de mediados de septiembre. Ya casi no parecía de noche. Había unas cuantas nubes en el cielo, pero no eclipsaban la pálida luminosidad. Sólo quedaba niebla y penumbra en el campo alrededor del pozo, acentuadas por la humedad. En el sendero, la oscuridad se había disipado, y el resplandor blanquecino proyectaba sombras entre las que se apresuraban, derechos hacia las luces del pueblo.

Los crecientes aullidos provocaron a Eadulf, y no por primera vez, un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Lanzó una mirada nerviosa a su alrededor.

– Suenan como si estuvieran muy cerca de aquí -susurró.

– No nos pasará nada -le dijo Fidelma con seguridad-. Los lobos no atacan a humanos adultos a menos que se estén muriendo de hambre.

– ¿Y quién dice que estas bestias no están famélicas? -protestó Eadulf.

A decir verdad, Fidelma pensaba lo mismo.

Eadulf no estaba seguro de haber visto algo, pues fue fugaz el momento de atisbarla. Le pareció haber visto una sombra grande y oscura cruzar muy deprisa el camino a menos de veinte metros de allí. Tuvo el impulso de detenerse.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma al ver de pronto que Eadulf tensaba los hombros, por lo que se quedó quieta a su lado, mirando hacia delante.

– No estoy seguro…

Un leve gruñido hizo que inmovilizaran las piernas como si éstas de pronto se hubieran congelado.

La sombra, larga, baja y de formas musculosas, volvió a moverse y, de pronto, el pálido resplandor de la luna se reflejó sobre dos puntos que parecían oscilar como esferas de fuego. El gruñido se acentuó.

– Poneos detrás de mí, Fidelma -le indicó Eadulf entre dientes, a la vez que alzaba el bordón para protegerse.

El animal dio un paso adelante sin dejar de intensificar el gruñido.

– No veo bien si es un lobo o un perro vigilante de alguna granja -susurró Fidelma, forzando la vista en la negrura.

– Da igual. Es una amenaza.

De repente, sin avisar, el gran animal se lanzó hacia ellos. Si Eadulf no hubiera reaccionado enseguida, se le habría echado al cuello. Con el bordón golpeó en el aire al animal. Le dio en el morro, no tanto por objetivo como por azar. Asestó el golpe con toda la fuerza de que fue capaz. El cánido cayó al suelo emitiendo un gañido. Sin dejar de gemir, se alejó unos pasos de ellos. Entonces se detuvo, y el gemido pasó a ser un gruñido desafiante.

Cuando Fidelma habló, Eadulf pudo percibir miedo en su voz por primera vez desde que la conocía.

– No es un perro, Eadulf. Es un lobo.

Eadulf no había apartado los ojos del animal, que empezó a moverse adelante y atrás, muy despacio, frente a ellos y sin dejar de gruñir, como si de este modo buscara su punto débil. Empezó a caminar de un lado a otro describiendo líneas cortas, pero sin acercarse. Pese a moverse, los ojos, dos puntos rojos luminiscentes, estaban fijos sobre Eadulf, que no dejaba de empuñar el bastón ante sí en todo momento.

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