– Gabrán no me ha dicho que tuviera que venir más pronto -explicó Eadulf, sintiéndose de pronto más confiado.
Se había percatado de que aquél debía de ser el hombre con las mercancías al que Gabrán había estado buscando antes, en la cabaña de Dalbach. Era evidente que aquel tipo había confundido Darach con Dalbach.
– Nadie como Gabrán para hacer que otros trabajen por él -suspiró el hombre-. Eres extranjero, ¿no?
Eadulf se puso tenso.
– Por tu acento, sajón -prosiguió el hombre con desconfianza, pero luego se encogió de hombros-. A mí me trae sin cuidado. Supongo que cargas con la mercancía aquí y la llevas hasta el país de los sajones, ¿eh?
Eadulf prefirió responder con un sonido que no le comprometiera.
– Bueno -continuó el otro- es tarde, hace frío y no quiero quedarme aquí más de lo necesario. Esta vez sólo son dos. Creo que la próxima vez buscaré por otros sitios, más lejos. Supongo que has dejado el carro al pie de la colina. ¿No te ha dicho Gabrán que el camino era franqueable hasta aquí arriba? Bueno, pero con dos no tendrás problemas. Ya me las tendré con Gabrán en Cam Eolaing, cuando regrese de la costa; cuando le veas dile que las cosas se están poniendo peliagudas. Y que ya me pagará cuando regrese. Aunque voy a subir el precio.
Eadulf movió la cabeza como si asintiera. Parecía lo único que podía hacer en aquella conversación confusa y estrambótica.
– Bien, sajón. Están en la cueva, como de costumbre. ¿Te ha dicho Gabrán dónde está?
Eadulf vaciló y negó con la cabeza.
– No exactamente -respondió.
El hombre soltó un suspiro de impaciencia, se volvió y señaló.
– Sigue doscientos metros más por este camino, amigo. Colina arriba, a tu derecha, verás una pared de roca, un precipicio no muy alto de granito. Verás la entrada a una cueva. No te pasará desapercibida. Ahí dentro está la mercancía.
El hombre miró al cielo y se subió el cuello.
– No tardará en llover. Con este frío, puede que caiga aguanieve. Me largo. No te olvides de decirle a Gabrán lo que te he dicho. La cosa está cada vez más peliaguda.
Dicho esto, volvió al carro y subió sin perder un instante. Sacudió las riendas y se metió por un sendero estrecho, casi invisible, que se desviaba al este por las colinas que se extendían al horizonte.
Confuso y afectado, Eadulf se quedó en su sitio a mirar cómo se alejaba el carro.
Obviamente, lo habían confundido con uno de los hombres de Gabrán. ¿Qué mercancía tendría que recoger el capitán en aquel lugar dejado de la mano de Dios? Darach Carraig, la roca del roble. Un nombre curioso. Echó una mirada atrás, en la dirección por la que había venido. Gabrán había mencionado que había enviado a otro hombre a buscar la mercancía. Tal vez éste venía pisándole los talones. Más le valía espabilar por si lo alcanzaba.
Echó a andar presuroso por el camino. Tras contar mentalmente los doscientos metros, miró arriba a su derecha. No muy lejos vio un grupo de rocas grandes y lisas que cubrían parte de la colina, donde ésta sobresalía formando un precipicio de granito de poca altura. Vaciló un instante y sintió una curiosidad incontenible. Cuando menos, podía subir y ver en qué consistía la peculiar mercancía de Gabrán y por qué la habían dejado en una cueva apartada, en medio de una campiña más remota aún si cabía. Miró en derredor. No vio a nadie en aquel paisaje lóbrego que empezaba a oscurecer.
Empezó a escalar hacia el promontorio y, estando ocupado en esta tarea, vio, tras el peñasco de granito más grande, el tramo que casi formaba un precipicio de roca negra; era como si alguien hubiera excavado la roca para darle aquella forma, pues no parecía natural. Cuando se hubo aproximado, divisó la oscura entrada a una cueva, ante la que sobresalía una plataforma rocosa.
Una vez allí, Eadulf se detuvo un momento para recuperar el aliento tras la breve aunque empinada ascensión, antes de seguir adelante. La cueva se hallaba en semipenumbra. Se asomó a la oscura entrada y esperó a que la vista se acostumbrara a la falta de luz.
Oyó un ruido extraño y repentino, algo que se arrastraba, que le hizo resistirse a entrar por si había un animal. Pero cuando vio qué lo había producido, quedó boquiabierto.
Al fondo de la cueva había dos figuras humanas sentadas en el suelo, espalda contra espalda. Por las posturas, supo que estaban atadas de pies y manos y, cuando las vio de cerca, reparó en que también estaban amordazadas. La poca luz que entraba le permitió entrever que eran menudas y poco más.
– Quienesquiera que seáis -declamó en voz alta-, no quiero haceros daño.
Se les acercó.
Al instante oyó unos gemidos lastimeros sofocados, y la figura más próxima a él trató de apartarse, si bien apenas lo consiguió, dadas las ataduras.
– No quiero haceros daño -repitió Eadulf-. Tengo que acercaros a la luz del día para que pueda veros.
Haciendo oídos sordos a los sonidos -propios de un animal- que causaba su aproximación, se agachó y levantó el primer bulto acurrucado para llevarlo, medio a cuestas medio a rastras, a la entrada de la cueva.
Dos ojos grandes y espantados lo miraban sobre el trapo sucio que era la mordaza.
Eadulf se apartó de la figura sin salir de su asombro.
El rostro de una niña de no más de doce o trece años lo miraba fijamente, muerta de miedo.
* * *
– Bueno, abadesa Fainder -dijo Fidelma con calma mientras examinaba la escena sangrienta que tenía ante sí-. Creo que nos debéis una explicación.
La abadesa Fainder le devolvió la mirada, casi perpleja. Luego bajó la vista al cuerpo de Gabrán, que yacía a su lado, y al puñal que tenía en la mano. Con un extraño gruñido animal, soltó el puñal y se puso en pie de un salto con los ojos desorbitados.
– Está muerto -dijo con la voz ronca.
– Eso ya lo veo -concedió Fidelma con gravedad-. ¿Y por qué?
– ¿Por qué? -repitió la abadesa con aturdimiento.
– ¿Por qué está muerto? -insistió Fidelma.
La abadesa parpadeó, mirándola como si no entendiera la pregunta. Tardó un momento en reaccionar.
– ¿Y yo cómo voy a saberlo? -respondió y calló bruscamente-. ¿No creeréis que…? ¡Yo no lo he matado!
– Con el debido respeto, abadesa Fainder -intervino Dego, mirándola por encima del hombro de Fidelma-, hemos subido a bordo, hemos abierto la puerta de la cabina y hemos hallado a Gabrán muerto. A juzgar por la profusión de sangre, ha sido apuñalado a muerte. Y vos estabais arrodillada junto a su cabeza. Vuestra ropa está manchada de sangre y tenéis un puñal en la mano. ¿Cómo debemos interpretar la escena?
La abadesa empezaba a recuperarse. Fulminó a Dego con la mirada y exclamó:
– ¡¿Cómo os atrevéis?! ¿Quién sois para acusar a la abadesa de Fearna de un vulgar asesinato?
Fidelma contuvo una leve sonrisa macabra al pensar en la situación.
– No hay asesinatos vulgares, abadesa. Y mucho menos éste. Sólo un necio sería capaz de negar la evidencia. ¿Insinuáis que no habéis tenido nada que ver en este asesinato?
La abadesa Fainder palideció.
– Yo no he sido -insistió con la voz quebrada por la emoción.
– Eso es lo que decís. Salgamos a la cubierta y contadme qué ha sucedido.
Fidelma se apartó de la puerta e hizo una seña, invitando a la abadesa a salir de la cabina. Fainder salió a la cubierta y pestañeó a la luz del día.
– No hay nadie más a bordo -informó Enda con una maliciosa nota de regocijo.
Había hecho un rápido registro del barco.
– Parece que estáis sola, madre abadesa -añadió.
La abadesa Fainder se sentó bruscamente sobre una escotilla y, rodeándose la cintura con los brazos, se encorvó, dando la impresión de estar abrazada a sí misma, y se puso a mecerse adelante y atrás. Fidelma se sentó a su lado.
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