– ¿Conocéis bien a Torcán? Está muy lejos la tierra de los Uí Fidgenti.
Adnár se guardó el libro bajo el brazo.
– Apenas lo conozco. Era huésped de Gulban en su fortaleza y ha venido aquí como huésped de Olcán, para cazar y ver algunos de los antiguos lugares por los que nuestro territorio es famoso.
– No creo que los Uí Fidgenti fueran bienvenidos por la gente de los Loígde.
Adnár se rió entre dientes.
– No voy a negar que hemos combatido unos contra otros. Es tiempo, sin embargo, de vencer los viejos prejuicios y disputas.
– Estoy de acuerdo -dijo Fidelma-. Sólo manifiesto lo que es obvio. Eoganán, el príncipe de los Uí Fidgenti, ha conspirado en muchas guerras contra los Loígde.
– Guerras territoriales -admitió Adnár-. Si cada uno se ocupara de su propio territorio y no intentara interferir en los asuntos de los otros clanes no habría necesidad de guerras -dijo sonriendo con ironía-. Pero gracias a Dios había necesidad de guerreros cuando yo era joven; si no, no hubiera alcanzado mi posición.
Fidelma se lo quedó mirando un momento con la cabeza inclinada.
– ¿Así que vos, que hicisteis vuestra riqueza luchando contra los Uí Fidgenti, tenéis de invitado al hijo del príncipe de esa tribu?
Adnár asintió con la cabeza.
– Así es la vida. Los enemigos de ayer son los amigos de hoy, aunque, tal como señalaba, para ser preciso, el joven es huésped de Olcán y no mío.
– Y los que fueron hermano y hermana ayer son los enemigos más acérrimos -añadió Fidelma.
Adnár se encogió de hombros.
– Podría ser de otra manera. Pero no lo es.
– Muy bien, Adnár. Os agradezco vuestra franqueza. Mañana espero al hermano Febal.
Se volvió hacia donde estaba la nerviosa sor Lerben, como si no fuera capaz de decidir si marcharse o intervenir en la conversación. Fidelma miró a la joven con una sonrisa cálida. Lerben no tendría más de dieciséis o diecisiete años.
– Venid, hermana. Volvamos a la abadía y hablaremos por el camino.
Fidelma empezó a desandar el trayecto por el bosque. Al cabo de un momento, Lerben la alcanzó, dejando a Adnár de pie junto a su caballo y acariciando ausente el hocico del animal mientras observaba cómo iban desapareciendo entre los árboles. Cogió el libro que tenía bajo el brazo, sacó el trapo que lo envolvía y se lo quedó mirando absorto en sus pensamientos durante un buen rato. Luego volvió a envolverlo y lo metió en su alforja, desató las riendas y se fue sendero arriba. Dio un golpecito en la grupa del caballo con sus tacones y lo puso al trote por el sendero del bosque, en dirección a su fortaleza.
Sor Fidelma estaba despierta incluso antes de que la voz tensa atravesara la oscuridad. Su sueño se había visto perturbado por el ruido del picaporte de la pequeña puerta de su habitación al girar, y su mente, alerta ante posibles peligros, hizo que se despertara en un instante. Había una sombra en el vano de la puerta. Todavía era de noche y tan sólo la luz etérea de la luna iluminaba el espacio. Hacía un frío intenso y su aliento iba formando nubecillas, mientras ella se incorporó bajo la pálida luz azul que lo bañaba todo.
– ¡Sor Fidelma! -La figura alta de una religiosa emitió ese grito con voz casi nerviosa.
Fidelma la reconoció, a pesar del tono anormal. Era la abadesa Draigen.
Fidelma se sentó inmediatamente en la cama y alcanzó el pedernal y la yesca para encender una vela de sebo.
– ¿Madre abadesa? ¿Qué pasa?
– Tenéis que venir conmigo inmediatamente. -La voz de Draigen se quebraba con mal disimulada emoción.
Fidelma consiguió encender la vela y se volvió hacia la figura. La abadesa estaba vestida del todo, y su rostro, incluso bajo el resplandor amarillento de la luz del candil, parecía pálido y denotaba horror.
– ¿Ha sucedido algo?
Fidelma se dio cuenta, casi al momento, de que su pregunta era superflua. Sin esperar una respuesta, se levantó rápidamente de la cama. No hizo caso del frío, pues entendía que algo terrible había sucedido. La abadesa permanecía temblando pero más de miedo que por el aire frío de la noche. Se mostraba incapaz de responder con coherencia. Parecía conmocionada.
Fidelma se echó por encima la capa y se puso los zapatos.
– Guiadme, Draigen -la instruyó con calma-. Voy con vos.
La abadesa se detuvo un momento y luego se giró hacia el patio. Había casi tanta luz como si fuera de día, pues había caído otra nevisca que brillaba bajo la luz de la luna.
Fidelma echó una mirada al cielo; inmediatamente percibió la posición de la luna y calculó que varias horas habían pasado desde la medianoche. Sin embargo, todavía faltaba para el amanecer. Todo parecía en calma. Bajo el silencio de la noche, sólo se oía el crujir de sus zapatos de cuero sobre la nieve helada del patio.
Fidelma entendió que se dirigían hacia la torre.
Iba siguiendo a la abadesa, sin decir nada, sosteniendo con una mano la vela y con la otra protegiendo la llama del viento. Pero la noche invernal era tan fría que la llama apenas vacilaba.
La abadesa no se detuvo ante la puerta de la torre sino que entró de inmediato. En el interior, la biblioteca estaba a oscuras, pero Draigen se apresuró hasta el pie de las escaleras que conducían al segundo piso, casi sin esperar a que Fidelma iluminara el camino. Avanzaron rápido hacia el tercer piso, donde trabajaban los copistas. Al comienzo del siguiente tramo de escaleras que conducían al piso donde estaba situado el reloj de agua, Fidelma percibió una vela apagada y un receptáculo en el suelo, como si se hubiera caído sin querer. Draigen se detuvo bruscamente allí, de manera que Fidelma se vio obligada a desviarse un poco, por miedo a chocar con ella. Bajo la luz de la vela vacilante de Fidelma, el rostro de la abadesa Draigen era mortecino. Sin embargo, parecía que poco a poco se iba recomponiendo.
– Tenéis que prepararos, hermana. Lo que vais a ver no es agradable. -Eran las primeras palabras que pronunciaba Draigen desde que había despertado a Fidelma.
Sin decir nada más, se giró y subió las escaleras. Fidelma no dijo nada. Sentía que no había nada que decir, hasta que conociera el significado de aquella excursión nocturna.
Siguió a la abadesa hasta el interior de la estancia donde estaba la clepsidra. El fuego emitía un resplandor rojo pálido, el agua estaba quieta, humeando en el gran recipiente de bronce. También había dos linternas, cuya luz hacía que su vela resultara superflua.
Llevaba poco más de un segundo en la habitación cuando vio el cuerpo estirado en el suelo. No había que examinarlo mucho para ver que se trataba de una mujer y que llevaba el hábito de las hermanas de la comunidad. Era obvio.
La abadesa Draigen no dijo nada, se quedó a un lado.
Fidelma colocó con cuidado la vela sobre un banco, y se acercó. Aunque había sido testigo de muchas muertes violentas en el mundo violento en el que vivía, Fidelma no pudo contener el estremecimiento de repulsa que la embargó. Habían cortado la cabeza al cadáver. No estaba a la vista.
El cuerpo descansaba boca abajo. Yacía con los brazos extendidos. Enseguida percibió que en la mano derecha tenía un pequeño crucifijo, y alrededor del brazo izquierdo tenía atada una pequeña varita de álamo con algunos caracteres en ogham. Había un amasijo de sangre, todavía roja y líquida, alrededor del cuello cortado. Vio que había otro charco de sangre bajo el cuerpo, a la altura del pecho.
Fidelma suspiró hondo y luego exhaló lentamente.
– ¿Quién es? -preguntó a la abadesa.
– Sor Síomha.
Fidelma parpadeó con rapidez.
– ¿Cómo podéis estar tan segura?
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