Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– No podemos pasarnos la noche haciendo esto -murmuró.

– No podemos huir.

– A unos metros de aquí hay un árbol… si consigo entretenerlo, quizá vos podáis llegar hasta allí… subid al árbol y protegeos entre las ramas.

– ¿Y qué haréis vos? No llegaríais al árbol; el animal os alcanzaría.

– No tenemos otra alternativa -se resignó Eadulf, irascible por el miedo-. ¿Preferís que nos despedace a los dos? Trataré de apartarlo del camino para que podáis escabulliros. Así tendréis un amplio margen para correr. Cuando os avise, corred. No miréis atrás y procurad subir lo más alto que podáis.

Tal era la resolución en su voz, que Fidelma vio que de nada servía quejarse. De todos modos, lógicamente, Eadulf tenía razón. No tenían otra alternativa.

Eadulf probó unas cuantas embestidas que hicieron retroceder al lobo, sorprendido por la audacia del contrincante. Luego entornó aquellos ojos feroces y volvió a enseñar unos colmillos babeantes. Eadulf atacó de nuevo.

Oyeron un gemido sobrecogedor cerca de allí. El alarido les causó un escalofrío a los dos. Sería del mismo lobo, que resonaba en el campo del que habían venido.

El lobo se irguió y alzó la cabeza hacia la luna, cuyos tenues rayos blancos le bañaron el morro. Desde lo más hondo de la garganta surgió un sonido leve al principio, que fue ganando intensidad y volumen hasta que separó las mandíbulas: un aullido estridente y sobrenatural rasgó el aire. Una vez, dos veces y una tercera, el alarido rompió la calma nocturna que los envolvía. Al remitir el grito, el lobo pareció quedar inmóvil y escuchar.

No cabía duda. Desde el campo se oyó un aullido en respuesta, un grito impresionante.

Sin más, sin lanzar siquiera una última mirada a Eadulf, el lobo se dio la vuelta, saltó sobre el muro de piedra y se alejó por el campo de cultivo.

Eadulf todavía estaba paralizado por la impresión, y tenía la frente bañada en sudor. El bordón le resbalaba en las palmas húmedas.

Fidelma fue la primera en reaccionar.

– Vámonos, no sea que haya otros lobos cerca. Regresemos al pueblo, allí estaremos seguros.

Dado que Eadulf no hizo ademán de moverse, Fidelma le tiró de la manga. Tratando de recuperarse, se volvió y echó a andar detrás de ella con premura, nervioso, sin dejar de mirar atrás una y otra vez.

– Pero es que se dirigen hacia el campo donde hemos dejado al…

– ¡Pues claro! -exclamó Fidelma-. ¿Por qué creéis que el lobo ha desistido de atacarnos? Su pareja -dijo con la voz algo trémula- ha encontrado el cadáver, una presa más fácil que nosotros. En eso consistían los siniestros aullidos entre ambos. Ese pobre hombre nos ha salvado con su muerte. Deo gratias!

Eadulf sintió náuseas al imaginar la truculenta cena de que estarían disfrutando los lobos en el pozo. Ellos mismos podían haber sido ese siniestro manjar. Fidelma podría haber… Y empezó a pronunciar entre dientes la oración para la misa de difuntos:

Agnus Dei… Cordero de Dios…

– No gastéis aliento -lo interrumpió Fidelma con irritación-. Honrad el sacrificio de ese hombre haciendo que haya merecido la pena y llegando al pueblo sano y salvo.

Eadulf calló, ofendido por la dureza de aquellas palabras. Al fin y al cabo, él se había preocupado más por la seguridad de ella que de la suya propia. Sin embargo, aquel incidente le había hecho ver por primera vez que ella también podía sentir miedo.

No volvieron a hablar hasta alcanzar el límite del municipio y haber pasado por delante de la lámpara encendida de la posada de Cred. Había unas cuantas personas en la calle, pero al parecer ninguna reparó en ellos hasta que llegaron a la altura de la forja.

A pesar de lo tarde que era, el herrero estaba sentado junto a un brasero encendido al lado del yunque. Estaba ocupado sacando lustre a la hoja de una espada. Levantó la cabeza y los reconoció.

– Yo que vos andaría con cuidado a estas horas de la noche, señora -dijo como saludo.

Fidelma se detuvo en seco delante de él. Para entonces ya había recuperado la compostura. Le devolvió la mirada, preguntándole:

– ¿Y eso por qué?

El herrero inclinó la cabeza a un lado como si escuchara.

– ¿No los habéis oído, señora?

En medio de una noche tan serena, aunque levemente, el aullido de los lobos llegó a sus oídos.

– Sí, ya los hemos oído -respondió Fidelma con firmeza.

El herrero movió la cabeza despacio, asintiendo. Sin dejar de pulir la espada, observó:

– Nunca los había oído tan cerca del pueblo. Yo que vos regresaría cuanto antes a la abadía.

Se inclinó sobre la espada, como si aquella labor lo absorbiera. Luego volvió a levantar la cabeza y dijo:

– Como bó-aire, creo que mañana organizaré una cacería para sacar a esas bestias de sus guaridas.

No era propio del jefe de un pueblo, ni siquiera de un príncipe o de un rey, organizar una cacería de lobos para reducir el número de éstos a una cantidad aceptable. Sin embargo, a Eadulf le pareció que tras aquellas palabras latía una insinuación. No sabía si estaba en lo cierto o si oía cosas donde no las había, debido a la emoción de los incidentes ocurridos esa noche.

Fidelma se marchó sin decir nada más al herrero, encaminándose hacia los elevados y oscuros muros de la abadía, por la senda que discurría junto al enorme tejo. Eadulf corrió para alcanzarla. Cuando ya nadie los oía, le dijo lo que pensaba.

– ¿Creéis que ha querido insinuar algo con sus palabras?

– No lo sé, aunque puede que no. A estas alturas, creo que deberíamos estar preparados para cualquier cosa.

– ¿Qué es lo siguiente que vamos a hacer?

– Creo que eso debería estar claro.

Eadulf reflexionó unos instantes.

– Hablar con Cred, supongo. Hay que volver a interrogarla, ¿no?

Fidelma respondió en un tono de aprobación.

– Excelente. Así es. Debemos hablar de nuevo con Cred, porque si el carrero de Samradán estaba en lo cierto, esa posadera sabe más de lo que nos ha contado.

– Bueno, yo creo que todo está muy claro.

Eadulf parecía tan convencido, que Fidelma se sorprendió.

– ¿Ya habéis resuelto la intriga, Eadulf? -preguntó con un levísimo toque sarcástico, que Eadulf no percibió-. Qué listo sois.

– Bueno, ya habéis oído lo que ha dicho el carrero. El arquero recibía instrucciones de un príncipe. ¿Cuántos príncipes hay que sean enemigos de Cashel?

– Muchos -respondió con sequedad-. Aunque debo confesar que el primero en que pensé fue el príncipe de los Uí Fidgente. Pero no podemos acusar a Donennach por el mero hecho de que el arquero se dirigiera al hombre como rígdomna. Son muchos los príncipes a quienes gustaría ver derrocados a los Eóghanacht del poder. Los peores enemigos de los Eóghanacht son los Uí Néill y, en concreto, Mael Dúin de los Uí Néill del norte, rey de Ailech. Su enemistad se remonta a la época del antepasado de los Gaels Míle Easpain. Sus hijos Eber y Eremon se enfrentaron por la división de Éireann. Eber murió a manos de los defensores de su hermano Eremon. Y los Uí Néill dicen ser descendientes de Eremon.

Eadulf dijo, impaciente:

– Eso ya lo sé. Y los Eóghanacht del sur aseguran ser descendientes de Eber. Pero, ¿realmente creéis que los Uí Néill del norte constituyen una amenaza para Cashel?

– Cuesta extraer de la carne lo que en el hueso crece -comentó Fidelma llegando a las puertas de la abadía, donde se detuvieron.

– No lo entiendo -se quejó Eadulf.

– Hace unos mil años que los Uí Néill odian a los Eóghanacht y que codician su reino.

El monje que les abrió era el hermano Daig, el joven de aspecto lozano que habían conocido aquella mañana. Parecía alegrarse de verles.

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