Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Si el reino está en peligro, señora, decidme de qué modo puedo servir.

Fidelma se volvió hacia Eadulf, que estaba de pie junto al fuego, incómodo, porque de sus ropas salía vapor.

– ¿Tenéis alguna sala donde el hermano Eadulf pueda cambiarse?

Aona señaló una puerta lateral, al otro lado de la sala principal de la posada.

– Ahí dentro, hermano. Sacad luego vuestra ropa mojada y la secaremos al fuego.

– El tiempo es oro -añadió Fidelma, como si de este modo excusara el tono perentorio.

Cuando Eadulf desapareció con la alforja y Aona llenó dos jarras de corma, Fidelma tomó asiento en una silla sosteniendo frente al fuego el bajo de la falda.

– ¿Cómo se comportaron los Uí Fidgente mientras esperaban a mi hermano? -preguntó al posadero.

Aona puso cara de extrañeza, repitiendo:

– ¿Cómo se comportaron?

– Sí. ¿Se mostraron cordiales o agresivos y descorteses?

– Creo que se comportaron bastante bien. ¿Por qué lo preguntáis?

– ¿No les oísteis hablar de descontento? ¿No os causaron la impresión de que estuvieran tramando algo?

Ofreciendo una jarra de la fuerte cerveza a Fidelma, el anciano posadero respondió negando con la cabeza.

Fidelma tomó un sorbo con distracción y luego preguntó:

– ¿Y todos los miembros del cortejo le acompañaron a Cashel? ¿No se encontraron con nadie más aquí?

– No que yo viera. ¿Qué sucede?

– En cuanto mi hermano y Donennach llegaron a Cashel intentaron asesinarlos.

De pronto, el anciano dio un respingo. Parecía alarmado.

– ¿Y el rey… fue malherido?

– Heridas superficiales -lo tranquilizó Fidelma-. Son graves, pero no tardarán en curarse. Sin embargo, hay guerreros de los Uí Fidgente que acusan a Cashel de engaño y, a pesar de haber sido herido, le acusan de estar detrás de este ataque.

Eadulf volvió a salir, vestido con ropa seca y con la mojada colgada del brazo.

El posadero se apresuró a tomarla y colgarla en una barra frente al fuego.

– Se secará enseguida -le dijo.

Le dio una segunda jarra de cerveza y volvió a dirigirse a Fidelma.

– Los Uí Fidgente deben de estar locos para hacer semejante acusación… a menos que sea parte de su plan.

Eadulf vació la jarra de un solo trago y se echó a toser por los efectos del fortísimo alcohol.

Aona lo reprendió con una sonrisa, diciéndole:

– La corma que yo sirvo no debe tomarse como si de agua se tratara, sajón. Quizá queráis agua para paliar los efectos.

Eadulf asintió con la cabeza, soltando un ligero grito ahogado.

Aona vertió agua de una vasija en la jarra; Eadulf la engulló, y luego abrió la boca para tomar aire.

Sin prestar atención a su compañero, Fidelma se quedó sentada contemplando el fuego, sumida en sus pensamientos. Entonces alzó la vista y volvió a preguntar al anciano:

– ¿Estáis seguro, Aona, de que no visteis nada inusual, nada extraño?

– Nada en absoluto, señora. Tenéis mi palabra -le aseguró el otrora guerrero-. Donennach y su séquito llegaron aquí anoche. El príncipe de los Uí Fidgente y sus consejeros personales durmieron en la posada. Sus guerreros acamparon en los prados, junto a la ribera. Todos se comportaron bien. Luego llegó vuestro hermano, y partieron todos juntos con destino a Cashel. Es cuanto sé.

– ¿Nadie les siguió? ¿Tal vez un hombre alto, un arquero, y otro bajito y rechoncho?

Aona movió con énfasis la cabeza.

– No vi a tales hombres, señora.

– Muy bien, Aona. Pero manteneos alerta durante los próximos días. No confío en los Uí Fidgente.

– ¿Y si veo algo?

– ¿Conocéis a Capa?

Aona se rió de buena gana.

– Yo enseñé a ese joven todo cuanto sabe. Era de lo más torpe cuando entró a formar parte de la escolta del rey de Cashel. Sabía menos de guerra que…

Fidelma interrumpió sus recuerdos con delicadeza diciendo:

– Ahora vuestro aprendiz es el capitán de la escolta real, como vos lo fuisteis antaño, Aona. Si tenéis noticia de algún movimiento por parte de los Uí Fidgente, enviad un mensaje a Cashel dirigido a Capa. ¿De acuerdo?

Aona asintió con énfasis.

– Así será, señora. ¿Qué más puedo ofreceros?

Eadulf tosió discretamente.

– Acaso un poco más de esa cerveza vuestra a la que llamáis corma. Esta vez le concederé el debido respeto.

Aona fue a buscar un tonel de madera para echar más bebida a la jarra de Eadulf. Al volver, fruncía el ceño como si algo le hubiera venido a la mente.

– ¿Ocurre algo, Aona? -preguntó Fidelma en cuanto advirtió su expresión.

El anciano posadero se rascó la punta de la nariz.

– Trataba de recordar algo. Me habéis preguntado acerca de un hombre alto… ¿eran un arquero y otro hombre más bajo que le acompañaba?

Fidelma se inclinó hacia delante mostrando interés.

– ¿Los visteis? Difícil habría sido pasarlos por alto si iban juntos. Formaban una pareja extraña.

– Sí que los vi, sí -confirmó el posadero.

Fidelma preguntó con un gesto triunfal:

– ¿Los visteis? Pero cuando os he preguntado antes, me habéis dicho que estabais seguro de que no habían estado aquí.

Aona movió la cabeza y explicó:

– Porque me habéis preguntado si los había visto con los Uí Fidgente en las últimas veinticuatro horas. Y hace una semana que vi a una pareja como la que describís.

– ¿Hace una semana? -intervino Eadulf, decepcionado-. En tal caso puede que no sean los villanos que buscamos.

– ¿Podéis describirlos? -instó Fidelma.

Aona se acarició el mentón con la mano izquierda, como si aquello le ayudara a pensar.

– Puedo deciros que el hombre más bajo y rechoncho era como él -dijo señalando a Eadulf con el pulgar.

Eadulf abrió la boca, y un gesto de indignación impregnó su rostro.

– ¿Qué estáis insinuando? -exigió-. ¿Que soy gordo y bajo? Será…

Fidelma alzó una mano impaciente para acallarle y pidió al posadero con amabilidad:

– Explicaos, Aona. Dado que mi compañero no es gordo ni bajo, habéis suscitado una pregunta. ¿En qué sentido se parecía ese hombre a Eadulf?

Aona hizo una mueca.

– No me refería a que se pareciera al sajón en estatura o constitución. No, me refería a que era un religioso y que llevaba el cabello cortado de un modo similar al suyo, que en nada se parece a la tonsura de nuestros monjes irlandeses. Eso me llamó la atención.

Fidelma entornó los ojos.

– ¿Queréis decir que llevaba una tonsura en la coronilla, como la que lleva mi compañero?

– ¿Acaso no es lo que he dicho? -se quejó el posadero-. Si me fijé tanto y me pareció tan curioso fue porque no estaba recién rasurado, sino más bien parecía que se estaba dejando crecer el pelo para cubrir la tonsura.

– ¿Qué más podéis decir de su aspecto?

– Que era bajo y de contorno grande y, aparte, que tenía el pelo canoso y rizado. Era de mediana edad y, aunque no vestía el hábito de un religioso, sin duda actuaba como tal.

Eadulf miró a Fidelma.

– Coincide con la descripción del asesino -dijo, y se volvió hacia el posadero-. ¿Y el otro?

Aona se quedó pensando un momento.

– Creo que el otro era rubio. El cabello le caía por la espalda. Aunque no estoy seguro, porque llevaba un gorro e iba vestido con un jubón de cuero. Llevaba un arco y un carcaj, y por eso pensé que debía de ser arquero profesional.

Fidelma dio un suspiro de satisfacción.

– Creo que la descripción se corresponde de sobra. ¿Y decís que estuvieron en esta misma posada hace una semana?

– Que yo recuerde, sí. Otra cosa por la que me acuerdo de ellos con tanta claridad es la diferencia de sus constituciones físicas, como habéis comentado.

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