Se oyó la campana de la torre. Sor Lerben entró con arrogancia. Miró con desprecio a Fidelma.
– Supongo que querréis saber que la campana para maitines está sonando, madre abadesa. La congregación os espera.
– Tengo oídos, Lerben. Cuando mi puerta esté cerrada, tenéis que llamar antes de entrar -contestó la abadesa Draigen con un ladrido quejumbroso. La joven novicia se mostró asombrada. Obviamente, no esperaba aquella reacción. Se sonrojó e iba a decir algo, pero percibió la mirada airada de la abadesa y se retiró con rapidez.
– ¿Queréis rechazar las enseñanzas de Ultan…? -insistió Fidelma-. ¿Tal vez necesitéis consejo de vuestra anam-chara, vuestra alma amiga?
La abadesa Draigen, airada, se puso súbitamente de pie.
– Mi anam-chara era sor Síomha -replicó secamente-. Pareció que iba a seguir discutiendo, pero apretó las mandíbulas-. Muy bien; revocaré mi acusación contra Berrach.
Fidelma también se puso en pie.
– Eso está bien. Tiene que ser delante de la comunidad, ya que tales acusaciones se hicieron ante la comunidad. Revocad la acusación, disculpaos y haced penitencia.
La expresión en el rostro de la abadesa era de desagrado.
– Ya he dicho que lo haría.
– Bien. Entonces, ahora es el momento apropiado, ya que la comunidad se reúne para maitines. Yo escoltaré a sor Berrach a la capilla, pues podría desconfiar y tener miedo después de toda la violencia que le han mostrado -añadió en voz baja- en un santuario de la fe.
Luego abandonó la habitación de la abadesa.
En el exterior se detuvo un momento y respiró profundamente. Empezaba a sentir afinidad con Adnár; su hermana era una mujer curiosa. No tendría más remedio que explicar aquel asunto al abad Brocc, pues, si Draigen era inocente de otras cosas, era culpable de incitar a un delito de asesinato y de utilizar la juventud y la falta de conocimientos y de experiencia de otra persona para intentar perpetrar un crimen. Eso no se podía absolver. Desde luego, había algo perverso en el carácter de Draigen.
La campana iba sonando y las figuras de las religiosas se apresuraban hacia la duirthech, la capilla de la comunidad. En la celda de sor Berrach, Fidelma encontró a la joven tullida consolada por sor Brónach y les explicó brevemente lo que había ocurrido entre la abadesa y ella.
Cuando Fidelma llegó con sor Berrach, avanzando con dificultad con la ayuda de su bastón y sosteniéndose en la solícita sor Brónach, la comunidad ya estaba reunida. La abadesa estaba de pie detrás del altar, casi directamente detrás de la gran cruz ornamentada, mientras la congregación elevaba sus cantos en latín:
Munther Beara beata
fide fundatacerta,
spe salutis ornata,
caritate perfecta.
Fidelma se preguntaba si la abadesa Draigen había elegido el canto a propósito. Eran unas palabras muy sencillas. «La bendita comunidad de Beara, basada en una fe segura, adornada con la esperanza de la salvación, perfeccionada por la caridad.» Las hermanas cantaban ese mensaje con una convicción ciega.
Mientras Fidelma avanzaba con Berrach, las voces fueron perdiendo unisonancia y se desvanecieron. Las cabezas se fueron levantando y se sintió que una tensión nerviosa recorría los bancos de la congregación.
Fidelma dio un suave apretón a Berrach en el brazo para infundirle valor.
El canto se fue apagando y la abadesa Draigen cambió majestuosamente de posición y fue a situarse ante el altar.
– Hijas mías, estoy ante vosotras para pedir vuestro perdón, pues soy culpable de una grave falta. Y he permitido que alguien joven e inexperto actuara erróneamente siguiendo mi consejo.
Las primeras palabras provocaron tal silencio que incluso se podía oír la áspera respiración invernal de algunas de las hermanas.
– Es más, soy culpable de hacer un daño terrible a un miembro de esta comunidad.
La congregación empezaba a entender, y las hermanas lanzaron miradas de arrepentimiento hacia Berrach y Fidelma. Berrach seguía apoyándose en su bastón, con la mirada baja. Sor Brónach permanecía con la cabeza bien alta como si fuera la que aceptaba la disculpa. Fidelma, al otro lado de Berrach, también mantenía erguida la cabeza con la mirada puesta en los ojos de la abadesa.
– Han sucedido cosas en esta abadía que han causado gran alarma entre los miembros de la comunidad; alarma y miedo. Esta mañana, como sabéis, nuestra rechtaire, sor Síomha, ha sido cruelmente asesinada. Actuando según un conocimiento parcial del asunto, he acusado a una hermana de esta comunidad. Invadida por un entusiasmo impetuoso para castigar a la persona que yo consideraba culpable, olvidé las enseñanzas de Nuestro Señor, pues ¿acaso no está escrito en el libro de Juan que «quien está libre de pecado, que tire la primera piedra»? Yo no estaba libre de pecado y tiré la primera piedra. Por mis acciones injustas, ansío vuestro perdón y haré una penitencia diaria durante un año a partir de este día. Esta penitencia me la habéis de imponer vosotras, hermanas, reunidas en esta congregación.
Se giró para mirar a sor Lerben. La joven novicia estaba con la cabeza bien alta y amenazante. Fidelma la miró y le inquietó la profundidad de la rabia contenida que denotaban sus rasgos. «No tardaré en tener problemas con sor Lerben», pensó.
– Es más, aconsejé mal a la joven sor Lerben y, después de nombrarla nueva rechtaire, le pedí que actuara bajo mis consejos. Soy totalmente responsable. Lerben no tenía suficiente experiencia para entender que yo estaba en un error. Me disculpo en su nombre.
Ante los ojos sorprendidos de las hermanas reunidas, sor Lerben salió bruscamente de la capilla haciendo ruido, como un niño malhumorado.
La abadesa Draigen la vio irse con tristeza. No dijo nada y luego volvió su atención a sor Berrach.
– Sor Berrach, ante Dios y ante esta congregación, os pido perdón. Fue el miedo y la abominación ante la espantosa muerte que ha sufrido sor Síomha y el alma anónima encontrada en nuestro pozo los que me hicieron errar y gritaros «hechicera» e incitar a la congregación a haceros daño. Mía es la culpa y a vos os vuelvo a pedir la absolución.
Todos los ojos se volvieron hacia sor Berrach.
Ésta dio un paso adelante. Se hizo un silencio tenso mientras ella permanecía allí, como dudando. Fidelma percibió que los músculos de la cara de la abadesa estaban en tensión, como si intentara controlar sus emociones. Fidelma se preguntaba si Berrach iba a rechazar la disculpa de la abadesa Draigen. Entonces la muchacha respondió.
– Madre abadesa, habéis citado las palabras del Evangelio de Juan. Juan dijo que nos engañamos si creemos que todos estamos libres de pecado. La aceptación de nuestros pecados y su confesión son el primer paso hacia la salvación. Os perdono por vuestro pecado…, sin embargo no os puedo absolver. Tan sólo Dios puede hacerlo.
Parecía que a la abadesa Draigen le hubieran dado una bofetada. Desde luego aquéllas no eran las palabras que había esperado. Y un murmullo de sorpresa se elevó entre las hermanas congregadas. De repente, se habían dado cuenta de que sor Berrach no tartamudeaba, sino que hablaba con frialdad, claridad y articulando bien.
La joven, apoyándose en su bastón, se dio la vuelta y lentamente y balanceándose por el pasillo se dirigió al exterior.
Reinó el silencio hasta que la puerta se cerró tras ella.
– En verdad así es, sólo Dios puede absolvernos. Nosotros tan sólo podemos perdonar.
Todas las cabezas se giraron cuando sor Brónach dio un paso adelante y habló sin rencor.
– ¡Amén! -añadió Fidelma en voz alta, cuando vio que la comunidad dudaba en responder.
Se oyó un murmullo de aprobación. La abadesa Draigen inclinó la cabeza en señal de aceptación del veredicto de la congregación y volvió a ocupar su lugar.
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