Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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– Sor Brónach, quiero que escoltéis a sor Lerben hasta su habitación mientras yo voy a ver a la abadesa. Es una orden que debéis obedecer dado mi rango -añadió cuando Brónach dudaba.

Luego se dio deliberadamente la vuelta y volvió a entrar en la habitación de Berrach. Se detuvo justo pasada la puerta, con los ojos cerrados, el corazón latiendo deprisa, preguntándose si habría apaciguado totalmente la situación. ¿Haría Lerben otro intento para recuperar a sus seguidoras y apresar a Berrach? En el pasillo se oyó un murmullo y luego trasiego de pies y finalmente silencio. Fidelma abrió los ojos.

La muchacha estaba sentada sobre la cama temblando sin control.

Fidelma echó rápidamente una mirada al pasillo. Estaba vacío. Suspiró aliviada.

– Está bien -dijo, regresando a la habitación y sentándose sobre la cama junto a Berrach-. Se han dispersado.

– ¿Cómo pueden ser tan malas? -se estremeció la joven-. Me iban a sacar para matarme.

Fidelma posó su mano sobre el brazo de la joven para consolarla.

– En realidad no son malas. Tan sólo tienen miedo. De todas las pasiones, es el temor la que debilita el juicio, especialmente cuando se es tan joven e inexperto como Lerben.

La muchacha se quedó un rato en silencio.

– Nunca le he gustado a sor Lerben. Ahora no me puedo quedar aquí. ¿Habéis oído lo que ha dicho? La abadesa Draigen la ha hecho administradora de la abadía ahora que sor Síomha está muerta.

– Una elección poco sabia, sin duda, insensata -admitió Fidelma-. Y voy a hablar de este asunto con la abadesa. Lerben es demasiado joven para ser rechtaire. Esperad un poco, Berrach. Las hermanas recobrarán el sentido común y sentirán remordimientos.

– Si me tienen tanto miedo, su temor no va a disminuir sino que se convertirá en odio. Yo no volveré a estar segura aquí.

– Dadles una oportunidad. Al menos, permitidme que hable con la abadesa Draigen.

Sor Berrach no dijo nada. Fidelma lo entendió como una señal de que aceptaba su sugerencia.

Se levantó y fue hacia la puerta desde donde le lanzó una mirada rápida.

– ¿Os encontráis bien para quedaros aquí un rato? -le preguntó.

Sor Berrach estaba triste.

Deo favente - respondió-. Con la ayuda de Dios.

Fidelma abandonó la celda y se dirigió con aspecto ceñudo hacia la habitación de la abadesa Draigen.

Mientras iba pensando en el asunto, sentía que le bullía la sangre. Estaba rabiosa por la conducta de la abadesa. ¿Cómo podía haberle dado aquel poder a Lerben? ¿Cómo era posible que hubiera animado a la novicia a llevar a cabo nada menos que un crimen? ¿A qué se debía el odio de la abadesa hacia Berrach?

Allí donde miraba había odio. Estaba tan furiosa que le vino una idea a la cabeza. Era fácil ponerse furioso, pero ¿acaso no dijo Publius Siró que había que rechazar la ira? Ésta convertía a la gente en ciega y tonta. Recordó las palabras de su mentor, el brehon Morann de Tara: quienquiera que experimente el ardor de la ira experimentará el frío glacial del arrepentimiento.

Acabó de hacer tal reflexión justo cuando se encontraba frente a la puerta de la habitación de la abadesa Draigen. La abrió y entró sin avisar.

La abadesa Draigen estaba sentada en su habitación, erguida y con la boca apretada con determinación. Sor Lerben estaba junto al fuego, evidentemente se había librado de la escolta de sor Brónach. Miró a Fidelma con antipatía cuando ésta entró con resolución en la estancia.

– Hablaré sólo con vos, madre abadesa.

– Yo… -empezó a decir sor Lerben.

– Vos os vais -le soltó Fidelma.

La abadesa Draigen dirigió su mirada hacia la joven novicia y luego hizo un gesto de despedida con la mano. La joven se mordió la lengua. Se fue con la cabeza alta.

Antes de que Fidelma pudiera hablar, el rostro de la abadesa Draigen se llenó de ira.

– Es la segunda vez que os habéis inmiscuido en las órdenes de alguien que yo he nombrado. He elegido a sor Lerben para el puesto de rechtaire en sustitución de sor Síomha.

Fidelma sonrió levemente al percibir aquella ira.

– El miedo traiciona a las almas despreciables -replicó mientras se sentaba.

La abadesa Draigen hizo una mueca.

– También es la segunda vez que me citáis a vuestros filósofos latinos.

– Habéis animado a Lerben a que encendiera los temores de la comunidad antes de que os pudiera informar de mi interrogatorio a sor Berrach -dijo Fidelma sin responder a su pregunta-. ¿Qué creíais que podría ella conseguir incitando a las hermanas a cometer tal crimen? ¿Creíais que vos, responsable de tal acción, pues sois la abadesa, podríais eludir el castigo?

Draigen le aguantó la mirada.

– Yo estaba enterada de que Lerben y sus compañeras habían condenado a Berrach. Han actuado según la ley de Dios. Yo apruebo sus decisiones. Yo creo que Berrach es culpable de la muerte de sor Síomha. Los signos paganos son malignos. El libro del Deuteronomio dice que aquellos que practican tales maldades son culpables de abominación al Señor y hay que eliminarlos. Sor Lerben actuaba según las enseñanzas del arzobispo de Ultán. Yo he aprobado sus acciones. Mi autoridad es Armagh.

Fidelma decidió que Aristóteles era sabio cuando decía que cualquiera podía sentir ira, pero que el secreto estaba en saber cuándo sentirla por la persona adecuada y de la manera adecuada. Era realmente con la abadesa Draigen con quien tenía que tratar. La joven Lerben era sólo su voz. Resultaba evidente que la abadesa Draigen le había dicho a Lerben lo que tenía que hacer. Sin embargo, aquél tampoco era el momento para enfadarse con la abadesa Draigen, pues su ira se encontraría con una pared.

– Digamos con claridad que hay bastantes pruebas para culpar a Berrach de la muerte de sor Síomha, en este momento, al igual que para culparos a vos o a sor Brónach. Vuestra forma de incitar a Lerben a la violencia se basa en los temores ocultos que tienen las demás a causa de la deformidad de la pobre Berrach. No es así cómo debería actuar un miembro de la fe. Por lo tanto, quiero que me garanticéis que nada malo le va a suceder a Berrach, hasta que yo haya acabado mi investigación.

La abadesa Draigen se mordió los labios.

– No lo voy a jurar, pues va contra las Escrituras.

Fidelma sonrió con cinismo.

– Conozco el fragmento al que os referís, madre abadesa. Es el capítulo cinco de Mateo. Pero aunque Cristo dijo que no había que jurar por ningún objeto sagrado, exhortaba a la gente a decir «sí» o «no». Por lo tanto, os exhorto a que me digáis «sí», que vais a garantizar que Berrach va a estar a salvo. La otra respuesta es «no», en cuyo caso tendré que informar del asunto al abad Brocc de Ros Ailithir y ocuparme yo misma de proteger a sor Berrach.

La abadesa Draigen resopló.

– Entonces os doy un «sí». Lo único que puedo añadir es que informaré de este asunto, no al abad Brocc, sino al propio Ultan de Armagh.

Fidelma entornó los ojos.

– ¿Acaso queréis decir que preferís aceptar la regla de Roma en esta tierra?

– Yo soy de la escuela romana -admitió la abadesa.

– Así pues ya sabemos dónde estamos -replicó Fidelma.

Fidelma conocía bien el creciente conflicto que había entre la Iglesia de los cinco reinos de Éireann y Roma. También se estaba desarrollando un debate en cuanto a los sistemas de la ley. Los cinco reinos llevaban empapados de tradición legal desde hacía doce siglos, antes de que el Rey Supremo Ollamh Fodhla hubiera ordenado que las leyes de los brehons, los jueces, se reunieran en un código unificado. Pero con la llegada de la nueva fe, ideas novedosas habían penetrado en la tierra. Desde Roma, los abogados de la nueva fe habían menospreciado las leyes de las tierras que convertían y habían creado sus propias leyes eclesiásticas. Estas leyes canónicas se basaban en las decisiones de consejos de obispos y abades, que claramente se ocupaban del gobierno de las iglesias y del clero y de la administración de los sacramentos, y que ahora empezaban a amenazar las leyes civiles de aquella tierra.

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