Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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Invocando una oración, Eadulf acicateó a su alazán río adentro, pero el nerviosismo hizo que el caballo reaccionara demasiado aprisa. Las patas traseras resbalaron en el fango, y Eadulf creyó que el animal iba a tirarlo. Se agarró con desesperación, y el potro, bufando y resollando, consiguió recuperarse y encontró un apoyo firme en el bajo rocoso. Eadulf aflojó las riendas y se limitó a esperar sentado con los ojos cerrados, tratando de imaginarse a salvo en la otra orilla del río.

De vez en cuando, la montura daba sacudidas, como si al caballo le costara mantener el equilibrio. Entonces notó el agua gélida en los pies y luego en las piernas, a la altura de las rodillas. De pronto, una corriente de agua turbulenta le pasó por la cintura, lo cual le cortó la respiración por la impresión y le obligó a aferrarse a la perilla de la montura. El caballo volvió a quedar sobre el nivel del agua, y Eadulf se atrevió a abrir los ojos, para ver que aún se encontraba a unos metros de la orilla contraria. Fidelma ya había llegado y lo aguardaba, reclinada sobre la montura.

Con un último empuje, el animal subió como pudo por la orilla y se detuvo junto a ella.

Eadulf se comportó como un buen jinete y dio unas palmadas de agradecimiento en el lomo al animal.

Deo gratias - entonó, aliviado.

– Más vale que nos alejemos lo antes posible de aquí -sugirió Fidelma-. Cuanto antes lleguemos a Imleach, mejor.

– ¿Y si esperamos un momento hasta secarnos? Estoy empapado de cintura para abajo -protestó Eadulf.

– No os molestéis en secaros, pues quizá tengamos que volver a entrar en el agua. Nos queda un arroyo que franquear, el Fidhaghta. Y si los Uí Fidgente han apostado a más guerreros en el Pozo de Ara, que es el primer vado, puede que volvamos a tener problemas.

Eadulf soltó un quejido.

– ¿A cuánto está el Pozo de Ara?

– A unos once kilómetros. No tardaremos en llegar.

Se dio la vuelta y se adentró rumbo al oeste, a través del bosque que rodeaba el lugar. Sin volverse para comprobar si Eadulf la seguía, gritó:

– Aquí el sendero se ensancha y podemos cabalgar a medio galope un rato.

Apretó los talones contra las ijadas, y la vigorosa yegua reaccionó. Tan impetuoso fue el arranque, que Fidelma se vio obligada a tirar de las riendas para que el caballo se mantuviera a medio galope.

Eadulf la seguía de cerca, brincando sobre la silla, sintiéndose miserable e incómodo como nunca en su vida por la ropa mojada.

Parecía haber pasado una eternidad antes de llegar a una cuesta desde donde la senda descendía hasta otro río de caudal considerable que se curvaba casi en ángulo recto en una parte donde había un grupo de edificios a lo largo de la orilla. Al parecer, el río iba de oeste a este y describía un giro brusco hacia el sur.

– Ahí está el Pozo de Ara -dijo Fidelma sonriendo con satisfacción-. Cruzaremos por allí y estaremos a unos kilómetros más de Imleach. Podemos seguir un rato por la orilla norte del río. No veo guerreros de Gionga por ningún lado.

Eadulf respiró hondo debido a su turbación y preguntó:

– Ahí se ven edificios y humo. ¿Por qué no paramos a descansar y secarnos?

Fidelma miró al cielo.

– No nos quedará mucho tiempo. Debemos llegar a Imleach antes de que anochezca. No obstante, si no aparecen guerreros de los Uí Fidgente al acecho, en el cruce hay una posada donde podéis cambiaros la ropa o secaros.

Sin decir más, se dirigió colina abajo hacia el grupo de edificios que se extendían a ambas riberas. El agua presentaba bajíos, pero ni tan peligrosos ni turbulentos como al vadear el Suir.

Dos muchachos que había sentados en la orilla lanzaron un sedal al agua. Fidelma se acercó justo cuando uno de ellos sacaba del agua, triunfante, una trucha parda y salvaje que dejó en el suelo.

– Una buena pieza -le gritó Fidelma en reconocimiento, deteniendo al caballo.

El chico, de no más de once años, sonrió con indiferencia.

– Las he pescado mucho mejores, hermana -le respondió con solemnidad, por deferencia al hábito.

– No lo dudo -respondió ella-. Decidme, ¿vivís aquí?

– Claro, ¿dónde si no? -contestó el niño en un tono desenfadado.

– ¿Hay forasteros en vuestro pueblo?

– Anoche. El príncipe de los Uí Fidgente, o eso dice mi padre. Estuvo aquí con sus hombres. Pero han partido esta mañana, cuando el gran rey de Cashel vino a buscarlos.

– ¿Y ya no quedan forasteros en el pueblo?

– No. Todos se han ido a Cashel.

– Bien. Os estamos agradecidos.

Fidelma hizo girar a la yegua, y avanzó hacia el río, indicando a Eadulf que siguiera adelante.

Al pasar a la otra orilla, las aguas del Ara apenas llegaron a los espolones. Enseguida encontraron la posada, ya que estaba junto al vado, con el cartel oscilante en la entrada.

Complacido, Eadulf bajó de la silla de montar y ató el caballo a un poste que quedaba a mano. Sacó las alforjas, donde tenía una muda de ropa seca, esperando tener suficiente tiempo para cambiarse y entrar en calor.

Entretanto, la puerta de la posada se abrió, y apareció un anciano.

– Saludos, viajeros, les doy la más…

La interrupción se debió al fijarse en Fidelma. Con una sonrisa repentina, corrió a ayudarla a bajar del caballo.

– Qué agradable veros, señora. Esta misma mañana ha estado aquí vuestro hermano para…

– Para encontrarse con Donennach de los Uí Fidgente -añadió ella, sonriendo al reconocer al hombre-. Ya lo sé, querido Aona. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os vi.

Una sonrisa iluminó su rostro al ver que Fidelma recordó su nombre.

– No os había visto desde que celebrasteis la llegada de vuestra edad de elegir. De eso hará doce años o más.

– Hace mucho tiempo, Aona.

– Desde luego, y aun así recordáis mi nombre.

– Siempre habéis sido un leal vasallo de mi familia. Mal vástago de los Eóghanacht sería el que no recordara el nombre de Aona, el que fuera capitán de la guardia de Cashel. Supe que os habíais retirado para llevar una posada de camino. Lo que no sabía es que fuera ésta.

– Os ofrezco… -dijo, y de pronto lanzó una mirada a Eadulf, reparando en el atuendo y la tonsura católica-. Os ofrezco, tanto a vos como a vuestro acompañante sajón, toda mi hospitalidad…

– Necesito secarme y cambiarme -murmuró Eadulf, casi en un tono de queja.

– ¿Habéis caído del caballo al río? -preguntó Aona.

– No, no me he caído -saltó Eadulf, sin molestarse en dar más explicaciones.

– Hay fuego en el hogar; la chimenea está encendida -les indicó Aona-. Pasad; pasad los dos.

Abrió la puerta y se hizo a un lado para invitarles a entrar.

– Es una lástima, pero no podemos quedarnos mucho tiempo. Debo llegar a Imleach antes de que caiga la noche -se lamentó Fidelma, siguiendo a Eadulf adentro.

El sajón fue derecho al crepitante fuego, cuyas llamas devoraban un montón de troncos encendidos.

– Pero os quedaréis a comer algo, ¿no?

Eadulf iba a contestar que sí, cuando Fidelma respondió con una negativa, moviendo firmemente la cabeza.

– No tenemos tiempo. Nos quedaremos lo justo para beber algo que nos haga entrar en calor y para que el hermano Eadulf se cambie las prendas mojadas. Luego partiremos.

Aona reflejó su desencanto en el gesto.

Fidelma puso una mano sobre el brazo del anciano.

– Esperemos que nuestro cometido nos permita regresar pronto y así hacer justicia a vuestra hospitalidad. Se trata de un asunto urgente, de suma importancia para la seguridad del reino. No es un simple capricho.

Aona había servido en la escolta de los reyes de Cashel durante buena parte de su juventud, por lo que al oír aquello se puso erecto.

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