Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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– ¿Y vuestro padre? -interrumpió Fidelma.

– No lo conocí nunca. Sólo conocía a mi madre y su amor por mí.

– Continuad.

– Cerca del bosque donde vivía mi madre había un óc-aire, un hombre con un trocito de tierra que no le daba para mantener a su mujer y a sus hijos. Este hombre era Adnár Mhór, el padre de Draigen.

– ¿También el padre de Adnár que habita en el fuerte, del otro lado de la bahía?

– El mismo. Mi madre ayudaba a veces a la joven Draigen. Cuando Adnár, el hijo, se fue para alistarse en el ejército de Gulban Ojos de Lince, Adnár, el padre, empezó a enfermar. Mi madre sintió lástima por la niña. Cuando Adnár, el padre, murió, mi madre se ofreció para adoptarla. Poco después también murió la madre de Draigen, y ésta se fue a vivir con mi madre.

– ¿Y en aquella época vos ya estabais sirviendo en la abadía?

Brónach asintió, con aire ausente.

– Eso sucedió cuando Draigen tendría unos catorce años, como os habrán dicho. Fue un año bien triste.

Los ojos de sor Brónach se llenaron de lágrimas y en cierto modo Fidelma sintió que no sólo las vertía por su madre.

– ¿Qué sucedió exactamente?

– Draigen es una persona obstinada. Es propensa a la ira. Un día entró en cólera, cogió un cuchillo para despellejar conejos y se lo clavó a mi madre, Suanech.

Fidelma esperaba alguna explicación más y al ver que no se producía continuó preguntando.

– Desde la muerte de sus padres y el abandono de su hermano, Draigen se había vuelto muy posesiva. Tenía mal genio y era muy celosa. Tenía celos de mí, que era la hija de Suanech. Tal vez era bueno que visitara a mi madre con poca frecuencia, pues los deberes de la abadía me dejaban poco tiempo para tales encuentros. Estoy segura de que hubiéramos chocado más a menudo y con mayor violencia.

– ¿Pero chocabais?

– Invariablemente; cada vez que yo iba a ver a mi madre. Si mi madre me prestaba atención, allí estaba Draigen exigiendo el doble de atención.

– ¿Así, cuando el ataque de Draigen a vuestra madre…? ¿Qué pasó?

– Mi madre… -sor Brónach dudaba, como intentando encontrar las palabras adecuadas-. Mi madre estaba al cuidado de una niña. Era hija de… de un pariente.

Fidelma advirtió las pausas que hacía la mujer.

– Mi madre pensó que Draigen la ayudaría a cuidar a la pequeña. Pero Draigen sentía los mismos celos hacia esa niña que había mostrado hacia cualquiera o cualquier cosa que acaparara el afecto de mi madre.

– ¿Atacó a vuestra madre porque prestaba mucha atención a la pequeña? -preguntó Fidelma sintiendo un repentino odio.

– Así fue. Fue un ataque de locura. Tenía entonces quince años. La niña que cuidaba mi madre tenía tan sólo tres. El brehon que presidió el juicio decretó que Draigen no era responsable de asesinato en primer grado. Ordenó que para pagar la compensación se vendiera el trocito de tierra que había pertenecido a sus padres y que las ganancias se entregaran al heredero de Suanech. Ésa era yo, por supuesto. Y al ser miembro de esta comunidad, el dinero pasó a la abadía. Ahora, la abadesa es Draigen, parece una ironía. -Brónach se echó a reír amargamente-. Uno se pregunta si hay justicia divina, ¿no?

– ¿Hirió Draigen a la niña de tres años?

Sor Brónach sacudió la cabeza.

– Le fue devuelta… a su madre.

– El brehon debió imponer algunas limitaciones a Draigen -observó Fidelma.

– Sí. Ordenaron a Draigen que ingresara en una comunidad religiosa donde la vigilarían y dedicaría su vida al servicio de la gente. Eso es otra ironía, pues entró en esta abadía. La misma en la que estaba yo.

– ¡Ah! -interrumpió Fidelma-. Ahora entiendo por qué Adnár vio desestimada su reclamación de una parte de la tierra. Como se tuvo que vender para pagar una multa legal, Adnár, hermano de Draigen, tenía que perder su derecho a una parte, pues los parientes han de pagar la multa del culpable, si éste no puede.

– Sí, así es.

– Pero ante la ley, sor Brónach, Draigen ha pagado y expiado su crimen.

– Sí. Ya sé que la abadesa Marga le dio la completa absolución hace tiempo. Y ahora ya es mayor. Y cada día, desde el día del asesinato de mi madre, he tenido que soportar su presencia en penitencia por mis pecados.

Fidelma estaba asombrada.

– Todavía no entiendo por qué tenéis que quedaros aquí. ¿Por qué no os fuisteis a otra comunidad donde vuestra herida pudiera cicatrizar? ¿O por qué no exigisteis que enviaran a Draigen a otra abadía?

Sor Brónach dejó ir un largo suspiro.

– Ya os he explicado el motivo. Me quedo aquí como penitencia por mis pecados.

– ¿De qué pecados sois culpable? -preguntó Fidelma-. ¿Por qué habríais de pasar vuestra vida en compañía de quien mató a vuestra propia madre?

Sor Brónach volvió a dudar y luego se enderezó un poco.

– Yo no estaba allí cuando Draigen atacó a mi madre. Pequé al estar ausente cuando ella me necesitaba.

– Eso no es motivo para inculparos. No hay pecado en ello.

– Sin embargo, me siento responsable.

Fidelma no estaba convencida. Había algo falso en la explicación de sor Brónach.

– En eso no puedo ayudaros. Aunque si tenéis un alma amiga, tal vez…

– Llevo luchando veinte años con este problema, sor Fidelma. No lo voy a resolver en veinte minutos.

– Os culpáis demasiado, hermana -la reprendió Fidelma-. Además, intentemos mirar las cosas con algo de caridad. Hace veinte años, Draigen era una joven, una chica inmadura, por lo que decís. Lo que hizo aquel día, pasado está. La persona que es ahora ya no es probablemente la que fue entonces.

– Sois muy comprensiva, hermana.

– ¿No estáis de acuerdo?

– Draigen sigue teniendo el mismo carácter: es celosa, de una ambición sin límite y rencorosa. -La religiosa de mediana edad levantó de repente una mano, con la palma hacia arriba como para acallar cualquier protesta-. No me interpretéis mal, hermana. Hace veinte años que llevo esta carga y la seguiré llevando. No tengo otro sitio en el mundo adónde ir. Al menos, cuando levanto los ojos hacia las montañas veo la tumba de mi madre y algunas veces puedo subir y sentarme allí un rato.

– ¿Nunca habéis sentido que Draigen merecería un justo castigo?

Sor Brónach respondió con una genuflexión.

– ¿Os referís a que se le infligiera un daño físico? Quod avertat Deus! ¿Eso decís?

– Eso es -señaló Fidelma.

– Yo no puedo quitar la vida a nadie, hermana. No puedo hacer daño a otro ser humano, sea lo que sea lo que me haya hecho. Eso lo aprendí de mi madre, no de la fe. Ya os he dicho que prefiero que Draigen viva y sufra en vida.

En el rostro de sor Brónach se percibía una digna expresión de sinceridad. Fidelma entendía todo lo que le decía Brónach, salvo el hecho de que se quedara en la abadía todos aquellos años tan cerca de Draigen, especialmente después de que Draigen se convirtiera en abadesa.

– No parece que Draigen sufra mucho -observó Fidelma.

– Tal vez tengáis razón. Quizá se ha olvidado y probablemente cree que yo he olvidado. Pero una noche llegará en que se despertará con miedo y recordará.

– El hermano Febal no ha olvidado -indicó entonces Fidelma.

Brónach se ruborizó ligeramente.

– ¿Febal? ¿Qué ha dicho?

– Muy poco. ¿Alguien más conoce la historia?

– Sólo yo… y Febal. Aunque Febal es selectivo con sus recuerdos.

– ¿Seguro que el hermano de Draigen, Adnár, conoce esa historia?

– Se enteró cuando puso la demanda reclamando la tierra y se encontró con que había perdido el derecho a ella.

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