Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Gracias a Dios que habéis regresado sanos y salvos. Hace dos horas o más que oigo a los lobos de las colinas. En noches como ésta hay que estar a cubierto.

Cerró las puertas cuando ambos hubieron entrado.

– También nosotros los hemos oído -comentó Eadulf sin más.

– Tenéis que saber que por los bosques y campos vecinos andan sueltos muchos lobos -prosiguió el hermano Daig cándidamente-. Pueden ser muy peligrosos.

Eadulf estuvo a punto de decirle que sabía de sobra que había lobos, cuando vio la mirada de advertencia que Fidelma le lanzó.

– Sois muy considerado, hermano -dijo-. Lo tendremos presente la próxima vez que nos aventuremos a salir al caer el día.

– En el refectorio hay comida fría, hermana, si es que no habéis cenado ya -ofreció el joven monje-. Como es tarde, ya no queda nada caliente.

– No tiene importancia. El hermano Eadulf y yo iremos al refectorio. Gracias por tanta solicitud. La apreciamos mucho.

Al proseguir hacia el refectorio, Eadulf susurró a Fidelma:

– ¿No deberíamos interrogar a Cred antes de cenar?

– Como bien ha dicho el hermano Daig, es tarde. Cred estará allí mañana. En cuanto haya cenado, mi intención es la de acostarme y descansar. Podemos emprender esa labor justo después del desayuno.

CAPÍTULO XII

El sonido de las cornetas de guerra fue lo que despertó a Fidelma momentos antes de que sor Scothnat, la domina de la casa de huéspedes, irrumpiera en su habitación, aterrada, diciendo a grito pelado:

– Levantaos y estad preparada para defenderos, señora. Nos están atacando.

Fidelma se incorporó en un momento de pánico, plenamente consciente del ruido atronador de las cornetas y los gritos y chillidos lejanos. Salió de la cama de un salto y, en medio de la oscuridad, encendió una vela como pudo. La luz trémula iluminó a la hermana Scothnat, que estaba de pie en la puerta, retorciéndose las manos y llorando distraídamente.

Fidelma se le acercó y la cogió por los brazos.

– ¡Dominaos, hermana! -le dijo con firmeza-. Decidme qué está pasando. ¿Quién nos ataca?

Scothnat se quedó un momento quieta sin hablar, amilanada por la severidad del tono de voz. Entonces volvió a gimotear.

– La abadía. ¡Están atacando la abadía!

– Pero, ¿quién la está atacando?

Fidelma vio que sor Scothnat estaba demasiado afectada para superar el miedo y responder a la pregunta, de modo que decidió vestirse. A través de la ventana de la celda vio que aún era de noche, y no tenía idea de qué hora era, aunque le pareció que sería poco antes del alba.

Salió a todo correr de la habitación, dejando a Scothnat lloriqueando. Casi chocó contra una figura oscura y musculosa que corría en dirección opuesta. Incluso con ausencia de luz reconoció a Eadulf.

– Venía a buscaros -dijo con preocupación-. Unos guerreros pretenden asaltar la abadía.

– ¿Sabéis algo más? -preguntó ella.

– No, nada. Hace un momento que me ha despertado el hermano Madagan. Ha ido a comprobar que las puertas estén bien protegidas, pero me temo que poca defensa tiene la abadía salvo las tapias y las puertas.

De pronto, la gran campana del monasterio empezó a sonar; el tañido fue en aumento a medida que las manos que tiraban de la cuerda ganaban desesperación con cada repique. El sonido no era tanto un aviso solemne, cuanto un toque de rebato pidiendo ayuda.

– Veamos qué podemos averiguar -gritó Fidelma en medio del barullo, corriendo por el pasillo que conducía a la puerta principal.

Eadulf la siguió, protestando:

– Han llevado a las demás mujeres a un lugar más seguro, al sótano de la abadía.

Fidelma no se molestó en contestar. En medio de la oscuridad, bajaron a toda prisa al claustro por donde varios hermanos corrían aquí y allá, distraídos y desconcertados por el pánico.

Fidelma reparó en que las cornetas de guerra tocaban cada vez más fuerte, y que más intensos eran los gritos de personas que luchaban al otro lado de los muros. Fidelma y Eadulf llegaron al patio principal, donde encontraron a un grupo de monjes -los jóvenes y fuertes- tratando de asegurar las barras de madera de la enorme puerta principal. El rechtaire, el hermano Madagan, estaba al mando.

Fidelma le preguntó a voz en cuello al acercarse:

– ¿Qué está ocurriendo? ¿Quiénes son los atacantes?

– Extraños guerreros. Es cuanto sabemos. Hasta ahora no han lanzado un ataque directo a la abadía. Prefieren saquear el pueblo.

– ¿Dónde está el abad?

El hermano Madagan señaló junto a las puertas una pequeña atalaya de estructura cuadrada de unas tres plantas de alto.

– Disculpadme, hermana -dijo el hermano Madagan dando media vuelta-. Debo seguir velando por nuestra seguridad.

Fidelma ya se encaminaba hacia la torre vigía, con Eadulf pisándole los talones. En su interior había una escalera estrecha por la que sólo cabía una persona a la vez. Fidelma subió a todo correr, seguida de Eadulf.

Las plantas más bajas estaban vacías, pero en lo alto de la torre hallaron al hermano Ségdae detrás de lo que habrían sido unas almenas, de haberse construido la atalaya con propósitos bélicos.

Un muro que llegaba al pecho rodeaba la torre. Desde aquella posición estratégica se alcanzaba a ver la abadía y sus alrededores.

El abad Ségdae no estaba solo. A su lado contaba con la fornida figura de Samradán, el mercader. Ségdae estaba de pie tras la protección que le ofrecía el muro, mirando hacia el pueblo, al otro lado de la plaza. Tenía los hombros caídos con las manos cerradas en dos puños pegadas a los costados, y la cabeza avanzada, mientras contemplaba la escena con amargura. Samradán parecía tan absorto en el espectáculo como él. Ninguno de los dos se percató de la llegada de Eadulf y Fidelma a la atalaya.

Fidelma y Eadulf ya habían visto el fulgor espectral, una extraña luz amarillenta y rojiza que relumbraba iluminando la fachada de la abadía.

Aquel curioso halo amenazador se reflejaba en las nubes bajas que tenían justo encima. Era la inequívoca señal de que algunos edificios del pueblo ya estaban en llamas. Gritos y llantos, mezclados con lastimeros relinchos de caballos asustados, rasgaban el aire nocturno. Al otro lado de los muros de la abadía había mucha agitación. Jinetes blandiendo antorchas encendidas o espadas iban de un lado a otro de la plaza y por las calles que había entre los edificios. Indudablemente, los más desprotegidos estaban sufriendo el peor ataque. Una vez acostumbrada la vista al extraño resplandor, a la noche inflamada por el fuego de los edificios y las antorchas, de pronto Fidelma vio algo más. Esparcidos en el suelo, por doquier, había bultos oscuros que no podían ser otra cosa que cuerpos. Lo peor era que había gente, aislada o en grupos pequeños, que corría para salvarse de los guerreros montados que los perseguían. De vez en cuando se oía un grito desgarrador cuando las veloces espadas de los atacantes alcanzaban a una víctima.

Angustiada, Fidelma se volvió hacia el abad Ségdae.

– ¿No hay alguna forma de proteger Imleach? -exigió.

Al principio el abad estaba demasiado afectado para responder. De pronto parecía haberse convertido en un frágil anciano. Fidelma le sacudió un brazo con premura.

– Ségdae, están matando a gente inocente. ¿No hay guerreros cerca de aquí a los que podamos recurrir?

El abad de rostro falcónido se volvió hacia ella con renuencia. Al intentar mirarla, Fidelma vio en su rostro una expresión de aturdimiento.

– Los más próximos son los guerreros al mando de vuestro primo, el príncipe de Cnoc Áine.

– ¿Hay algún modo de ponernos en contacto con él?

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