– Salud, Dalbach.
– Salud, Gabrán.
No se oyó nada durante unos momentos y luego Gabrán chasqueó los labios con apreciación.
– Esperaba encontrar por la zona a otro mercader que me trae productos de Rath Loirc. Supongo que no habréis oído nada acerca de la presencia de forasteros por la zona esta mañana, ¿no? -preguntó a Dalbach.
Eadulf se tensó, pues no estaba seguro de si aquel nuevo amigo iba a traicionarle o no.
– No, no he oído nada de ningún mercader que haya pasado por aquí -dijo Dalbach como respuesta evasiva.
– En fin. Tengo que volver al barco y enviar a uno de mis hombres a buscarlo. -Guardó silencio un momento, como si hubiera recapacitado-. ¿Y ha pasado algún otro extranjero por aquí? Hay una busca y captura de un asesino sajón que se ha fugado y anda por la región.
– ¿Un sajón, decís?
– Un asesino que se ha escapado de la fortaleza de Coba, mi señor; ha matado al guardia que ha intentado impedirle la huida y ha golpeado a otro, que ha perdido el conocimiento. Coba le había dado asilo y así ve correspondido su buen gesto.
Eadulf apretó los labios de rabia por la facilidad con que acudían las mentiras a los labios de aquel hombre.
– Parece algo horroroso -opinó Dalbach con serenidad.
– Cierto, es horroroso. Coba ha enviado a varios hombres a buscarlo. Bueno, como decía, tengo que volver al barco. Si veis al mercader que busco… pero no habéis visto a nadie, habéis dicho, ¿verdad?
– Exactamente, no he visto a nadie -concedió Dalbach.
Eadulf percibió un vislumbre de humor sombrío en su voz al recalcar el verbo: el ciego no mentía.
– De acuerdo. Gracias por el trago. Enviaré a uno de mis hombres a las colinas para buscar al mercader que tiene mi mercancía. Si por casualidad pasa por aquí, decidle que espere al hombre que enviaré. No me gustaría perder una mercancía tan valiosa…
La voz se interrumpió de súbito. Sin poder ver qué sucedía en la sala, Eadulf se tensó, alarmado.
– Si nadie ha estado por aquí, ¿cómo es que hay dos cuencos en la mesa… y las sobras de dos? -preguntó la voz de Gabrán, algo más aguda por la sospecha.
Eadulf soltó un gruñido mudo. Había olvidado retirar el caldo que había estado tomando: las sobras estaban a la vista sobre la mesa.
– Yo no he dicho que aquí no haya venido nadie. -La respuesta de Dalbach fue ágil, convincente-. Creía que sólo os referíais a forasteros. Nadie al que considere un forastero ha pasado por aquí.
Hubo un silencio tenso.
– Bueno, estaos alerta -aconsejó Gabrán acto seguido, al parecer satisfecho con la explicación-. Ese tal sajón puede tener mucha labia, pero es un asesino.
– He oído decir que el sajón es un clérigo.
– Sí, ¡pero ha violado y ha matado a una niña!
– ¡Que Dios se apiade de su alma!
– Puede que Dios se apiade de él, pero nosotros no, cuando le echemos la zarpa -respondió con mal genio-. Tened un buen día, Dalbach.
Eadulf volvió a ver al hombre pasar por su ángulo de visión y abrir la puerta.
– Que tengáis suerte y encontréis a vuestro amigo mercante, Gabrán -deseó Dalbach, a lo que el otro masculló un «gracias».
La puerta se cerró. Eadulf esperó un rato y luego se puso de rodillas y gateó hasta la pequeña abertura. Vio a Gabrán alejarse por el sendero y desaparecer bosque adentro. Contuvo un suspiro de alivio y se acercó a la escalera.
– ¿Se ha marchado ya? -preguntó Dalbach con un susurro.
– Sí, ya se ha ido -respondió Eadulf en voz baja desde arriba-. No sé cómo agradeceros que no me hayáis delatado. ¿Por qué?
– ¿Por qué? -repitió Dalbach.
Eadulf bajó por la escalera y se colocó a su lado.
– ¿Por qué me habéis protegido? Si ese tal Gabrán es vuestro amigo, ¿por qué me habéis escondido de él? Ya habéis oído lo que ha dicho de mí: soy un asesino que no se detendrá ante nada para escapar. Otro hombre se habría sentido amenazado con mi presencia.
– ¿Habéis cometido los delitos que él os atribuye? -preguntó Dalbach sin ambages.
– No, pero…
– ¿Habéis huido de la fortaleza de Coba y habéis matado a un hombre, como ha dicho?
– Di un golpe a un arquero, que le hizo perder el conocimiento, pero no he matado a ningún guardia. Aquel hombre pretendía matarme. Gabrán en persona vino a decirme que podía marcharme con toda libertad. En cuanto puse el pie fuera de la fortaleza, intentó abatirme.
Dalbach quedó en silencio, pensativo durante un momento. Entonces extendió una mano y le tocó el brazo.
– Como he dicho antes, la ceguera no priva a un hombre de los demás sentidos. A menudo los agudiza. Os he dicho que confiaba en vos, hermano Eadulf -le dijo con gravedad-. En lo que respecta a Gabrán, digamos que «amigo» no es la palabra más adecuada para definirlo. Es un hombre que viaja por esta región de vez en cuando y pasa a verme alguna que otra vez. Como es mercader, en ocasiones me trae regalos de amigos. Ahora tomad asiento otra vez, hermano Eadulf: terminemos la comida y contadme vuestro plan de regreso a Fearna.
Eadulf volvió a sentarse.
– ¿Mi plan? -preguntó, distraído todavía por la aparición de Gabrán.
– Antes de que viniera Gabrán, estábamos hablando de vuestro plan para regresar a Fearna y encontraros con vuestra amiga de Cashel -le recordó Dalbach.
– Antes me gustaría saber algo más de ese hombre. ¿Habéis dicho que es mercader?
– Sí, comerciante. Tiene su propio barco y navega a sus anchas por el río.
– Estoy seguro de haberle visto una vez en la abadía de Fearna.
– Seguramente. Comercia regularmente con ellos.
– Pero ¿por qué se molestó en ir hasta la fortaleza de Coba para decirme que podía marcharme a voluntad. Pensé que era uno de los hombres de Coba.
– Quizás el jefe de Cam Eolaing le pagó para liberaros y luego abatiros -conjeturó Dalbach.
– Eso es lo que puede haber pasado -asintió Eadulf, que había dado muchas vueltas al asunto-. Pero ¿qué necesidad tenía Coba de rescatarme de la abadía si pretendía matarme?
– Gabrán ofrece sus servicios a cualquiera que esté dispuesto a pagar, de manera que podría haberlo contratado otra persona. Sin embargo, es un misterio que tendréis que resolver. Yo sólo puedo deciros que Gabrán es muy conocido en toda la ribera.
– Habéis dicho que pasa con frecuencia por aquí.
– Debe de tener parientes en las colinas.
Eadulf mostró interés por aquella suposición y así lo expresó.
– A menudo baja de sus visitas en las colinas con muchachas. Me figuro que son familiares que le acompañan hasta el río para despedirse.
– ¿Os lo figuráis? ¿No os las presenta?
– Se quedan en el bosque cuando viene a verme, pero yo oigo las voces a distancia. Hace una parada aquí para tomar un refrigerio… siempre tengo aguamiel a mano.
– ¿Nunca vienen con él a la cabaña?
– Nunca -confirmó Dalbach-. Bueno, ¿qué pensáis hacer con respecto a vuestro viaje? A juzgar por la visita de Gabrán, sugeriría que no os demorarais. Estoy seguro de que, si en vez de Gabrán, hubiera sido mi primo de Fearna, no habríais pasado desapercibido.
– Quizá sea una imprudencia permanecer aquí más de lo necesario -asintió Eadulf.
– En tal caso, debéis llevaros ropa y un sombrero para pasar inadvertido.
– Sois muy amable, Dalbach.
– No es amabilidad; bien que los sabios nos enseñan a tratar con buena voluntad la miseria del prójimo. Yo obtengo satisfacción de aportar mi grano de arena a favor de la justicia -sentenció y se levantó-. Acompañadme y os mostraré dónde guardo ropa de sobra y así podáis elegir las prendas que deseéis para el viaje. ¿Ya habéis pensado en cómo llegaréis a Fearna?
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