– ¿Por qué creéis que la abadesa le está buscando? -preguntó Dego al llegar a la barca-. ¿Y ahora Mel? ¿Están todos implicados en este misterio?
Fidelma se encogió de hombros.
– Esperemos descubrirlo pronto -dijo y sintió un escalofrío-. Hoy hace un frío glacial. Deseo que Eadulf haya encontrado un buen cobijo.
Al llegar a la barca, el leñador los esperaba recostado, envuelto en una capa de lana, y parecía estar a gusto a pesar del frío.
– Ya os aseguré que Gabrán no estaba -les dijo con una sonrisa burlona a la par que tendía una mano a Fidelma para ayudarla a mantener el equilibrio al subir a la barca, que se meció levemente.
– Así es -respondió ella sin añadir nada más.
El leñador los cruzó de vuelta en silencio.
En la orilla norte Dego pagó al hombre con la moneda que les pidió y volvió a unirse a Enda.
– El Cág ha ido río arriba -le contó-. Hemos de subir a caballo.
Enda tenía una expresión lúgubre.
– He hablado con la esposa del leñador entretanto. El ramal norte del río no es navegable a partir de dos o tres kilómetros de aquí, y el del sur tampoco a partir de uno más o menos.
– Eso es una buena noticia -respondió Fidelma, subiéndose al caballo-. Significa que tarde o temprano alcanzaremos el Cág.
– La mujer del leñador me ha dicho que por aquí ha pasado otro guerrero -añadió Enda-, que ha dejado el caballo…
– Ya lo sabemos: es Mel -lo interrumpió Dego, dándose impulso para montar.
– Por lo visto le acompañaba otro hombre, que le ha esperado en esta orilla mientras él atravesaba el río.
Fidelma espero con paciencia a que les contara más, hasta que lo instó a hacerlo con irritación.
– Bueno… ¿nos vais a decir lo que sabéis o no, Enda?
– Sí, claro. La mujer me ha dicho que era el brehon. El obispo Forbassach.
* * *
Eadulf había dejado atrás la cabaña de su nuevo amigo, Dalbach, para seguir subiendo por las montañas. El aire era frío, y empezaba a levantarse viento del sudeste. Sabía que se avecinaba mal tiempo. Desde aquella posición elevada, divisaba la sombría masa de nubes tormentosas que se estaba formando hacia el sur.
Se encaminaba derecho al norte, pues, según Dalbach le había explicado, esa dirección lo conduciría hasta un valle en el extremo este de las montañas, al otro lado de una cumbre, desde donde podría girar hacia el oeste y tomar el camino a Fearna. A pesar de su ceguera, Dalbach parecía recordar la geografía de su región con la exactitud de un hombre de ojos sanos. Los recuerdos se hallaban marcados en su mente. La campiña por la que Eadulf se estaba abriendo paso era inhóspita y accidentada, por lo que agradecía doblemente la hospitalidad de Dalbach, así como el gesto de prestarle ropa de abrigo y las botas con las que sustituir el raído hábito de lana y las sandalias. También agradecía el sombrero de lana con orejeras que Dalbach le había proporcionado; hacía juego con la capa de oveja, y se le ajustaba bien a la cabeza y le daba calor. El viento de la montaña era como una hoja que cortaba las partes más sensibles de la piel.
Avanzaba a grandes zancadas y con la cabeza gacha por el sendero, que en algunos tramos parecía desvanecerse. Tuvo que detenerse en varias ocasiones para asegurarse de que lo estaba siguiendo. No era un sendero frecuentado; eso era evidente. De vez en cuando levantaba la cabeza para mirar, pero el viento helado le daba en la cara, por lo que era más fácil caminar mirando al suelo. En una de estas rápidas miradas, se detuvo, sorprendido.
Algo más adelante había un hombre sentado en el camino.
– ¡Vamos! -le grito éste-. Llevo mucho esperándote.
* * *
Hacía una hora que Fidelma y sus compañeros cabalgaban por la orilla norte cuando Dego tiró de las riendas y señaló con entusiasmo.
– Mirad ese barco amarrado en el embarcadero que aparece detrás de esos árboles. ¡Debe de ser el Cág!
Fidelma entornó los ojos. No muy lejos de allí había una arboleda, junto a la cual se divisaba un embarcadero con un gran barco de río amarrado. Al lado del embarcadero se veía un caballo atado. Fidelma lo reconoció al instante.
– Es el caballo de la abadesa Fainder -dijo a sus compañeros.
– Entonces supongo que, al fin, hemos encontrado a Gabrán -observó Enda.
Los tres jinetes siguieron adelante poco a poco, hasta detenerse donde pastaba el caballo de la abadesa tranquilamente. El embarcadero era el único signo de civilización en la zona. No había señal de casas u otro tipo de viviendas por allí. Era un lugar extrañamente desolado.
Del Cág no salía ningún ruido y tampoco vieron movimiento alguno. Fidelma se preguntó dónde estaría la tripulación. Supuso que se hallaría bajo la cubierta y que nadie les había oído llegar. Ataron los caballos, y los tres, encabezados por Fidelma, se acercaron al embarcadero. Era una nave larga y plana, utilizable solamente para la navegación fluvial, pues sería inestable para usarla a mar abierto.
Una vez sobre el embarcadero, Fidelma se detuvo: el silencio imperante no era normal.
Con cautela, se dirigió hacia la cabina principal, la parte más elevada y posterior de la nave, con la puerta situada al nivel de la cubierta. Se disponía a llamar, cuando oyó un sonido apenas perceptible en el interior: la intuición le dijo que algo iba mal.
Lanzó una mirada de advertencia a los guerreros, puso la mano sobre el pestillo y lo empujó muy despacio antes de abrir de golpe la puerta.
No estaba preparada para ver la escena que presenció.
En la oscura cabina había sangre por todas partes, procedente de un cuerpo despatarrado en el suelo. Pero lo que más impresionó a Fidelma fue la figura que había arrodillada junto a la cabeza del cadáver. Una figura con un cuchillo ensangrentado en la mano.
La ropa del cadáver habría revelado su identidad aun cuando Fidelma no hubiera reconocido sus facciones retorcidas en el momento de agonía previo a la muerte. Era Gabrán, el capitán del Cág. Pero la figura arrodillada con el arma homicida en la mano, que había vuelto la cabeza y miraba aterrorizada a Fidelma, era la abadesa de Fearna, la abadesa Fainder.
– Vamos. ¡Hace mucho que te espero! -repitió el hombre, saltando de la roca donde estaba sentado para acercarse a Eadulf.
Sobresaltado, Eadulf no se movió de su sitio y escrutó a aquel hombre que había esperado sentado sobre una roca que sobresalía por encima del camino, algo más adelante. Iba vestido con ropa de campo basta. Su piel tostada y curtida indicaba que estaba acostumbrado a la intemperie. Vestía un pesado jubón de cuero sobre una gruesa chaqueta de lana, y a los pies llevaba las botas resistentes que calzaban los hombres de campo.
Eadulf no sabía si era preferible huir o quedarse y tomar medidas para defenderse. Algo más adelante, vio un carro tirado por un caballo, lo cual le hizo pensar que era inútil huir. Tensó los músculos, preparado para luchar.
El hombre se detuvo y lo miró con cara de fastidio.
– ¿Dónde está Gabrán? Creía que esta vez iba a venir él mismo.
– ¿Gabrán? -repitió Eadulf, volviéndose a mirar atrás, alarmado, sin saber cómo debía actuar-. Ha regresado al barco -respondió, decidido a decir la verdad; al fin y al cabo, eso le había oído decir a Dalbach.
– ¿Ha vuelto al río? -El hombre escupió a un lado del camino-. Así que os ha enviado solo para que recojáis la mercancía.
– Sí, vengo solo -respondió Eadulf sin mentir.
– Hace dos horas que espero. Hace frío, y no estaba seguro de si habíamos quedado aquí, en Darach Carraig, o en la cabaña de Dalbach. Pero ya veo que has venido.
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